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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
147<br />
<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
-Ésta es la noticia <strong>que</strong> trajo ahora mismo el soldado procedente de Partía -dijo la<br />
nodriza de sus hijos.<br />
-¿Sabéis adónde se dirigía? -preg<strong>un</strong>tó Octavia.<br />
-A casa de tu hermano, por supuesto. Y hasta se sentía culpable, pues entendía <strong>que</strong><br />
era su obligación informarle a él antes <strong>que</strong> a nadie. Pero su esposa le dijo <strong>que</strong> las<br />
mujeres son las primeras <strong>que</strong> deben dolerse en estos casos. Pues son quienes corren a<br />
<strong>que</strong>mar incienso a la casa de las Vírgenes Vestales.<br />
Octavia tomó <strong>un</strong>a decisión repentina y más necesaria <strong>que</strong> meditada. Apoyándose en el<br />
hombro de su servidor preferido, dijo:<br />
-Dulce Adonis, dispón <strong>que</strong> preparen inmediatamente mi litera. Voy a desplazarme a la<br />
ciudad. Es preciso <strong>que</strong> llegue a casa de mi hermano al mismo tiempo <strong>que</strong> el mensajero.<br />
Mientras los esclavos corrían a disponer su litera, mientras Adonis se apresuraba a<br />
encontrar su estola más elegante -por tanto, la menos vistosa-, Octavia reaccionó con<br />
cierta nostalgia, pues era la estola <strong>que</strong> llevó en su último encuentro con Antonio en<br />
Roma. Un día particularmente cruel y, por lo tanto, <strong>un</strong>a memoria desgraciada cuyas<br />
consecuencias arrastraba todavía en sus constantes disputas con su hermano.<br />
Como ella misma, su recuerdo seguía dividido, su memoria navegaba bajo dos<br />
estandartes. Mientras Octavio intentaba convencerla de <strong>que</strong> debía abandonar la casa de<br />
Antonio donde su presencia era vana y acaso ridícula, el recuerdo de éste navegaba<br />
libremente, como <strong>un</strong> corsario loco <strong>que</strong> quisiera imponer su vol<strong>un</strong>tad contra todas las<br />
leyes de la razón.<br />
<strong>No</strong> había vuelto a verle desde el nacimiento de su tercer hijo (<strong>un</strong> niño <strong>que</strong>, en opinión<br />
del indiscreto Adonis, «llegaba tarde a todo»). Y recordaba a<strong>que</strong>lla ocasión con especial<br />
ternura -o cuanto menos simpatía- por<strong>que</strong> en ella se mostró lo mejor del Antonio <strong>que</strong><br />
ella había amado. Y recordó la ingenuidad de su orgullo cuando le inscribió a la criatura<br />
en el registro civil, jactándose de su nacimiento como otra gesta heroica, propia del<br />
mortal <strong>que</strong> supera a los dioses en lo de dar a la república más vástagos <strong>que</strong> granos tiene<br />
la arena del desierto.<br />
Arena del desierto era ya el recuerdo de su última presencia. Un recuerdo más, <strong>un</strong><br />
viento ni bueno ni malo; algo <strong>que</strong> soplaba, simplemente. Un amuleto <strong>que</strong> <strong>que</strong>dó<br />
colgando del cuello del niño, para <strong>que</strong> le protegiese de los azares del m<strong>un</strong>do. Un cumplir<br />
con los deberes de todo padre romano para luego marcharse a esparcir, por algún lugar<br />
de Oriente, sus cariños de esposo.<br />
Con ser <strong>un</strong>a evidencia, la situación no influyó en las decisiones de Octavia, a<strong>que</strong>lla<br />
mañana en <strong>que</strong> conoció la derrota del Antonio guerrero.<br />
Una vez más, se dirigía a defender al esposo contra las iras del hermano. Y a<strong>un</strong><strong>que</strong><br />
intentaba acorazarse contra la severidad implacable de este último, reconoció <strong>que</strong> en el<br />
fondo no la amedrentaba en absoluto. Al fin y al cabo contaba, con <strong>un</strong>a ventaja <strong>que</strong> los<br />
demás desconocían: era la única persona capaz de arrancar la máscara de severidad <strong>que</strong><br />
cubría el rostro de Octavio y descubrir <strong>que</strong>, en él, había amor. Y mucho.<br />
Por extraño <strong>que</strong> pudiese parecer a su carácter glacial, enemigo de toda extroversión,<br />
Octavio la amaba entrañablemente. Sus virtudes iban más allá del prestigio y<br />
despertaban el único afecto verdadero <strong>que</strong> había sentido en toda su vida. O acaso no<br />
<strong>fue</strong>se el único. Pues en algún espacio de su corazón, en el más singular sin duda,<br />
guardaba otro pedazo de sentimiento para su enemigo más odiado. Para Marco Antonio,<br />
precisamente.<br />
Las almas heladas reservan a menudo esta suerte de sorpresas <strong>que</strong> <strong>un</strong> espíritu<br />
ardiente y abierto sería incapaz de comprender. Así, el odio entre los dos hombres <strong>que</strong><br />
se disputaban el dominio del m<strong>un</strong>do podía transfigurarse en amor sincero <strong>que</strong> no nacía<br />
de los tri<strong>un</strong>fos repartidos, sino de los momentos de ocio <strong>que</strong> llegaron a compartir. De