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No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

158<br />

<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

hielo de la derrota y la gelidez de los cadáveres, mientras las costas de Asia llegaban a<br />

sus ojos y se alejaban al instante, corno si <strong>fue</strong>sen producto de la alucinación.<br />

Al deslizarse más allá de los acantilados, el sol corría a h<strong>un</strong>dirse en las olas oscuras.<br />

Dijéranse arcanos divinos <strong>que</strong> hasta entonces estuviesen escondidos en lo más prof<strong>un</strong>do<br />

del mar.<br />

Pero este mar, estas costas, ya no eran los prodigiosos espacios, llenos de vida, <strong>que</strong><br />

cantó la épica de sus amados griegos. Era, por el contrario, el océano f<strong>un</strong>esto, infernal,<br />

al <strong>que</strong> tanto temían los egipcios.<br />

Y entonces comprendió hasta qué p<strong>un</strong>to se hallaba dividida su alma. Ya no tenía la<br />

certeza, típicamente romana, de <strong>que</strong> el m<strong>un</strong>do empezaba y terminaba en sí mismo.<br />

Abandonados los ímpetus del tri<strong>un</strong>fador, su alma ya no se complacía en el vigor<br />

patriótico, en la in<strong>que</strong>brantable fe en los grandes ideales <strong>que</strong> habían sustentado toda su<br />

carrera. ¡<strong>No</strong>!<br />

Su alma estaba fragmentada en dos espejismos distintos <strong>que</strong>, sin embargo, confluían<br />

en <strong>un</strong> p<strong>un</strong>to común. De <strong>un</strong> lado, el m<strong>un</strong>do griego, <strong>que</strong> alimentase las ansias míticas de<br />

su juventud; del otro a<strong>que</strong>l m<strong>un</strong>do, misterioso y desconocido, <strong>que</strong> radicaba toda su<br />

<strong>fue</strong>rza a orillas del Nilo.<br />

Cleopatra, criatura de dos m<strong>un</strong>dos, había conseguido sumirle en la misma corriente<br />

contradictoria <strong>que</strong> caracterizaba a Alejandría: <strong>un</strong>a corriente <strong>que</strong> le alejaba cada vez más<br />

de sus orígenes. Y descubrió así <strong>que</strong> no estaba vacío, <strong>que</strong> sólo había sustituido <strong>un</strong><br />

m<strong>un</strong>do interior por otros mucho más complejos, y acaso más valiosos.<br />

De repente, su derrota empezó a existir en f<strong>un</strong>ción del amor de Cleopatra. Sólo podía<br />

pensar en ella. Debería enfrentarse a su pletórica majestad con las manos vacías; con<br />

las manos cortadas. Iba hacia su esplendor completamente mutilado de la gloria con<br />

cuyos destellos pretendió deslumbrarla en el pasado. Era <strong>un</strong> mendigo <strong>que</strong> sólo podía<br />

aspirar a la piedad de <strong>un</strong>a diosa.<br />

Pasaban las horas, pasaban los días y el mar continuaba oscuro y el cielo plomizo. El<br />

general apenas probaba la comida, por más <strong>que</strong> sus oficiales le instaran a hacerlo.<br />

Seguía imperturbable, en la misma posición <strong>que</strong> adoptó cuando partieron de Antioquía.<br />

Envuelto de pies a cabeza por <strong>un</strong>a burda capa de lana, contemplaba el paso de los<br />

mares. Y el viento era tan afilado, sus flagelos tan cortantes, <strong>que</strong> abrieron nuevos surcos<br />

en su rostro.<br />

-¡Reina divina! -susurraba-. Ten piedad de este mendigo. <strong>No</strong> lo arrojes de tu lado.<br />

A veces surgían diminutas islas <strong>que</strong> recordaban lejanamente a la vida. Pero era <strong>un</strong>a<br />

impresión fugaz, pues las islas se perdían a lo lejos, como si el mar se las llevase<br />

consigo y no como si el barco las dejase atrás. Por<strong>que</strong> el navío parecía inmovilizado en<br />

<strong>un</strong> fragmento del tiempo <strong>que</strong> ya n<strong>un</strong>ca evolucionaría. Y así pasaban pe<strong>que</strong>ños<br />

archipiélagos, acantilados embravecidos, playas inmensas como la soledad del alma. El<br />

agua continuaba siendo oscura, con el color de los minerales <strong>que</strong> acarrean el infort<strong>un</strong>io a<br />

los humanos. Y los abismos submarinos parecían <strong>un</strong>a prolongación de los acantilados,<br />

brutalmente escindidos, cruelmente asesinados por el mar.<br />

-¡Seré tu esclavo! -susurraba bajo las estrellas-. Seré lo <strong>que</strong> tú quieras <strong>que</strong> sea. Pero<br />

recíbeme en tus brazos, reina del amor. Apiádate de Marco Antonio.<br />

Y las estrellas continuaban presidiendo el despliegue de su agonía al tiempo <strong>que</strong><br />

dirigían la navegación hacia las costas del en<strong>sueño</strong>. Y tanto las miró <strong>que</strong> hasta hablaba<br />

con ellas y les preg<strong>un</strong>taba sobre su destino, y <strong>que</strong>ría saber cuál de entre todas era la de<br />

Egipto por<strong>que</strong> sabía <strong>que</strong>, en su deslumbrante tintineo, aparecería el rostro de Cleopatra.<br />

Hasta <strong>que</strong> <strong>un</strong> día el mar perdió su color oscuro y las olas se alegraron con la diáfana<br />

claridad de <strong>un</strong> sol <strong>que</strong> llegaba de la costa, a la cual había llegado antes, procedente de<br />

los vastos desiertos de África. Las aguas perdieron la limpieza irreprochable del acero y

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