No digas que fue un sueño - Terenci Moix
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No digas que fue un sueño 141 Terenci Moix Y en verdad se diría que había sido mordido por una rata de la Cloaca Magna. De nuevo en sus aposentos cayó de rodillas, llevó sus manos al interior de su túnica y hundió sus uñas en la carne hasta que empezó a sangrar. -¡Balkis, perra maldita! ¿De qué ralea es tu belleza, que así me precipita en la agonía? En su locura reparó en una pequeña escultura de Isis que parecía observarle burlonamente desde una pequeña hornacina abierta en la pared, junto a su cama. Levantó la mano hacia la estatua y, cuando la hubo aferrado con todas sus fuerzas, la arrojó contra el suelo, de manera que la divinidad quedó rota en numerosos pedazos. El mayor de ellos formaba una piedra puntiaguda parecida a los cuchillos que utilizan los sacerdotes de Menfis cuando abren las entrañas de los bueyes sagrados en las ceremonias del embalsamamiento. Hundió la afilada piedra de Isis contra su pecho e, inmediatamente, la empujó hacia bajo, de manera que abrió una herida tan profunda como su deseo. Y luego se clavó la piedra en el costado, en los muslos, en el brazo y a cada herida que se infligía aullaba como un coyote herido. Hasta que no pudo más y cayó rendido sobre su propia sangre. Súbitamente se abrió la puerta y la luna bañó sus heridas con tal cantidad de luz que su profundidad aumentó para bebérsela. En el centro de aquella cegadora claridad apareció Balkis, la fenicia. Y él vio que estaba completamente desnuda y los rojos cabellos se pegaban a su piel, revestida a su vez por un sudor sutil, distinto, semejante al bálsamo de las magnolias. -Estoy enferma de ti -gemía Balkis-. Y por estarlo tanto percibo tu fiebre y maldigo la obcecación que te lleva a resistirte contra el remedio. -Mi fiebre es funesta. Que los dioses me castiguen con una muerte sin sepultura, pues he caído en la abominación... La mujer se arrodilló junto a aquel cuerpo maltrecho y fue acariciando sus heridas, una a una, sin encontrar resistencia. Y luego las besó y bebió su sangre bajo los rayos de la luna hinchada. -Tómame ya -dijo Totmés-. Destrúyeme con tu saña, pues está escrito que toda resistencia es inútil cuando los cielos se han vuelto sordos a los desesperados ruegos de los santos. Por tres veces gozó Balkis de su víctima y por tres veces se llenó el palacio de aullidos que parecían de placer y, sin embargo, eran de desesperanza. Pues nunca hubo éxtasis que pudiese compararse tanto a la agonía como aquel que conoció Totmés sobre su propia sangre. Y cuando volvió en sí, la hermosa Balkis yacía a su lado y le acariciaba el pecho con una ternura que él jamás le hubiese supuesto. Y su voz era dulce y sus palabras estaban llenas de amor. Cuando la luna empezaba a retirarse de su campo estrellado, cuando su luz empezaba a empalidecer y la fuerza de sus rayos menguaba, Balkis dijo aTotmés: -Mi corazón estaba en lo cierto cuando me indicó que tú eras mi hermano. Y mi cuerpo entero resplandece porque sabe que a partir de esta noche ya no volverá a estar solo. -No lo estará, mujer, porque mi odio ha de acompañarte durante todos los días de tu vida. En tales noches como hoy, los campesinos celebran la llegada de la luna sacrificando un cerdo a Osiris. Tú me has sacrificado a mí, y verdaderamente has acertado en la víctima, porque ante mis dioses yo debo de ser hoy mucho más repulsivo que todos los cerdos de Egipto. Pero has sido tú quien me ha reducido a tal condición. Y por hacerlo buscaré tu mal y haré que cada uno de tus días sólo sirva para maldecir al que ha de seguirlo.
No digas que fue un sueño 142 Terenci Moix -Calla, Totmés, pues me hieres profundamente. Calla, porque al negarte al amor me haces más daño que cuando me negabas tu deseo. -Sobre mi sangre lo has tomado. Pues bien, mucha más brotará de tus ojos porque lo que has colmado no es nada si se compara a lo que nunca tendrás. Has puesto en mis manos el arma con la qué puedo matarte lentamente. Me has dado el amor, para que pueda ir cortando tu alma a pedazos, para que pueda sangrarte hasta que tu corazón quede completamente seco. Sólo entonces habrá cumplido la luna su venganza. La hermosa Balkis se incorporó con el horror pintado en su rostro. Y echó toda la cabellera hacia atrás para apartarla del pecho del amado. -Eres perverso, Totmés -gimió en su tortura-. Lo fuiste cuando me negabas tu cuerpo, porque estabas negando a la naturaleza. Lo eres ahora, cuando pretendes estrangularme con el más precioso pañuelo que pudo tejer mi alma. -Si este pañuelo es el amor que sientes por mí, utilízalo para colgarte. Hay en el jardín de la reina árboles dignos de tu belleza y de tu noble linaje. Consuma en ellos tu acción, porque cuanto has hecho era contra ti misma. Y cuantos suplicios te infligiré a partir de ahora me han sido enseñados por tus artes. Balkis exhaló un aullido pavoroso y salió corriendo en dirección al gineceo. Pero al día siguiente declararon las mujeres que nadie la vio entrar ni nadie la vio salir. Y por todos los rincones del palacio se buscó su presencia o el recuerdo de la misma o la prueba de que estuvo allí o dejó de estar. Dijeron después que si resbaló, opinaron si tendría vértigo, hablaron de algún ladrón. Pero cualesquiera que fuesen las opiniones, todos lloraron por su suerte y el estado en que quedó su cuerpo, tan maravilloso horas antes. Pues apareció estrellado contra las rocas que servían de base a la muralla exterior del palacio de Cleopatra. Y las olas lamían aquella espléndida desnudez que todavía admiró a quienes la encontraron. Pero los cangrejos habían devorado su rostro, y cuando el capitán Apolodoro buscó los labios que no había llegado a besar sólo encontró un pozo informe, monstruoso, que recordaba al de los cadáveres que no han sido embalsamados y se pudren en las arenas del desierto. Y lloró el capitán con lágrimas de sangre, como si fuese él, y no Balkis, quien hubiera poseído el cuerpo martirizado de Totmés. Cuando éste conoció la noticia se encontraba junto a su único amigo, el príncipe Cesarión, que había acudido rápidamente a su lecho al informarle los médicos del lamentable estado en que se encontraba. Y lloró también el muchacho porque pensó que sus habituales bromas sobre la virginidad del mentor habían sido las causantes de aquellos tristes sucesos. Pero pronto comprendió que eran los demás quienes deben hacerse cargo de sus propias acciones y que no es culpable el hombre que siembra la semilla sino aquel que, cuando la ve crecer en planta, sabe enderezarla o torcerla según su voluntad. Y con esta lección convertida en sabiduría, el príncipe Cesarión dejó atrás la infancia para siempre. Con su madurez recién inaugurada intentaba consolar a su amigo, el sacerdote loco... -Verdaderamente eres afortunado porque has conocido de una vez los goces del amor... -Tengo miedo, mi príncipe, mucho miedo. -¿De quién, Totmés? Díselo a tu amigo para que pueda defenderte. -De mí mismo, porque ahora sé que puedo asesinar, aun sin ser un asesino. Y veo también que ésta es la maldición que pesa sobre todos los humanos. Porque quise defenderme, hice daño. Porque supliqué tu ayuda y preferiste el sueño, me lo hiciste tú a mí. Me asesinaron, después, los sacerdotes de mi culto, los mismos que me hicieron lo que soy. Y yo asesiné a Balkis y la muerte de ésta destroza la vida del capitán
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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
-Calla, Totmés, pues me hieres prof<strong>un</strong>damente. Calla, por<strong>que</strong> al negarte al amor me<br />
haces más daño <strong>que</strong> cuando me negabas tu deseo.<br />
-Sobre mi sangre lo has tomado. Pues bien, mucha más brotará de tus ojos por<strong>que</strong> lo<br />
<strong>que</strong> has colmado no es nada si se compara a lo <strong>que</strong> n<strong>un</strong>ca tendrás. Has puesto en mis<br />
manos el arma con la qué puedo matarte lentamente. Me has dado el amor, para <strong>que</strong><br />
pueda ir cortando tu alma a pedazos, para <strong>que</strong> pueda sangrarte hasta <strong>que</strong> tu corazón<br />
<strong>que</strong>de completamente seco. Sólo entonces habrá cumplido la l<strong>un</strong>a su venganza.<br />
La hermosa Balkis se incorporó con el horror pintado en su rostro. Y echó toda la<br />
cabellera hacia atrás para apartarla del pecho del amado.<br />
-Eres perverso, Totmés -gimió en su tortura-. Lo fuiste cuando me negabas tu cuerpo,<br />
por<strong>que</strong> estabas negando a la naturaleza. Lo eres ahora, cuando pretendes<br />
estrangularme con el más precioso pañuelo <strong>que</strong> pudo tejer mi alma.<br />
-Si este pañuelo es el amor <strong>que</strong> sientes por mí, utilízalo para colgarte. Hay en el<br />
jardín de la reina árboles dignos de tu belleza y de tu noble linaje. Consuma en ellos tu<br />
acción, por<strong>que</strong> cuanto has hecho era contra ti misma. Y cuantos suplicios te infligiré a<br />
partir de ahora me han sido enseñados por tus artes.<br />
Balkis exhaló <strong>un</strong> aullido pavoroso y salió corriendo en dirección al gineceo. Pero al día<br />
siguiente declararon las mujeres <strong>que</strong> nadie la vio entrar ni nadie la vio salir. Y por todos<br />
los rincones del palacio se buscó su presencia o el recuerdo de la misma o la prueba de<br />
<strong>que</strong> estuvo allí o dejó de estar.<br />
Dijeron después <strong>que</strong> si resbaló, opinaron si tendría vértigo, hablaron de algún ladrón.<br />
Pero cualesquiera <strong>que</strong> <strong>fue</strong>sen las opiniones, todos lloraron por su suerte y el estado en<br />
<strong>que</strong> <strong>que</strong>dó su cuerpo, tan maravilloso horas antes. Pues apareció estrellado contra las<br />
rocas <strong>que</strong> servían de base a la muralla exterior del palacio de Cleopatra. Y las olas<br />
lamían a<strong>que</strong>lla espléndida desnudez <strong>que</strong> todavía admiró a quienes la encontraron.<br />
Pero los cangrejos habían devorado su rostro, y cuando el capitán Apolodoro buscó los<br />
labios <strong>que</strong> no había llegado a besar sólo encontró <strong>un</strong> pozo informe, monstruoso, <strong>que</strong><br />
recordaba al de los cadáveres <strong>que</strong> no han sido embalsamados y se pudren en las arenas<br />
del desierto. Y lloró el capitán con lágrimas de sangre, como si <strong>fue</strong>se él, y no Balkis,<br />
quien hubiera poseído el cuerpo martirizado de Totmés.<br />
Cuando éste conoció la noticia se encontraba j<strong>un</strong>to a su único amigo, el príncipe<br />
Cesarión, <strong>que</strong> había acudido rápidamente a su lecho al informarle los médicos del<br />
lamentable estado en <strong>que</strong> se encontraba.<br />
Y lloró también el muchacho por<strong>que</strong> pensó <strong>que</strong> sus habituales bromas sobre la<br />
virginidad del mentor habían sido las causantes de a<strong>que</strong>llos tristes sucesos. Pero pronto<br />
comprendió <strong>que</strong> eran los demás quienes deben hacerse cargo de sus propias acciones y<br />
<strong>que</strong> no es culpable el hombre <strong>que</strong> siembra la semilla sino a<strong>que</strong>l <strong>que</strong>, cuando la ve crecer<br />
en planta, sabe enderezarla o torcerla según su vol<strong>un</strong>tad. Y con esta lección convertida<br />
en sabiduría, el príncipe Cesarión dejó atrás la infancia para siempre.<br />
Con su madurez recién inaugurada intentaba consolar a su amigo, el sacerdote loco...<br />
-Verdaderamente eres afort<strong>un</strong>ado por<strong>que</strong> has conocido de <strong>un</strong>a vez los goces del<br />
amor...<br />
-Tengo miedo, mi príncipe, mucho miedo.<br />
-¿De quién, Totmés? Díselo a tu amigo para <strong>que</strong> pueda defenderte.<br />
-De mí mismo, por<strong>que</strong> ahora sé <strong>que</strong> puedo asesinar, a<strong>un</strong> sin ser <strong>un</strong> asesino. Y veo<br />
también <strong>que</strong> ésta es la maldición <strong>que</strong> pesa sobre todos los humanos. Por<strong>que</strong> quise<br />
defenderme, hice daño. Por<strong>que</strong> supliqué tu ayuda y preferiste el <strong>sueño</strong>, me lo hiciste tú<br />
a mí. Me asesinaron, después, los sacerdotes de mi culto, los mismos <strong>que</strong> me hicieron lo<br />
<strong>que</strong> soy. Y yo asesiné a Balkis y la muerte de ésta destroza la vida del capitán