No digas que fue un sueño - Terenci Moix
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No digas que fue un sueño 113 Terenci Moix cual se podían edificar tantas y tantas cosas. Proyectos, obligaciones, sueños, quimeras, dolores y alegrías que llegaban hasta Totmés gracias a una mente tan limpia corno la suya propia, y que a cada momento se regocijaba ante la infinita variedad del mundo. Totmés en Cesarión y Cesarión en Totmés. Una unidad indestructible. Una bofetada constante contra las leyes del olvido. Un proyecto que ni siquiera Alejandría se hubiese atrevido a suponer. «¡Ay, Trifena, Trifena, quién te ha visto en el fango y quién te viese ahora, rodeada de boato y opulencia!» Así pensaba la ramera más famosa de Alejandría mientras Iris y Carmiana la introducían en lo más privado de las dependencias de Cleopatra. Tan privadas eran, que almacenaban cuantos lujos puede desear la comodidad, cuantos placeres reclama la licencia y cuantos excesos precisa un alma sensible para sentirse más allá del mundo y más cerca de los paraísos prometidos. En un momento determinado, Trifena sintióse cohibida ante el lujo que la rodeaba. Y su belleza exuberante, pero en modo alguno cuidada, fue como un emplasto de primitivismo emplazado en el centro de la falsedad más exquisita, de la sofisticación preparada por siglos de cultura. -¿Nunca estuviste antes en un palacio? -preguntó Iris. -En muchos, pero esto es igual que nada. Ya se sabe: la mujer que se alquila conoce todos los ambientes, y no se la quedan en ninguno. Aunque te digo que un palacio así no me hubiera atrevido a soñarlo siquiera. ¿No se siente sola la reina de Egipto entre cosas tan grandes? Las doncellas rieron y algunas llegaron a la burla. Pero la mujer se consideraba dignificada por los colores rigurosos del vestido que le había mandado la camarera real. Tan recatado era, que la hacía sentirse sacerdotisa. Se detuvo ante la enorme bañera de Cleopatra. Dijérase una bahía colocada en el punto exacto donde fuesen a confluir todas las luces del mundo. Pues así se mostraba la claridad, llegando desde inmensas claraboyas y a través de enormes ventanales. Todo lo cual daba a las aguas las preciosas tonalidades del marfil. Pero no era agua sino leche. Leche tan blanca como el líquido de la nieve que se deshace si la toca un adolescente enervado por su primer deseo. Y sobre aquella superficie diáfana navegaban los juguetes aptos para dar amenidad a cualquier baño, a menudo de larga duración. Bogaban galeras diminutas, imitaciones de las canoas populares, cocodrilos e hipopótamos que, al tocarlos el dedo de la reina, se tambaleaban y volvían a erguirse para continuar el juego... La leche despedía un aroma especial, una fragancia tranquilizante que tuvo el poder de sumir a la prostituta en una especie de letargo. Y sin prestarle excesiva atención, Iris le contó que la reina añadía a la leche infusiones de flores de saúco, manzanilla, ortiga y un extracto de determinada tila. Pero la prostituta obedeció a su sentido práctico: -¿Cuántas burras se necesitan para llenar una bañera tan grande? -Como comprenderás, la reina no mide la belleza por las burras que se la proporcionan -contestó Iris, con un cierto acento de menosprecio. Trifena continuó vagando entre los suntuosos objetos hasta llegar a una enorme plataforma de mármol rosado. Había allí toda clase de espejos que adoptaban las formas más refinadas. Y cada soporte tenía representaciones que eran, en sí mismas, una obra de arte. Pero su codicia no se vio tentada por los espejos helenísticos, ni por los tarros de lapislázuli, ni siquiera por los bellísimos peines labrados en maderas aromáticas. No. Su
No digas que fue un sueño 114 Terenci Moix mirada fue directamente a un canastillo de fresas que diríanse una tentación a la gula y una provocación a los golosos. Se disponía a tomar una fresa, cuando los gritos de Carmiana la detuvieron al instante: -¡No lo toques! ¡Son para la mascarilla de su majestad! -¿Me tomas por estúpida? -Te mandará flagelar si te descubre. Las fresas no son fáciles de encontrar en esta época del año. Se las procuran a Cleopatra los mercaderes que llegan de Biblos. -¿Y voy a creerme que se las pone en la cara en lugar de comérselas? -Al igual que hacían otras reinas del pasado. Los dones de Flora ponen su vigor al servicio de la exquisita piel de Cleopatra. Y ahí tienes el extracto de trigo, el aceite de sésamo, el vinagre de hammamelis y hasta un tarro de semillas de alcaravea. Se oyó una voz autoritaria que, sin embargo, intentaba abrirse a la amabilidad. Era Cleopatra. -Todos los huertos de Egipto no bastarían para dar belleza a quien no la tiene. Pero muchos son necesarios para que la belleza existente no se marchite antes de tiempo. -Todos se inclinaron, aunque algunas esclavas siguieron riendo en tono bajo. -Cómete la fresa, mujer -dijo la reina-. Pero recuerda que por tu culpa un pequeño rincón del rostro de Cleopatra quedará sin nutrición en este día. Trifena la rechazó, con expresión de desagrado. -Me sentaría mal, después de oír lo que habéis dicho. La condujeron a la estancia contigua. Estaba llena de amplios divanes y la mujer se dejó caer en uno de ellos sin esperar a que lo hiciese la reina. Su falta fue perdonada o, acaso, omitida. -Te preguntarás para qué te he mandado llamar. -Cuando lo he preguntado me han dicho airadamente que no era cosa mía. Lo cual me ha extrañado, pues estando yo aquí no veo de quién más podría ser la cosa. -De Cleopatra -dijo la reina amablemente. -¡Por los dioses! Tenga piedad la reina si he cometido alguna falta. -No te preocupes. Las faltas que se cometen en los prostíbulos no llegan hasta el trono... Verás, lo que voy a pedirte es un poco comprometido para la reina de Egipto o, mejor, para la pobre mujer que hay detrás de ella. -¿Teméis que me vaya de la lengua? -En absoluto. Podría cortarte la cabeza sí el secreto fuese ¡mportante. Pero de hecho no podrías contar más cosas que las que ya están en boca del pueblo... Y ahora mírame directamente a los ojos y no intentes mentirme: ¿dice el pueblo que su reina es una hembra ardiente? -¡Mi señora! ¿Cómo va a decir el pueblo una cosa así? -Porque lo sé. Y si continúas mintiéndome con lisonjas ordenaré que te corten la cabeza como si hubieses robado todas mis fresas. La mujer reflexionó un instante. Tuvo que hacer acopio de todo su valor para contestar: -El pueblo dice que sois lo que acabáis de decir. -¿Sólo esto? -Bueno, dicen que sois muy, muy ardiente.
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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
cual se podían edificar tantas y tantas cosas. Proyectos, obligaciones, <strong>sueño</strong>s, quimeras,<br />
dolores y alegrías <strong>que</strong> llegaban hasta Totmés gracias a <strong>un</strong>a mente tan limpia corno la<br />
suya propia, y <strong>que</strong> a cada momento se regocijaba ante la infinita variedad del m<strong>un</strong>do.<br />
Totmés en Cesarión y Cesarión en Totmés. Una <strong>un</strong>idad indestructible. Una bofetada<br />
constante contra las leyes del olvido. Un proyecto <strong>que</strong> ni siquiera Alejandría se hubiese<br />
atrevido a suponer.<br />
«¡Ay, Trifena, Trifena, quién te ha visto en el fango y quién te viese ahora, rodeada de<br />
boato y opulencia!»<br />
Así pensaba la ramera más famosa de Alejandría mientras Iris y Carmiana la<br />
introducían en lo más privado de las dependencias de Cleopatra. Tan privadas eran, <strong>que</strong><br />
almacenaban cuantos lujos puede desear la comodidad, cuantos placeres reclama la<br />
licencia y cuantos excesos precisa <strong>un</strong> alma sensible para sentirse más allá del m<strong>un</strong>do y<br />
más cerca de los paraísos prometidos.<br />
En <strong>un</strong> momento determinado, Trifena sintióse cohibida ante el lujo <strong>que</strong> la rodeaba. Y<br />
su belleza exuberante, pero en modo alg<strong>un</strong>o cuidada, <strong>fue</strong> como <strong>un</strong> emplasto de<br />
primitivismo emplazado en el centro de la falsedad más exquisita, de la sofisticación<br />
preparada por siglos de cultura.<br />
-¿N<strong>un</strong>ca estuviste antes en <strong>un</strong> palacio? -preg<strong>un</strong>tó Iris.<br />
-En muchos, pero esto es igual <strong>que</strong> nada. Ya se sabe: la mujer <strong>que</strong> se alquila conoce<br />
todos los ambientes, y no se la <strong>que</strong>dan en ning<strong>un</strong>o. A<strong>un</strong><strong>que</strong> te digo <strong>que</strong> <strong>un</strong> palacio así no<br />
me hubiera atrevido a soñarlo siquiera. ¿<strong>No</strong> se siente sola la reina de Egipto entre cosas<br />
tan grandes?<br />
Las doncellas rieron y alg<strong>un</strong>as llegaron a la burla. Pero la mujer se consideraba<br />
dignificada por los colores rigurosos del vestido <strong>que</strong> le había mandado la camarera real.<br />
Tan recatado era, <strong>que</strong> la hacía sentirse sacerdotisa.<br />
Se detuvo ante la enorme bañera de Cleopatra. Dijérase <strong>un</strong>a bahía colocada en el<br />
p<strong>un</strong>to exacto donde <strong>fue</strong>sen a confluir todas las luces del m<strong>un</strong>do. Pues así se mostraba la<br />
claridad, llegando desde inmensas claraboyas y a través de enormes ventanales. Todo lo<br />
cual daba a las aguas las preciosas tonalidades del marfil.<br />
Pero no era agua sino leche. Leche tan blanca como el líquido de la nieve <strong>que</strong> se<br />
deshace si la toca <strong>un</strong> adolescente enervado por su primer deseo. Y sobre a<strong>que</strong>lla<br />
superficie diáfana navegaban los juguetes aptos para dar amenidad a cualquier baño, a<br />
menudo de larga duración. Bogaban galeras diminutas, imitaciones de las canoas<br />
populares, cocodrilos e hipopótamos <strong>que</strong>, al tocarlos el dedo de la reina, se tambaleaban<br />
y volvían a erguirse para continuar el juego...<br />
La leche despedía <strong>un</strong> aroma especial, <strong>un</strong>a fragancia tranquilizante <strong>que</strong> tuvo el poder<br />
de sumir a la prostituta en <strong>un</strong>a especie de letargo. Y sin prestarle excesiva atención, Iris<br />
le contó <strong>que</strong> la reina añadía a la leche infusiones de flores de saúco, manzanilla, ortiga y<br />
<strong>un</strong> extracto de determinada tila. Pero la prostituta obedeció a su sentido práctico:<br />
-¿Cuántas burras se necesitan para llenar <strong>un</strong>a bañera tan grande?<br />
-Como comprenderás, la reina no mide la belleza por las burras <strong>que</strong> se la<br />
proporcionan -contestó Iris, con <strong>un</strong> cierto acento de menosprecio.<br />
Trifena continuó vagando entre los s<strong>un</strong>tuosos objetos hasta llegar a <strong>un</strong>a enorme<br />
plataforma de mármol rosado. Había allí toda clase de espejos <strong>que</strong> adoptaban las formas<br />
más refinadas. Y cada soporte tenía representaciones <strong>que</strong> eran, en sí mismas, <strong>un</strong>a obra<br />
de arte.<br />
Pero su codicia no se vio tentada por los espejos helenísticos, ni por los tarros de<br />
lapislázuli, ni siquiera por los bellísimos peines labrados en maderas aromáticas. <strong>No</strong>. Su