No digas que fue un sueño - Terenci Moix
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No digas que fue un sueño 121 Terenci Moix a sentirlo. Era la primera vez que una mujer se negaba a aceptar mi invitación. Su obstinación encendía mis deseos, que ya estaban de por sí encendidos. Al conocer su negativa, decidí que tenía el deber de domarla. -Y casi te domó ella, general. Pero en fin, ya que la reina de Egipto sabe distribuir sus golpes de efecto con tanta astucia, me pregunto qué ocurriría si esta noche contestase a tu invitación con la misma maniobra de otro tiempo. -No iría. Antonio no volverá a ser el perro de una hembra caprichosa. Extraviado en el sinfín de idas y venidas que exigía la preparación de un banquete que estuviese a la altura de Cleopatra, el general no se dio cuenta de que las horas iban transcurriendo, hasta que empezó a caer la tarde sobre las blancas cúpulas de la ciudad. Y mientras Eros zarandeaba el aire transmitiendo sus órdenes a los demás esclavos, y le interrumpía a cada instante para decir palabras que contradecían a las anteriores -pues no son eficaces organizadores del hogar los grandes señores de la milicia-, llegó por fin el mensajero con la respuesta de la reina de Egipto. -¿Qué te ha dicho Cleopatra? -Me ha dejado perplejo, mi señor. -¿Acaso no viene? -preguntó Antonio, nervioso. -Más todavía. Es que habla como un hombre. « Dile a tu señor Antonio que el rey de Egipto esto y el rey de Egipto lo otro...» Tú que la conoces, ¿es un hombre disfrazado de señora? A punto estuvo Antonio de golpear al energúmeno con uno de los escudos que colgaban de la pared, pero Enobarbo le detuvo a tiempo. Conocía aquel nerviosismo, había vivido antes aquella agitación y sabía cómo atajarla. En cuanto al mensajero, bastó con que Eros le diese un puntapié en las posaderas. -Venir, venir... no viene -se apresuró a decir el hombre-. Pero esto no quiere decir que la cena no se celebre. Sólo que el rey o la reina de Egipto, o lo que sea, exige que seas tú el huésped de su nave. Antonio no le dejó terminar. Lanzó un puñetazo tan poderoso contra el escudo que algunos esclavos acudieron corriendo, pues nunca habían sido llamados con tanta urgencia. Sonrió entonces Enobarbo: -¿Y bien, mi señor Antonio? ¿Qué respuesta debe transmitir el mensajero? La mirada encendida de Antonio buscó más allá del mirador, más allá de la costa, hasta que llegó al puerto y se posó en la dorada galera de Cleopatra. Apretó sus puños con todas sus fuerzas cuando dijo: -Iré. ¡Tengo el deber de domar a la jaca egipcia! Pero el guerrero habituado a los más exquisitos licores volvió a enloquecer con el fastuoso veneno de su áspid egipcio. -¡Reina dorada! Estás aquí, mi amor, mi dicha, mi condena y mi afrenta todo a un tiempo. -Estoy aquí, mi señor, mi dueño, mi tirano, mi verdugo amado y a la vez mi esclavo aborrecido. Nunca hubo lecho más suntuoso para acoger el lujo de dos cuerpos enardecidos. Pieles lustrosas resbalaban al unirse, se fundían deslizándose en la voluptuosidad suprema de un sudor perfumado por jazmines. Se abrazaban sobre telas teñidas de púrpura. Se frotaban con sexos de plata. Se perdían bajo una nevada formada por plumas de ibis del Nilo.
No digas que fue un sueño 122 Terenci Moix La hembra limpiaba el sudor del cuerpo del amado con su cabellera ungida con aceites de Arabia. El macho recibía la caricia de sus senos como si fuesen granadas de los huertos de Tiro... y Amor los reprodujo en un despliegue de espejos dorados y arrojó sobre ellos un rocío de piedras preciosas. Llovían esmeraldas sobre sus ojos a fin de que pudiesen contemplar el cuerpo deseado a través de un verde parecido al de los valles del Líbano. Llovían ópalos, perlas, ónices, rubíes, zafiros, turquesas y aguamarinas. El éxtasis se convertía en un juego de lunas ensartadas en el blanco marfil que llega de la India. El éxtasis era un cofre repleto de aromas compuestos por dieciséis especies de sustancias como el perfume aletargador llamado kyphi, que sólo conocen los sacerdotes egipcios. El éxtasis semejaba el estallido de todos los planetas, encastrado para siempre en una tela primorosa, de la que llega por la ruta de la seda. El éxtasis dejó al guerrero extenuado sobre un océano surcado por galeras de locura Y viéndole jadear sobre el lecho de piedras preciosas, mientras su piel recibía las caricias de los perfumes, la amante supo que ya no era el mismo. Y suspiró profundamente, colocando un tiempo de nostalgia entre aquel cuerpo demasiado maduro y el fogoso galán que la tomase en brazos, hace años, convirtiendo el instante en un prodigioso anuncio de la eternidad. -Los años han pasado, Marco Antonio. Es cierto que el tiempo no perdona. Es cierto que es un asesino. El trató de incorporarse sobre sus codos, mientras mantenía los pechos de su amante contra el suyo. Y a sus ojos volvió el ingenuo asombro de la juventud, pero agraviados por una mirada de insolencia y un aroma de brutalidad. Sólo se le ocurrió preguntar si la reina no había gozado lo bastante. Y se apresuró a añadir que, en todo caso, no sería culpa suya. -¡Marco Antonio! -exclamó ella, riendo-. Tus ardides continúan siendo bastos. Tus preguntas, estúpidas. Y quiso sentir los ardores de ayer y quiso quemarse en un fuego idéntico y morir en el éxtasis de un instante único. Pero las groseras imprecaciones del amante se lo impedían. ¡Tan lejos quedaban de sus sueños de amor! -Eres más bella que todas las furcias de Siria. Más ardiente que todas las cortesanas de Armenia. Más diestra que cualquier zorra de Cartago. ¡Exhaustiva geografía del placer para un instante en que el placer ya no existía! ¡Títulos de honor basados solamente en lo efímero de un beso que ya no obedece al cerebro! Así quedó Cleopatra, arrodillada junto al cuerpo rendido de su amante. Él todavía buscaba la actitud del titán que reposa después de la batalla: el cuerpo tendido boca arriba, los brazos abandonados como las piernas, en forma de cruz de aspa. Y la reina paseando por sus músculos un dedo tan suave como las palomas que anidan en los templos. -Mi amante... -murmuraba ella, con dulzura que viajaba hacia el recuerdo-. ¡Te he esperado tanto, Antonio! Y al verte llegar esta noche, con tus vestidos griegos, tu barba tan arrogante y el andar decidido de un atleta, pensé que el tiempo se había detenido como yo solía rogar hace ya años. Que lo habíamos detenido nosotros, Antonio, que volveríamos a compendiar en un abrazo todos los días de la vida... -¿Qué ha cambiado? -No sé si Amor, no sé si Cleopatra. O acaso tú mismo, pese a que estás demasiado embebido en el espíritu de tus dioses protectores para pensarlo siquiera.
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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
a sentirlo. Era la primera vez <strong>que</strong> <strong>un</strong>a mujer se negaba a aceptar mi invitación. Su<br />
obstinación encendía mis deseos, <strong>que</strong> ya estaban de por sí encendidos. Al conocer su<br />
negativa, decidí <strong>que</strong> tenía el deber de domarla.<br />
-Y casi te domó ella, general. Pero en fin, ya <strong>que</strong> la reina de Egipto sabe distribuir sus<br />
golpes de efecto con tanta astucia, me preg<strong>un</strong>to qué ocurriría si esta noche contestase a<br />
tu invitación con la misma maniobra de otro tiempo.<br />
-<strong>No</strong> iría. Antonio no volverá a ser el perro de <strong>un</strong>a hembra caprichosa.<br />
Extraviado en el sinfín de idas y venidas <strong>que</strong> exigía la preparación de <strong>un</strong> ban<strong>que</strong>te <strong>que</strong><br />
estuviese a la altura de Cleopatra, el general no se dio cuenta de <strong>que</strong> las horas iban<br />
transcurriendo, hasta <strong>que</strong> empezó a caer la tarde sobre las blancas cúpulas de la ciudad.<br />
Y mientras Eros zarandeaba el aire transmitiendo sus órdenes a los demás esclavos, y le<br />
interrumpía a cada instante para decir palabras <strong>que</strong> contradecían a las anteriores -pues<br />
no son eficaces organizadores del hogar los grandes señores de la milicia-, llegó por fin<br />
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-¿Qué te ha dicho Cleopatra?<br />
-Me ha dejado perplejo, mi señor.<br />
-¿Acaso no viene? -preg<strong>un</strong>tó Antonio, nervioso.<br />
-Más todavía. Es <strong>que</strong> habla como <strong>un</strong> hombre. « Dile a tu señor Antonio <strong>que</strong> el rey de<br />
Egipto esto y el rey de Egipto lo otro...» Tú <strong>que</strong> la conoces, ¿es <strong>un</strong> hombre disfrazado de<br />
señora?<br />
A p<strong>un</strong>to estuvo Antonio de golpear al energúmeno con <strong>un</strong>o de los escudos <strong>que</strong><br />
colgaban de la pared, pero Enobarbo le detuvo a tiempo. Conocía a<strong>que</strong>l nerviosismo,<br />
había vivido antes a<strong>que</strong>lla agitación y sabía cómo atajarla. En cuanto al mensajero,<br />
bastó con <strong>que</strong> Eros le diese <strong>un</strong> p<strong>un</strong>tapié en las posaderas.<br />
-Venir, venir... no viene -se apresuró a decir el hombre-. Pero esto no quiere decir<br />
<strong>que</strong> la cena no se celebre. Sólo <strong>que</strong> el rey o la reina de Egipto, o lo <strong>que</strong> sea, exige <strong>que</strong><br />
seas tú el huésped de su nave.<br />
Antonio no le dejó terminar. Lanzó <strong>un</strong> puñetazo tan poderoso contra el escudo <strong>que</strong><br />
alg<strong>un</strong>os esclavos acudieron corriendo, pues n<strong>un</strong>ca habían sido llamados con tanta<br />
urgencia.<br />
Sonrió entonces Enobarbo:<br />
-¿Y bien, mi señor Antonio? ¿Qué respuesta debe transmitir el mensajero?<br />
La mirada encendida de Antonio buscó más allá del mirador, más allá de la costa,<br />
hasta <strong>que</strong> llegó al puerto y se posó en la dorada galera de Cleopatra. Apretó sus puños<br />
con todas sus <strong>fue</strong>rzas cuando dijo:<br />
-Iré. ¡Tengo el deber de domar a la jaca egipcia!<br />
Pero el guerrero habituado a los más exquisitos licores volvió a enlo<strong>que</strong>cer con el<br />
fastuoso veneno de su áspid egipcio.<br />
-¡Reina dorada! Estás aquí, mi amor, mi dicha, mi condena y mi afrenta todo a <strong>un</strong><br />
tiempo.<br />
-Estoy aquí, mi señor, mi dueño, mi tirano, mi verdugo amado y a la vez mi esclavo<br />
aborrecido.<br />
N<strong>un</strong>ca hubo lecho más s<strong>un</strong>tuoso para acoger el lujo de dos cuerpos enardecidos.<br />
Pieles lustrosas resbalaban al <strong>un</strong>irse, se f<strong>un</strong>dían deslizándose en la voluptuosidad<br />
suprema de <strong>un</strong> sudor perfumado por jazmines. Se abrazaban sobre telas teñidas de<br />
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plumas de ibis del Nilo.