No digas que fue un sueño - Terenci Moix
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No digas que fue un sueño 171 Terenci Moix -¿Para matarme? -Para acabar con todas las cosas que deseas conseguir. La lanza que empuña este joven es sagrada. Él avanza entre una ingente multitud y grita: «¡Contra Egipto!». -Meditó unos segundos. Parecía encontrarse ante lo inexplicable-. Es curioso. Muy curioso. ¿Por qué su grito no va dirigido contra ti? -Yo te lo diré sin ser adivino. La lanza que empuña Octavio es la de Marte, nuestro dios de la guerra. Es costumbre dirigirla contra el país que Roma se dispone a atacar. Antonio tuvo un extraño presentimiento. Se incorporó lentamente y paseó por la estancia, meditabundo. Por fin, dijo: -Sigue siendo curioso. ¿Por qué dirige la lanza de Marte contra Egipto? -No lo sé, mi señor. En mi humildad, sólo puedo aconsejarte que no te acerques a este joven. -No deseo saber más cosas -decidió Antonio-. Que Octavio gane a los dados a quien le plazca. A mí me corresponde ocuparme de la conquista de Oriente. ¡Y cuanto antes! Salió de la estancia a toda prisa, como si un resorte mágico acabase de impulsar sus ambiciones y necesitara cumplirlas aquel mismo día. La reina Cleopatra obsequió a su adivino con una bolsa de monedas que llevaban su efigie. Y pensó que algún día llevaría la de Cesarión. ¡El rey del mundo! Y sucedió que el tiempo empezaba a discurrir sobre Egipto. No constituía ninguna sorpresa. Hacía ya siglos que venta haciéndolo. Cada día era castigado con la muerte por haber asesinado al anterior. Cada noche recibía el castigo del alba por que había osado asesinar a la tarde. Y sólo el tiempo quedaba sin castigo pese a que es el asesino de todas las cosas. Cleopatra decidió castigarse a sí misma por el prolongado ocio del invierno anterior. Según su propio criterio había desperdiciado el tiempo entregada al reposo, en la espera de su cuarto hijo. Pero aquel nacimiento no fue acogido con la algarabía que rodeó la llegada de los dos gemelos y, antes, la del príncipe Cesarión. La madre se había apresurado a ocuparse en otros menesteres. De modo que se buscó un nombre adecuado y protocolario Tolomeo Filadelfo, como el segundo rey de la dinastía- y fue a parar junto a sus hermanos pequeños a un rincón del gineceo real. Las ocupaciones de Cleopatra tenían miras mucho más elevadas. Y las proporciones de la última de ellas eran tan descomunales que primero asombró a su amante y, después, deslumbró a los cronistas. La reina de Egipto pretendía abrir un canal en el istmo que separaba Egipto del mar Rojo, justo en la zona que se consideraba la frontera entre Asia y Libia. En la parte donde quedaba más estrangulado por los mares, el istmo no tendría más de trescientos estadios de anchura y Cleopatra pensaba abrirlo para así favorecer la libre navegación en una zona que siempre fue de vital importancia para Egipto, no sólo en la explotación de las minas del Sinaí sino también como paso natural hacia las tierras de Asia. Por temeraria y grandiosa que fuese la empresa -y así lo han contado las crónicas-, el interés de su realización final no igualaba al que prestaba la reina a los expertos dedicados a llevarla a cabo. No sospechaban los arquitectos y maestros de obra que sus conocimientos eran exprimidos para engrosar los suyos propios. Con lo cual ella no se limitaba a profundizar en las posibilidades del presente, sino que además adquiría pértigas para saltar hacia los secretos del pasado.
No digas que fue un sueño 172 Terenci Moix Entregada de lleno al placer que le proporcionaban todas las ramas de la sabiduría, se informó de los métodos de construcción seguidos en los antiguos templos del Nilo, pues e1 arte de su pueblo representaba para ella la culminación de una habilidad y el perfeccionamiento de una artesanía que era necesario recuperar a toda costa. No comulgaba con la idea de que las portentosas edificaciones del período faraónico habían sido construidas siguiendo una inspiración meramente religiosa. Por el contrario, coincidía con los que afirmaban que aquel excepcional legado surgió de una extraordinaria preparación científica, basada en la razón y no en el cultivo de la superstición. Fascinada así por la antigua ciencia del Nilo, comprendió fácilmente que entre el canal que se disponía a abrir en el mar Rojo y las milenarias pirámides subyacía una línea de racionalidad que ningún cataclismo consiguió destruir. Pues si bien era consciente de lo revolucionario de su empeño, tampoco ignoraba que muchas ideas de reforma habían sido acometidas en el pasado. Cuando alguno de sus arquitectos llegaba proponiendo un plan de irrigación en la zona de Menfis o Tebas, se encontraba con la sorpresa de que algún faraón olvidado ya la emprendió mil años antes. Y, cuando no era así, los campesinos habían obrado por su cuenta y riesgo, acuciados por las necesidades de la vida cotidiana y aconsejados por la lógica de las fuerzas naturales. Cuando se enfrascaba en aquel tipo de polémicas, ya con los arquitectos, ya con los filósofos del museion o los historiadores del palacio, Cleopatra sentíase poseída por una sensación de vejez que nada tenía que ver con sus años. Era algo que concernía a la tierra. El Nilo, tan lejos, tan a espaldas de su ciudad, la llamaba continuamente con una fuerza completamente ajena a la hibridez alejandrina. El Nilo era una fuerza primigenia que sustentaba su parte perdurable. Y la llamada que percibía era la de la eternidad. Hacia aquella eternidad había mandado a Cesarión, convencida de que era un requisito indispensable para su nueva situación en el mundo. El rey de reyes tenía que ser ante todo faraón en Egipto y sólo comprendiendo su realidad llegaría a entender el mundo. De manera que, hipotecando una vez más los ojos de Totmés, los mandó a ambos en la galera real hasta los últimos confines del río. Y el príncipe había respondido como se esperaba, pues sus cartas desde distintos puntos del viaje demostraban un entusiasmo que su madre sólo le conocía en los asuntos referentes al ejercicio físico. Y aunque antes destacase en todas las disciplinas del humanismo, como correspondía a un buen alejandrino, ninguna llegó a despertar tanta emoción en él como aquella comprobación de que sus raíces se extendían mucho más allá del tiempo que podía recordar, mucho más al fondo del tiempo que registraron los cronistas a sueldo de sus antepasados. -Tiene un buen maestro -diría la reina, entre suspiros de añoranza-. Totmés, ministro de Isis, convertirá a nuestro rey de reyes en Cesarión el Egipcio. El carácter de Cesarión iba así progresando en la dirección que antes habían recorrido los ojos de su tutor. Y aunque éstos aparecían enturbiados por una sombra de escepticismo, provocada acaso por la caída de muchas de las cosas en las que antes había creído, continuaban manteniendo viva la llama que encendiese un caballero llamado Epistemo, años atrás, en la terraza de cierto templo de Hator. Y era aquélla una llama constantemente alumbrada por un sentimiento vago, que se parecía al amor y en cambio lo excedía. Carecía de sus servidumbres y se alimentaba con todas sus virtudes. Se crecía al entregarse y estallaba al recibir. Aumentaba al proponer y le henchía de orgullo a cada propuesta recibida. Hacía muchos meses que Totmés no acudía al recinto sagrado de Isis, pese a las reiteradas llamadas de sus superiores. Desde aquella noche en que los fuegos de Alejandría se encendieron en su sangre, demostrándole sus capacidades para el mal, desde el momento en que todas las enseñanzas de los dioses no habían servido siquiera
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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
Entregada de lleno al placer <strong>que</strong> le proporcionaban todas las ramas de la sabiduría, se<br />
informó de los métodos de construcción seguidos en los antiguos templos del Nilo, pues<br />
e1 arte de su pueblo representaba para ella la culminación de <strong>un</strong>a habilidad y el<br />
perfeccionamiento de <strong>un</strong>a artesanía <strong>que</strong> era necesario recuperar a toda costa. <strong>No</strong><br />
comulgaba con la idea de <strong>que</strong> las portentosas edificaciones del período faraónico habían<br />
sido construidas siguiendo <strong>un</strong>a inspiración meramente religiosa. Por el contrario,<br />
coincidía con los <strong>que</strong> afirmaban <strong>que</strong> a<strong>que</strong>l excepcional legado surgió de <strong>un</strong>a<br />
extraordinaria preparación científica, basada en la razón y no en el cultivo de la<br />
superstición.<br />
Fascinada así por la antigua ciencia del Nilo, comprendió fácilmente <strong>que</strong> entre el canal<br />
<strong>que</strong> se disponía a abrir en el mar Rojo y las milenarias pirámides subyacía <strong>un</strong>a línea de<br />
racionalidad <strong>que</strong> ningún cataclismo consiguió destruir. Pues si bien era consciente de lo<br />
revolucionario de su empeño, tampoco ignoraba <strong>que</strong> muchas ideas de reforma habían<br />
sido acometidas en el pasado. Cuando alg<strong>un</strong>o de sus arquitectos llegaba proponiendo <strong>un</strong><br />
plan de irrigación en la zona de Menfis o Tebas, se encontraba con la sorpresa de <strong>que</strong><br />
algún faraón olvidado ya la emprendió mil años antes. Y, cuando no era así, los<br />
campesinos habían obrado por su cuenta y riesgo, acuciados por las necesidades de la<br />
vida cotidiana y aconsejados por la lógica de las <strong>fue</strong>rzas naturales.<br />
Cuando se enfrascaba en a<strong>que</strong>l tipo de polémicas, ya con los arquitectos, ya con los<br />
filósofos del museion o los historiadores del palacio, Cleopatra sentíase poseída por <strong>un</strong>a<br />
sensación de vejez <strong>que</strong> nada tenía <strong>que</strong> ver con sus años. Era algo <strong>que</strong> concernía a la<br />
tierra. El Nilo, tan lejos, tan a espaldas de su ciudad, la llamaba continuamente con <strong>un</strong>a<br />
<strong>fue</strong>rza completamente ajena a la hibridez alejandrina. El Nilo era <strong>un</strong>a <strong>fue</strong>rza primigenia<br />
<strong>que</strong> sustentaba su parte perdurable. Y la llamada <strong>que</strong> percibía era la de la eternidad.<br />
Hacia a<strong>que</strong>lla eternidad había mandado a Cesarión, convencida de <strong>que</strong> era <strong>un</strong><br />
requisito indispensable para su nueva situación en el m<strong>un</strong>do. El rey de reyes tenía <strong>que</strong><br />
ser ante todo faraón en Egipto y sólo comprendiendo su realidad llegaría a entender el<br />
m<strong>un</strong>do. De manera <strong>que</strong>, hipotecando <strong>un</strong>a vez más los ojos de Totmés, los mandó a<br />
ambos en la galera real hasta los últimos confines del río.<br />
Y el príncipe había respondido como se esperaba, pues sus cartas desde distintos<br />
p<strong>un</strong>tos del viaje demostraban <strong>un</strong> entusiasmo <strong>que</strong> su madre sólo le conocía en los<br />
as<strong>un</strong>tos referentes al ejercicio físico. Y a<strong>un</strong><strong>que</strong> antes destacase en todas las disciplinas<br />
del humanismo, como correspondía a <strong>un</strong> buen alejandrino, ning<strong>un</strong>a llegó a despertar<br />
tanta emoción en él como a<strong>que</strong>lla comprobación de <strong>que</strong> sus raíces se extendían mucho<br />
más allá del tiempo <strong>que</strong> podía recordar, mucho más al fondo del tiempo <strong>que</strong> registraron<br />
los cronistas a sueldo de sus antepasados.<br />
-Tiene <strong>un</strong> buen maestro -diría la reina, entre suspiros de añoranza-. Totmés, ministro<br />
de Isis, convertirá a nuestro rey de reyes en Cesarión el Egipcio.<br />
El carácter de Cesarión iba así progresando en la dirección <strong>que</strong> antes habían recorrido<br />
los ojos de su tutor. Y a<strong>un</strong><strong>que</strong> éstos aparecían enturbiados por <strong>un</strong>a sombra de<br />
escepticismo, provocada acaso por la caída de muchas de las cosas en las <strong>que</strong> antes<br />
había creído, continuaban manteniendo viva la llama <strong>que</strong> encendiese <strong>un</strong> caballero<br />
llamado Epistemo, años atrás, en la terraza de cierto templo de Hator. Y era aquélla <strong>un</strong>a<br />
llama constantemente alumbrada por <strong>un</strong> sentimiento vago, <strong>que</strong> se parecía al amor y en<br />
cambio lo excedía. Carecía de sus servidumbres y se alimentaba con todas sus virtudes.<br />
Se crecía al entregarse y estallaba al recibir. Aumentaba al proponer y le henchía de<br />
orgullo a cada propuesta recibida.<br />
Hacía muchos meses <strong>que</strong> Totmés no acudía al recinto sagrado de Isis, pese a las<br />
reiteradas llamadas de sus superiores. Desde a<strong>que</strong>lla noche en <strong>que</strong> los <strong>fue</strong>gos de<br />
Alejandría se encendieron en su sangre, demostrándole sus capacidades para el mal,<br />
desde el momento en <strong>que</strong> todas las enseñanzas de los dioses no habían servido siquiera