No digas que fue un sueño - Terenci Moix
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No digas que fue un sueño 169 Terenci Moix enfermizo, casi insustancial a quien la herencia del gran César parecía pesar como una losa. Un Octavio que aún se hacía querer. -Fuimos muy buenos amigos -dijo con un trémolo de emoción en su voz-. Y yo tengo a la amistad como una de las más sagradas misiones de los hombres que se precien de serlo. ¡Yo enseñé a Octavio a beber y a aguantar de pie una borrachera! Puse una espada en sus manos y le dije: «Tú saldrás de este cuartel convertido en un macho o no lo es Antonio»... --en este punto, la reina de Egipto dejó asomar una expresión de desagrado. Pero no consiguió arruinar el orgullo de Antonio ni apaciguar sus espectaculares aspavientos-. ¡Las cosas que vivimos juntos! En cierta ocasión necesitábamos dinero. Ningún prestamista se fiaba de nosotros... especialmente de mí, pues estaba cargado de deudas. Pero en aquella época no nos deteníamos ante tales nimiedades. Eran tiempos heroicos, reina mía. Decidimos explotar la confianza que, desde siempre, me han otorgado los dioses y entramos a saco en el templo de las Vestales. ¡Si hubieses visto el terror pintado en el rostro de aquellas santas mujeres! Sin duda temían que hiciésemos con ellas lo que aquella fenicia tuya, la ardiente Balkis, hizo con el pobre sacerdote de Isis. Pues bien, fue Octavio quien las arrinconó en la sala donde se venera el fuego sagrado y les dijo: «No temáis por vuestra pureza, señoras vírgenes. Para saciar nuestra excitación tenemos a las mujeres más bellas de Roma. Para llenar nuestras bolsas sólo contamos con vuestro dinero. Así que entregádnoslo al punto y guardad vuestra pureza para los dioses»... ¡Éste era Octavio! Gran muchacho, gran amigo y, además, mi más rendido admirador. Y hablaba con tanto orgullo que Cleopatra se permitió una mirada de conmiseración. Y tembló al pensar que naciones con dos mil años de antigüedad, culturas que habían sustentado al mundo, pudiesen caer algún día en manos de aquellos advenedizos. -Tu amigo Octavio cambia constantemente de oficio. Si antes era ladrón ahora es un vulgar casamentero. Te entregó a su hermana con la sola intención de fortalecer una unión que le beneficiaba a él. Se casó con esa tal Escribonia porque le interesaba estar a bien con su hermano Sexto Pompeyo. Si ahora son enemigos, se deshace de su esposa a fin de que los lazos familiares no puedan incomodarle. En resumen, este joven está instaurando un nuevo estilo en política. Los tratados sólo son válidos si pasan por el himeneo. -La reina de Egipto ve política en todas partes. Yo me limito a lamentar la pérdida de un buen amigo. -Ésta es la diferencia entre nosotros. Antonio cree que Octavio tenía sentimientos y, con los años, los ha perdido. Por lo tanto, le llora. Pero yo no puedo permitirme este lujo, porque estoy de acuerdo con los filósofos. Sé que el tiempo es el mayor tesoro que los dioses han puesto en nuestras manos. Así, pues, no puedo desperdiciarlo. La conversación quedó en suspenso. Con Cleopatra cada una se convertía en coloquio. Cada palabra, en motivo de meditación para su amante. -Siempre haces lo mismo -dijo él, desalentado-. Eres más que una reina camorrista: eres un ave de mal agüero. Llegué aquí riendo a causa de las cartas de Roma. Me marcho preocupado por lo que tú has querido leer en ellas. -Y éste es mi triunfo. Te quiero preocupado, porque sólo así serás vencedor. Rodeó con sus brazos el cuello del amante y le besó con un apasionamiento muy bien estudiado y mejor aprendido. Y cuando Marco Antonio estaba ya excitado, ella se apartó de su cuerpo y fue hacia la puerta, dirigiéndole un mohín de exquisita coquetería. -No es momento para el amor -dijo, mientras llamaba a Carmiana-. Tengo una sorpresa muy apta para divertirte. -¿De qué se trata? -preguntó Antonio, con la ilusión del niño que podía renacer en él a cada instante.
No digas que fue un sueño 170 Terenci Moix -Tú conoces la fama de los adivinos egipcios, pero nunca has consultado a los de la reina Cleopatra. -Sabes perfectamente que me encantan los oráculos. -Los oráculos no son de fiar, pues están en manos de los sacerdotes y éstos son interesados, rastreros y ruines en todos los países del mundo. Además, todo lo que está al servicio de los dioses es embustero por naturaleza, pues está destinado a elogiarlos e incluso a torcer el rumbo del destino en provecho de sus elogios. En cambio, un adivino habla sólo en nombre de la suerte. Y ésta es tan pobre, tan miserable, que ni siquiera dispone de medios para pagar un soborno. Carmiana había ido en busca del adivino y Antonio se sorprendió por la rapidez de su llegada, como si estuviese aguardando en la estancia contigua. Pero no hizo mayores averiguaciones y se dejó fascinar por el aspecto de aquel hombre y la actuación que les deparó. Al igual que los malabaristas egipcios, tan solicitados en los festines de Roma, el adivino vestía a la usanza clásica de su país, casi desterrada por la moda griega De manera que el faldón plisado, el collar de cuentas de cristal y el tocado que le cubría la cabeza lo convertían en un delicioso anacronismo. Pero su exuberancia era la propia de un charlatán del Alto Nilo, tal como Antonio tuvo ocasión de verlos y escucharlos durante su lejano viaje con Cleopatra. Cuando hubo gesticulado hasta lo indecible, cuando hubo pronunciado una retahíla de fórmulas mágicas que ni siquiera la reina de Egipto podía comprender, el adivino mostró unos bastoncillos de colores distintos y, después de cruzarlos varias veces, descruzarlos y volverlos a cruzar, se encontró en disposición de emitir su veredicto. -Perdona, mi reina, pero hoy los bastones sagrados sólo hablan del procónsul de Roma, aquí presente. -Y aquí atento -dijo Cleopatra-. Tus bastones son muy oportunos, porque lo que hoy me interesa saber concierne especialmente al procónsul. -¿Puedo hablar con absoluta franqueza, mi reina? -No sé si ordenártelo o rogártelo. Pero hazlo en cualquier caso y que sea rápido. -Veo aquí una actividad del procónsul que desconocía. Y salen en ellas bestias muy extrañas. -Si es una serpiente no dudes que es Cleopatra -rió la reina-. Y si hubiese otras no me las digas porque irás a dar con tus huesos en el calabozo más lóbrego. -Que sea en Alejandría para que resulte más dulce mi condena. Pero no ha de producirse porque no hay serpientes en mis bastones. Son... son... ¡codornices! Antonio se echó a reír. -Sí, además, ves gallos de combate, está claro que te estás refiriendo a mis juegos con Octavio -y, dirigiéndose a la reina, explicó-: Cuando no jugábamos a los dados, organizábamos peleas de gallos y codornices. Tu adivino es un genio. Y, además, posee la capacidad de devolverme momentos inolvidables. -No tanto, señor, no tanto. Pues veo en tus bastones que te enfurecías a menudo porque ese Octavio, a quien representa el bastoncillo negro, era más fuerte que tú en el juego. El semblante de Antonio se enfureció. No le gustaba divertir a su amante con las crónicas de derrotas tan lejanas. , -Tu fortuna es brillante -prosiguió el adivino, con acento grave-. Tu fortuna reluce. Pero ten mucho cuidado, mi señor, porque aquel muchacho que te ganaba a los dados, aquel gran domador de animales de lucha, puede hacerte sombra en cualquier momento. Y aún te diré más: mantente alejado de ese Octavio, no te acerques a él porque sus manos empuñan una lanza.
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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
-Tú conoces la fama de los adivinos egipcios, pero n<strong>un</strong>ca has consultado a los de la<br />
reina Cleopatra.<br />
-Sabes perfectamente <strong>que</strong> me encantan los oráculos.<br />
-Los oráculos no son de fiar, pues están en manos de los sacerdotes y éstos son<br />
interesados, rastreros y ruines en todos los países del m<strong>un</strong>do. Además, todo lo <strong>que</strong> está<br />
al servicio de los dioses es embustero por naturaleza, pues está destinado a elogiarlos e<br />
incluso a torcer el rumbo del destino en provecho de sus elogios. En cambio, <strong>un</strong> adivino<br />
habla sólo en nombre de la suerte. Y ésta es tan pobre, tan miserable, <strong>que</strong> ni siquiera<br />
dispone de medios para pagar <strong>un</strong> soborno.<br />
Carmiana había ido en busca del adivino y Antonio se sorprendió por la rapidez de su<br />
llegada, como si estuviese aguardando en la estancia contigua. Pero no hizo mayores<br />
averiguaciones y se dejó fascinar por el aspecto de a<strong>que</strong>l hombre y la actuación <strong>que</strong> les<br />
deparó. Al igual <strong>que</strong> los malabaristas egipcios, tan solicitados en los festines de Roma, el<br />
adivino vestía a la usanza clásica de su país, casi desterrada por la moda griega De<br />
manera <strong>que</strong> el faldón plisado, el collar de cuentas de cristal y el tocado <strong>que</strong> le cubría la<br />
cabeza lo convertían en <strong>un</strong> delicioso anacronismo. Pero su exuberancia era la propia de<br />
<strong>un</strong> charlatán del Alto Nilo, tal como Antonio tuvo ocasión de verlos y escucharlos durante<br />
su lejano viaje con Cleopatra.<br />
Cuando hubo gesticulado hasta lo indecible, cuando hubo pron<strong>un</strong>ciado <strong>un</strong>a retahíla de<br />
fórmulas mágicas <strong>que</strong> ni siquiera la reina de Egipto podía comprender, el adivino mostró<br />
<strong>un</strong>os bastoncillos de colores distintos y, después de cruzarlos varias veces, descruzarlos<br />
y volverlos a cruzar, se encontró en disposición de emitir su veredicto.<br />
-Perdona, mi reina, pero hoy los bastones sagrados sólo hablan del procónsul de<br />
Roma, aquí presente.<br />
-Y aquí atento -dijo Cleopatra-. Tus bastones son muy oport<strong>un</strong>os, por<strong>que</strong> lo <strong>que</strong> hoy<br />
me interesa saber concierne especialmente al procónsul.<br />
-¿Puedo hablar con absoluta fran<strong>que</strong>za, mi reina?<br />
-<strong>No</strong> sé si ordenártelo o rogártelo. Pero hazlo en cualquier caso y <strong>que</strong> sea rápido.<br />
-Veo aquí <strong>un</strong>a actividad del procónsul <strong>que</strong> desconocía. Y salen en ellas bestias muy<br />
extrañas.<br />
-Si es <strong>un</strong>a serpiente no dudes <strong>que</strong> es Cleopatra -rió la reina-. Y si hubiese otras no me<br />
las <strong>digas</strong> por<strong>que</strong> irás a dar con tus huesos en el calabozo más lóbrego.<br />
-Que sea en Alejandría para <strong>que</strong> resulte más dulce mi condena. Pero no ha de<br />
producirse por<strong>que</strong> no hay serpientes en mis bastones. Son... son... ¡codornices!<br />
Antonio se echó a reír.<br />
-Sí, además, ves gallos de combate, está claro <strong>que</strong> te estás refiriendo a mis juegos<br />
con Octavio -y, dirigiéndose a la reina, explicó-: Cuando no jugábamos a los dados,<br />
organizábamos peleas de gallos y codornices. Tu adivino es <strong>un</strong> genio. Y, además, posee<br />
la capacidad de devolverme momentos inolvidables.<br />
-<strong>No</strong> tanto, señor, no tanto. Pues veo en tus bastones <strong>que</strong> te enfurecías a menudo<br />
por<strong>que</strong> ese Octavio, a quien representa el bastoncillo negro, era más <strong>fue</strong>rte <strong>que</strong> tú en el<br />
juego.<br />
El semblante de Antonio se enfureció. <strong>No</strong> le gustaba divertir a su amante con las<br />
crónicas de derrotas tan lejanas. ,<br />
-Tu fort<strong>un</strong>a es brillante -prosiguió el adivino, con acento grave-. Tu fort<strong>un</strong>a reluce.<br />
Pero ten mucho cuidado, mi señor, por<strong>que</strong> a<strong>que</strong>l muchacho <strong>que</strong> te ganaba a los dados,<br />
a<strong>que</strong>l gran domador de animales de lucha, puede hacerte sombra en cualquier<br />
momento. Y aún te diré más: mantente alejado de ese Octavio, no te acer<strong>que</strong>s a él<br />
por<strong>que</strong> sus manos empuñan <strong>un</strong>a lanza.