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No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

Y retrocedía más siglos aún al instaurar la sucesión al trono de Egipto o, como dijeron<br />

los burlones de siempre, al lecho sagrado de Alejandría. La dinastía <strong>que</strong>daba salvada y él<br />

mismo aseguraría su conservación, pues tomaba para si el título de autocrátor, es decir,<br />

gobernante absoluto. Sería el brazo derecho de la reina y, durante <strong>un</strong> tiempo prudencial,<br />

ambos administrarían el país en nombre de Cesarión, <strong>que</strong> se convertía en el rey de<br />

reyes.<br />

Sólo en este p<strong>un</strong>to respiraron, aliviados, los amigos de Antonio:<br />

-Por lo menos no se ha coronado rey a sí mismo -exclamaban-. Si hay consecuencias<br />

las pagará el principito.<br />

Acababan de decretar el futuro de Cesarión.<br />

Cada tri<strong>un</strong>fo, cada cortejo, cada s<strong>un</strong>tuosa procesión preparada por Antonio devolvió a<br />

Alejandría <strong>un</strong>a reputación de fastuosidad <strong>que</strong> llevó a rivalizar con su prestigio como<br />

centro cultural. Del gran híbrido surgía <strong>un</strong> monstruo dorado cuyos tentáculos alcanzaban<br />

a la mismísima Roma, despertando la expectación de las almas más selectas, de los<br />

espíritus más sofisticados. Si Alejandría recibía sus ideas del mejor pensamiento<br />

occidental, radicado en la tradición griega, su fastuosidad se alimentaba de las<br />

costumbres de Oriente, con su refinamiento, su hedonismo y la idea de <strong>que</strong> todo placer<br />

tenia <strong>que</strong> ser más grande <strong>que</strong> la vida.<br />

En Roma, Octavio seguía los acontecimientos con manifiesta repugnancia. Su frialdad<br />

retrocedía horrorizada ante a<strong>que</strong>lla hoguera de placeres <strong>que</strong> ardía al otro lado del<br />

Mediterráneo; su tendencia a la austeridad se escandalizaba ante a<strong>que</strong>lla<br />

desproporcionada exhibición de lujo y boato. Y en su rechazo, todavía encontraba tiempo<br />

para temer el mayor de los males: en Alejandría crecía el único ser viviente <strong>que</strong> podía<br />

arrebatarle su derecho a proclamarse heredero legítimo del César. En Alejandría se iba<br />

desarrollando el infante <strong>que</strong> se estaba convirtiendo en objetivo de <strong>un</strong> odio mayor del <strong>que</strong><br />

Octavio sentía hacia la madre.<br />

-¡Demasiados Césares no son buenos para nadie! -solía exclamar.<br />

Y a<strong>un</strong><strong>que</strong> sus partidarios le tranquilizaban suponiendo <strong>que</strong> el buen criterio de la reina<br />

Cleopatra tri<strong>un</strong>faría sobre su audacia, lo cierto era <strong>que</strong> el corazón de Alejandría se<br />

preparaba a palpitar con la más intensa de las emociones <strong>que</strong> hasta entonces le habían<br />

sido deparadas. El entronamiento de Cesarión.<br />

En cuanto al corazón del príncipe, Cleopatra decidió prepararlo personalmente, al<br />

tiempo <strong>que</strong> esperaba revelarle las más recientes palpitaciones del suyo propio. Para ello<br />

recurrió a la oficialidad, como era su obsesión. El encuentro tendría lugar en el salón del<br />

trono y en presencia del prudente Sosígenes, n<strong>un</strong>ca tan necesario como en a<strong>que</strong>lla<br />

oport<strong>un</strong>idad.<br />

Apenas se había repuesto el príncipe de alg<strong>un</strong>os ejercicios violentos en la palestra<br />

cuando le an<strong>un</strong>ciaron la decisión de su madre. Totmés dedujo <strong>que</strong> su amigo estaba al<br />

corriente de todo, pero consideró prudente su actitud, pues éste fingía ignorancia. Se<br />

limitaba a comentar en tono jocoso alg<strong>un</strong>os sucesos de su árbol genealógico. Y lo hacía<br />

de forma tan virulenta <strong>que</strong> llegó a intimidar al joven sacerdote de Isis.<br />

Llegados a la sala del trono, Totmés se <strong>que</strong>dó j<strong>un</strong>to a la puerta esperando al príncipe,<br />

como solía hacer cuando consideraba su presencia innecesaria o inoport<strong>un</strong>a. Sin<br />

embargo aquélla era <strong>un</strong>a jornada especial. Y pudo comprobarlo al oír <strong>que</strong> la reina de<br />

Egipto decía al capitán Apolodoro:<br />

-Que pase también el sacerdote de Isis.<br />

El capitán le invitó a entrar. Se mostraba adusto con él, pues a<strong>un</strong><strong>que</strong> había reconocido<br />

su inocencia en la muerte de su amada Balkis, recordaba <strong>que</strong> él <strong>fue</strong> la única causa de la<br />

misma y su sola presencia le hacía pensar en ella con dolor. También Totmés sentíase<br />

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