No digas que fue un sueño - Terenci Moix
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No digas que fue un sueño 159 Terenci Moix se llenaron de cascajos y desperdicios y pronto hubo manchas de aceite y restos de comida. Gritaron los vigías que estaban atravesando las gigantescas cloacas de Alejandría. Y Marco Antonio encontró en aquel arribo una nueva señal de su propia decrepitud. De repente apareció el faro, la impresionante manifestación de la benevolencia de la ciudad para con todas las almas errantes, todos los olvidados de la vida, todos los mendigos del alma. El faro, maravilla del mundo, estaba allí para recordarle que Alejandría era el hogar. Y con sus luces insistentes parecía repetir: «Éste es Eunosto, el puerto del buen regreso. Ésta es la ciudad de la buena acogida, el paraíso del buen olvido, el lugar que desde la antigüedad más remota sirvió a los marineros para encontrar los caminos más difíciles, las peregrinaciones más arriesgadas. Esto es Eunosto, consuelo de las almas afligidas». La particular disposición de Alejandría, que está edificada sobre un terreno completamente llano, no permitía ver el puerto hasta que ya casi se estaba en él. Pero esto no fue óbice para que los marineros empezasen a saltar por la cubierta, enloquecidos por la ventolera de febril agitación que llegaba de la ciudad. Y el esclavo Orión suplicó a Antonio que compusiese su aspecto, porque en verdad era lastimoso. No se había lavado en varios días, sus ojos continuaban enrojecidos y la barba, al no estar cuidada, mostraba muchas más canas de lo normal. Pero Antonio desechó los consejos del esclavo y fijó su mirada a lo lejos, en el punto donde empezaban a emerger los dos puertos y, tras ellos, las formas de la ciudad. Y quiso invocar al viento con un aullido feroz, porque finalmente estaban en Alejandría. ¡Hermosa, altiva, reluciente como él la recordaba! Allí aparecía con sus múltiples palacios de mármol blanco, con las diáfanas escalinatas que comunicaban sus frondosos parques, con el empaque impresionante de sus templos. ¡Allí estaba, híbrida como su historia y majestuosa como el orgullo de quienes la gobernaron! Y el sol le arrancaba tales resplandores que la ciudad entera parecía un himno de triunfo. Y así eran los cánticos que el viento transportaba desde el puerto. ¡La ciudad estaba en fiestas! La ciudad estaba consagrada a una ceremonia apoteósica, que se brindaba por entero a modo de bienvenida. Una ingente multitud, ataviada como en las grandes festividades, se había trasladado al puerto nuevo. El gentío lo llenaba hasta el último rincón y los que no cabían se encaramaban por las escalinatas de los palacios, se colgaban de los- frontones de la gran biblioteca, se sujetaban a los afilados obeliscos cuyas puntas parecían de acuerdo para recoger los rayos de sol y proyectarlos al unísono hacia la nave de Antonio. Los oficiales romanos permanecían perplejos en cubierta. Y alguno decidió que se habían equivocado de ciudad o los alejandrinos de barco. -Extraña manera de recibir a los derrotados -comentó Enobarbo. Pero Antonio no contestó. Allí, en medio de la multitud, presidiéndola con los más fulgurantes destellos que jamás despidiese hembra alguna, estaba ella. ¡Cleopatra, al fin! La estrella que iluminaba el final de sus caminos. No vestía el traje ceremonial. No fingía ser Isis, ni cualquier otra de las divinidades oficiales que tanto prestigio dan a cualquier ceremonia. Vestía un manto azul que le cubría la cabeza al modo de las castas esposas anhelantes de recibir en su regazo el último aliento del guerrero. Y en la distancia dijérase Penélope que acababa de abandonar su tapiz por unas horas. Mientras avanzaba hacia la reina, vio Antonio que estaba rodeada por sus íntimos y que tampoco ellos iban vestidos a la manera oficial. Más allá, junto al fiel Sosígenes, se encontraba el heredero del trono, Cesarión, con sus frondosos y negros rizos parecidos a los del propio Antonio. Junto al muchacho, un joven sacerdote de Isis, según daba a
No digas que fue un sueño 160 Terenci Moix entender la cabeza afeitada. Y aun dentro del aturdimiento que le dominaba, Marco Antonio pudo pensar: «Éste debe de ser el violado». Pero no tuvo tiempo de ir más allá, pues acababa de descubrir a sus propios hijos, a los dos gemelos, y junto a ellos, a una robusta nodriza que sostenía en sus brazos al más pequeño de todos: el reciente Tolomeo Filadelfo. Y, por fin, ella. Por fin sus ojos profundos, sus labios hinchados en un sesgo de éxtasis que ni siquiera habla conocido en los momentos de máximo placer. Todo su rostro contraído en una expresión de entrega absoluta, en una sonrisa que la hacía parecer la representación misma de la serenidad. Antonio se avergonzó de su propio aspecto. Sentíase sucio, miserable, envejecido. Y era tan consciente de ello que cerró los ojos y los apretó fuertemente, como si intentase buscar refugio en lo más profundo de su vergüenza. Pero al abrirlos, vio que la reina Cleopatra Séptima, hija de Isis, soberana de las dos tierras, se había arrodillado y, quitándose el manto, dejaba caer su abundante cabellera y la posaba dulcemente sobre sus pies, para limpiarlos del polvo de tantos caminos. -Bien venido a Eunosto, Marco Antonio. Bien venido al puerto del buen regreso. La multitud rompió en vítores, las trompetas lanzaron al aire unos sones clamorosos, los sacerdotes iniciaron un salmo de agradecimiento. Y de los enrojecidos ojos de Antonio brotaron, por fin, las lágrimas. -Estoy muy cansado -murmuró, de modo que sólo Cleopatra pudiese oírle-. Es como si hubiera muerto. Cleopatra se incorporó. Era cierto que parecía un muerto en vida. Pero ella tomó su mano con extraordinario vigor. Y puso todas sus fuerzas al exclamar, en un desgarro: -Has vuelto a casa, amor mío. Sé que has vuelto para no irte jamás. Y, ya en tu casa y con tu amada, no tienes nada que temer. Levantó su brazo y el de Antonio, unidos ambos por una mano que dominaba sin herir, que intentaba transmitirle toda la fuerza de la decisión, pero también toda la ternura de un amor, renovado. Y gritó a la multitud: -Da gracias a los dioses, pueblo de Egipto, porque ha vuelto un amigo. Que se inscriba en todos los templos, en todos los obeliscos y en vuestros corazones. Marco Antonio, amigo de Egipto, ha devuelto la felicidad a Alejandría. Y de la mano de su amante entró en el templo de Serapis para celebrar una ceremonia de acción de gracias que se prolongaría hasta el próximo plenilunio. -Cleopatra, llego a ti como un mendigo. Amores inmortales han nacido de la mendicidad de un instante... En la terraza de la reina, Marco Antonio sintió de nuevo el impacto del lujo. Toda la negrura que sus ojos habían almacenado durante los últimos meses se vio llena de luces. Los bancos de mármol, los mosaicos multicolores, las murallas evocando idilios bucólicos, le devolvieron al tiempo de la belleza. Y tembló al pensar que había estado a punto de acostumbrarse a vivir sin estar rodeado de cosas bellas. Ella le abrió los brazos, dándosele por entero. Si un día le admiró su arrogancia, hoy le arrebataba su caída. Iba hacia él sabiéndolo, iba hacia él conociendo sus limitaciones, asumiendo las cosas que jamás seria aun cuando ella soñó que podría serlo todo. Su aspecto fatigado, su torpeza en el andar, sus gestos retardados la sumían en una extrafia sensación que, aun siendo misericordiosa, se sublimaba para convertirse en un deseo total, en un fervor absoluto. -Descansa, Marco Antonio. Y hazlo en mi regazo, porque has regresado a él sin saber que de él habías nacido.
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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
entender la cabeza afeitada. Y a<strong>un</strong> dentro del aturdimiento <strong>que</strong> le dominaba, Marco<br />
Antonio pudo pensar: «Éste debe de ser el violado». Pero no tuvo tiempo de ir más allá,<br />
pues acababa de descubrir a sus propios hijos, a los dos gemelos, y j<strong>un</strong>to a ellos, a <strong>un</strong>a<br />
robusta nodriza <strong>que</strong> sostenía en sus brazos al más pe<strong>que</strong>ño de todos: el reciente<br />
Tolomeo Filadelfo.<br />
Y, por fin, ella. Por fin sus ojos prof<strong>un</strong>dos, sus labios hinchados en <strong>un</strong> sesgo de éxtasis<br />
<strong>que</strong> ni siquiera habla conocido en los momentos de máximo placer. Todo su rostro<br />
contraído en <strong>un</strong>a expresión de entrega absoluta, en <strong>un</strong>a sonrisa <strong>que</strong> la hacía parecer la<br />
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Antonio se avergonzó de su propio aspecto. Sentíase sucio, miserable, envejecido. Y<br />
era tan consciente de ello <strong>que</strong> cerró los ojos y los apretó <strong>fue</strong>rtemente, como si intentase<br />
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Cleopatra Séptima, hija de Isis, soberana de las dos tierras, se había arrodillado y,<br />
quitándose el manto, dejaba caer su ab<strong>un</strong>dante cabellera y la posaba dulcemente sobre<br />
sus pies, para limpiarlos del polvo de tantos caminos.<br />
-Bien venido a E<strong>un</strong>osto, Marco Antonio. Bien venido al puerto del buen regreso.<br />
La multitud rompió en vítores, las trompetas lanzaron al aire <strong>un</strong>os sones clamorosos,<br />
los sacerdotes iniciaron <strong>un</strong> salmo de agradecimiento. Y de los enrojecidos ojos de<br />
Antonio brotaron, por fin, las lágrimas.<br />
-Estoy muy cansado -murmuró, de modo <strong>que</strong> sólo Cleopatra pudiese oírle-. Es como si<br />
hubiera muerto.<br />
Cleopatra se incorporó. Era cierto <strong>que</strong> parecía <strong>un</strong> muerto en vida. Pero ella tomó su<br />
mano con extraordinario vigor. Y puso todas sus <strong>fue</strong>rzas al exclamar, en <strong>un</strong> desgarro:<br />
-Has vuelto a casa, amor mío. Sé <strong>que</strong> has vuelto para no irte jamás. Y, ya en tu casa<br />
y con tu amada, no tienes nada <strong>que</strong> temer.<br />
Levantó su brazo y el de Antonio, <strong>un</strong>idos ambos por <strong>un</strong>a mano <strong>que</strong> dominaba sin<br />
herir, <strong>que</strong> intentaba transmitirle toda la <strong>fue</strong>rza de la decisión, pero también toda la<br />
ternura de <strong>un</strong> amor, renovado. Y gritó a la multitud:<br />
-Da gracias a los dioses, pueblo de Egipto, por<strong>que</strong> ha vuelto <strong>un</strong> amigo. Que se<br />
inscriba en todos los templos, en todos los obeliscos y en vuestros corazones. Marco<br />
Antonio, amigo de Egipto, ha devuelto la felicidad a Alejandría.<br />
Y de la mano de su amante entró en el templo de Serapis para celebrar <strong>un</strong>a<br />
ceremonia de acción de gracias <strong>que</strong> se prolongaría hasta el próximo plenil<strong>un</strong>io.<br />
-Cleopatra, llego a ti como <strong>un</strong> mendigo.<br />
Amores inmortales han nacido de la mendicidad de <strong>un</strong> instante...<br />
En la terraza de la reina, Marco Antonio sintió de nuevo el impacto del lujo. Toda la<br />
negrura <strong>que</strong> sus ojos habían almacenado durante los últimos meses se vio llena de<br />
luces. Los bancos de mármol, los mosaicos multicolores, las murallas evocando idilios<br />
bucólicos, le devolvieron al tiempo de la belleza. Y tembló al pensar <strong>que</strong> había estado a<br />
p<strong>un</strong>to de acostumbrarse a vivir sin estar rodeado de cosas bellas.<br />
Ella le abrió los brazos, dándosele por entero. Si <strong>un</strong> día le admiró su arrogancia, hoy<br />
le arrebataba su caída. Iba hacia él sabiéndolo, iba hacia él conociendo sus limitaciones,<br />
asumiendo las cosas <strong>que</strong> jamás seria a<strong>un</strong> cuando ella soñó <strong>que</strong> podría serlo todo. Su<br />
aspecto fatigado, su torpeza en el andar, sus gestos retardados la sumían en <strong>un</strong>a<br />
extrafia sensación <strong>que</strong>, a<strong>un</strong> siendo misericordiosa, se sublimaba para convertirse en <strong>un</strong><br />
deseo total, en <strong>un</strong> fervor absoluto.<br />
-Descansa, Marco Antonio. Y hazlo en mi regazo, por<strong>que</strong> has regresado a él sin saber<br />
<strong>que</strong> de él habías nacido.