No digas que fue un sueño - Terenci Moix
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No digas que fue un sueño 115 Terenci Moix -¿Y nada más? ¡No me mientas! -Ya que os empeñáis... En fin, se asegura que sois una ramera. -¡No te excedas, mujer! -jugaba con un exquisito cuchillo de obsidiana. Lo cual le daba un aspecto amenazador. Añadió quedamente-: Si dicen que soy una ramera, me atribuirán amantes... La mujer había tomado sus defensas: -Nunca lo he oído decir. -¡La verdad, perra! -La verdad, señora, es que me tenéis entre la espada y la pared. Si os miento me cortáis la cabeza y si os digo la verdad sólo me flageláis. Así, pues, os digo que se os atribuyen más amantes que estrellas tienen las constelaciones. Y que hagáis de mí lo que queráis, pues en verdad que no tengo salida. Cleopatra se echó a reír. Ofreció la fruta a su compañera y, con mirada aguda, la conminó a aceptarla. -Tienes una salida que contiene, además, una recompensa. Hazme experta, mujer. -¿En qué podría haceros experta la pobre Trifena? -En las artes que practicas. Y no me mientas. Me he informado a fondo y sé que ninguna otra prostituta de Alejandría conoce como tú las artes del placer. -¿Y esto me lo pedís vos, de quien tantas maravillas se cuentan en este aspecto? -Mis maravillas están pasadas de moda, dulce Trifena. Quien las conoció en su momento podría encontrarlas aburridas tres años después. Y yo necesito sorprenderle a cada instante. Que salte, que brinque, que alcance el vértigo de los sentidos. -Sin duda vuestro amante confunde el amor con los juegos del circo. -Y los mezcla, si se tercia. Por lo cual te digo: cuéntame todas las novedades que hayan ido apareciendo por los burdeles de Alejandría. Adiéstrame en ellas. Y entrarás a formar parte de los grandes maestros que han tenido el honor de instruir al trono de Egipto. Aún sin salir de su asombro, la prostituta expuso a la reina algunas anécdotas frívolas que, lentamente, fueron derivando hacia lo obsceno. Y donde esperaba encontrar a una hembra experimentada, descubrió a una mujer completamente fría que escuchaba con atención sus palabras. De haber frecuentado las conferencias y lecturas de la Academia, la prostituta hubiera comprendido que la reina la escuchaba con la atención y el respeto que es propio de los estudiantes de ciencias naturales. Y su expresión final fue la del matemático que encierra todas sus experiencias en un análisis riguroso. -Bien, bien, bien -dijo la reina, pensativa aún-. De modo que éste es el logos del placer. -Yo no he dicho una cosa tan rara -protestó Trifena asustada-. Yo dije que cuando el hombre se pone de pie y la mujer debajo... -No es menester que me hagas el compendio, pues ya he leído los capítulos... Se levantó sin que la otra la imitase. Pero las doncellas acudieron al punto con intención de vestir a su ama para una audiencia de carácter privado. -Te quedarás en palacio -dijo Cleopatra, escuetamente, y entregó su cabellera al finísimo peine de Carmiana. Súbitamente, Trifena se levantó, como impulsada por un resorte. -¿Estoy prisionera? -preguntó a voz en grito.
No digas que fue un sueño 116 Terenci Moix -Si acaso de ti misma -respondió Cleopatra, riendo. Y todas las damas imitaron su júbilo, al tiempo que la envolvían con una liviana túnica de lino azul. -Dadle fresas... aunque acabe comiéndoselas. Después, bañadla en mi piscina... y procurad que no se beba la leche -y dirigiéndose a Trifena, añadió-: Mañana empezaremos las clases. Y espero que seas tan diestra en las prácticas del placer como demuestras serlo en la teoría. -Será un placer enseñar a tan noble señora... -Yo espero que será un placer aplicarlas, en Antioquía, para deleite de un caballero no tan noble... Mientras Carmiana adornaba sus brazos con ajorcas de oro y turquesas, Cleopatra lanzó una queja hacia lo más profundo de su corazón: «Maldito seas, Marco Antonio. Y sea también maldita tu estupidez. Pues Amor vendría a ti envuelto en sedas, y en cambio prefieres que llegue vestido con los más viles harapos...». Pero si Amor sólo podía ir andrajoso a despertar las apetencias del romano, el sexo se vistió con sus mejores galas para que Cleopatra recibiese sobre su piel los cobrizos muslos de su capitán egipcio. Y se entregó a él sin mediaciones del cerebro, sin astucias ni juegos ni disfraces. Enteramente desnuda como el mundo en su primer amanecer, abierta como los primeros manantiales, sorprendida como una virgen que recobrase su virginidad a cada momento que la perdía. Gozó de su capitán y él de su reina sin una esperanza de prolongación, sin obligarse a un mañana. De modo que el deseo, transfigurado en su propia inmediatez, se convirtió en una singular variante de la castidad. Los remitía a las voces que la naturaleza hacia sonar en sus pechos; voces que llegaban con la simpleza de lo estrictamente necesario. Y así había sido desde su primer encuentro en el lecho, dos años antes. ¡Algo tan simple como la necesidad urgente de los animales! El cuerpo deseado para calmar un deseo, los labios buscados para consolar una boca, el delirio invocado para ser compañero del éxtasis Preciosos utensilios, herramientas prácticas, valores que rendían un buen crédito gracias sólo a su valor intrínseco. Todo esto fue el capitán en brazos de la reina. Y esto es lo que dieron, sin ofrecer más, sus propios brazos. Pero aquella noche, como en las más recientes, el capitán suspiraba profundamente y su atención parecía buscar otros destinatarios. Tan lejos estaban que se perdió en el camino. Y en lugar de clavar las uñas en sus músculos, presa de la culminación del placer, la reina de Egipto se echó a reír, aunque con simpatía. -¿De qué ríes, mi reina? ¿Tan inepto me muestro esta noche? Ella le acarició el cabello con extrema dulzura. -No podría reírme porque conozco las causas de tus desvaríos y son las mismas que yo conocí en otro tiempo. Y aunque no los hubiera conocido y aun cuando no existiesen, jamás osaría oponer mis burlas a tus gallardías, pues bien sé que saldría perdiendo. Que es propio de insensatos reírse de la belleza, olvidando que posee sus propios derechos. Y es de natural bastardo pagar con desaires a quien sólo nos dio atenciones. Con lo cual te digo que mi risa, lejos de ultrajarte, te bendice. -Ante tu risa cae en ridículo tu capitán. Pues querría llorar y quedaría doncellil por hacerlo. Y ya casi lo soy por pretenderlo siquiera. -Quedarías humano, mi Apolodoro. Y más hermoso todavía por revelarte humano. sin rubor dentro de tu virilidad. Llora, pues, si es tu gusto. -¿Mi gusto, dices? Es mi desgracia.
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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
-Si acaso de ti misma -respondió Cleopatra, riendo.<br />
Y todas las damas imitaron su júbilo, al tiempo <strong>que</strong> la envolvían con <strong>un</strong>a liviana túnica<br />
de lino azul.<br />
-Dadle fresas... a<strong>un</strong><strong>que</strong> acabe comiéndoselas. Después, bañadla en mi piscina... y<br />
procurad <strong>que</strong> no se beba la leche -y dirigiéndose a Trifena, añadió-: Mañana<br />
empezaremos las clases. Y espero <strong>que</strong> seas tan diestra en las prácticas del placer como<br />
demuestras serlo en la teoría.<br />
-Será <strong>un</strong> placer enseñar a tan noble señora...<br />
-Yo espero <strong>que</strong> será <strong>un</strong> placer aplicarlas, en Antioquía, para deleite de <strong>un</strong> caballero no<br />
tan noble...<br />
Mientras Carmiana adornaba sus brazos con ajorcas de oro y tur<strong>que</strong>sas, Cleopatra<br />
lanzó <strong>un</strong>a <strong>que</strong>ja hacia lo más prof<strong>un</strong>do de su corazón: «Maldito seas, Marco Antonio. Y<br />
sea también maldita tu estupidez. Pues Amor vendría a ti envuelto en sedas, y en<br />
cambio prefieres <strong>que</strong> llegue vestido con los más viles harapos...».<br />
Pero si Amor sólo podía ir andrajoso a despertar las apetencias del romano, el sexo se<br />
vistió con sus mejores galas para <strong>que</strong> Cleopatra recibiese sobre su piel los cobrizos<br />
muslos de su capitán egipcio. Y se entregó a él sin mediaciones del cerebro, sin astucias<br />
ni juegos ni disfraces. Enteramente desnuda como el m<strong>un</strong>do en su primer amanecer,<br />
abierta como los primeros manantiales, sorprendida como <strong>un</strong>a virgen <strong>que</strong> recobrase su<br />
virginidad a cada momento <strong>que</strong> la perdía.<br />
Gozó de su capitán y él de su reina sin <strong>un</strong>a esperanza de prolongación, sin obligarse a<br />
<strong>un</strong> mañana. De modo <strong>que</strong> el deseo, transfigurado en su propia inmediatez, se convirtió<br />
en <strong>un</strong>a singular variante de la castidad. Los remitía a las voces <strong>que</strong> la naturaleza hacia<br />
sonar en sus pechos; voces <strong>que</strong> llegaban con la simpleza de lo estrictamente necesario.<br />
Y así había sido desde su primer encuentro en el lecho, dos años antes.<br />
¡Algo tan simple como la necesidad urgente de los animales! El cuerpo deseado para<br />
calmar <strong>un</strong> deseo, los labios buscados para consolar <strong>un</strong>a boca, el delirio invocado para ser<br />
compañero del éxtasis Preciosos utensilios, herramientas prácticas, valores <strong>que</strong> rendían<br />
<strong>un</strong> buen crédito gracias sólo a su valor intrínseco. Todo esto <strong>fue</strong> el capitán en brazos de<br />
la reina. Y esto es lo <strong>que</strong> dieron, sin ofrecer más, sus propios brazos.<br />
Pero a<strong>que</strong>lla noche, como en las más recientes, el capitán suspiraba prof<strong>un</strong>damente y<br />
su atención parecía buscar otros destinatarios. Tan lejos estaban <strong>que</strong> se perdió en el<br />
camino. Y en lugar de clavar las uñas en sus músculos, presa de la culminación del<br />
placer, la reina de Egipto se echó a reír, a<strong>un</strong><strong>que</strong> con simpatía.<br />
-¿De qué ríes, mi reina? ¿Tan inepto me muestro esta noche?<br />
Ella le acarició el cabello con extrema dulzura.<br />
-<strong>No</strong> podría reírme por<strong>que</strong> conozco las causas de tus desvaríos y son las mismas <strong>que</strong><br />
yo conocí en otro tiempo. Y a<strong>un</strong><strong>que</strong> no los hubiera conocido y a<strong>un</strong> cuando no existiesen,<br />
jamás osaría oponer mis burlas a tus gallardías, pues bien sé <strong>que</strong> saldría perdiendo. Que<br />
es propio de insensatos reírse de la belleza, olvidando <strong>que</strong> posee sus propios derechos. Y<br />
es de natural bastardo pagar con desaires a quien sólo nos dio atenciones. Con lo cual te<br />
digo <strong>que</strong> mi risa, lejos de ultrajarte, te bendice.<br />
-Ante tu risa cae en ridículo tu capitán. Pues <strong>que</strong>rría llorar y <strong>que</strong>daría doncellil por<br />
hacerlo. Y ya casi lo soy por pretenderlo siquiera.<br />
-Quedarías humano, mi Apolodoro. Y más hermoso todavía por revelarte humano. sin<br />
rubor dentro de tu virilidad. Llora, pues, si es tu gusto.<br />
-¿Mi gusto, dices? Es mi desgracia.