No digas que fue un sueño - Terenci Moix
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No digas que fue un sueño 109 Terenci Moix había acostumbrado a la vida urbana, su vida podía llamarse a la insana encrucijada donde confluían sirios y armenios, judíos y árabes, griegos y romanos, nómadas del desierto y negros de Nubia, libios y damascenos, galos y somalíes. La pavorosa encrucijada donde se mezclaban sacerdotes y marinos, encantadores de serpientes y traficantes de alfombras, granjeros y prestamistas, mercaderes de camellos y vendedores de especias, estudiantes de filosofía y damas en busca de devaneos... Totmés detestaba Alejandría, pero no sólo a causa del mar, como todo egipcio que se estime, ni porque el Nilo quedase tan lejos, como todo egipcio que se precie. Era porque aquella ciudad le producía la sensación de no estar en ningún lugar, aun estando en muchos a la vez. De no adorar a ningún dios, aun teniendo a su alcance a todos los dioses inventados por el hombre. De no pertenecer a nadie aun cuando la ciudad le pedía a voz en grito que accediese a pertenecerle... como ella pertenecía a todos. «Menos a Egipto -decidió el sacerdote-. Cerca de él, al borde de él, pero completamente alejada de su corazón.» Y suspiró pensando que algún día volvería a sentir sobre su rostro la brisa del Nilo y el aroma penetrante del fango que dejan sus aguas al retirarse. Aquella mañana, después de efectuar sus libaciones diarias en el templo de Isis y tras afeitarse el vello del cuerpo en las dependencias contiguas al altar, Totmés se había arriesgado a introducirse entre la ingente multitud que suele llenar el mercado de los ídolos. Y después de mucho buscar regresó a palacio cargado con una estela de basalto lo suficientemente pesada como para hacerle maldecir el momento en que decidió despedir a su litera oficial y entregarse al placer del paseo. Pero se sacrificaba gustoso pues la estela era un obsequio para su príncipe. Y más que un obsequio era una protección. O acaso la posibilidad de salvarle la vida. Las doncellas de la reina consideraron que se excedía en su celo e incluso se burlaron de él por lo bajo. Pero ninguna pudo negarle una evidencia: el día anterior había aparecido un escorpión junto a la cama del príncipe. Y aunque su picadura no fuese mortal bastaba para producir fiebres espantosas y aquella horrible hinchazón parecida a la que produce la peste en el vientre de los malditos de los dioses. De modo que Totmés decidió recurrir urgentemente a la sabiduría secular de las madres del Nilo y buscó el amuleto infalible, el que constituye la única protección contra el ataque de escorpiones, áspides, ratas e incluso cocodrilos. Pues eran éstos los animales maléficos que aparecían vencidos por el poder del divino Horus en la piedra negra que Totmés cargaba con extrema dificultad por las calles más selectas de Alejandría. Cuando se encontraba colocándola bajo los almohadones del lecho de Cesarión, oyó a sus espaldas la voz del muchacho. -¡Perverso Totmés! Estás rabioso porque dedico más tiempo a los caballos que a ti, y te vengas colocando en mi lecho algún artefacto mortífero. ¿Cómo has conseguido burlar a los guardias de seguridad de mi madre? -Porque yo soy uno de ellos, mi príncipe. El que asegura tu sueño y tu vida a partir de este momento. Cesarión retiró los almohadones. Debajo apareció la estela mágica. -Pero, Totmés, ¿cómo esperas que pueda dormir con este pedrusco bajo mi cabeza? -Eres irreverente y mereces que el divino Horus abandone este amuleto y te deje a merced de los cocodrilos que aplasta con sus pies. En efecto, el halcón milenario aparecía convertido en el niño Harpócrates, que aplasta a los cocodrilos de los pantanos y estrangula con sus manos a las serpientes que se
No digas que fue un sueño 110 Terenci Moix introducen por las rendijas en las casas y mata a los escorpiones que anidan en sus muros. -Poca importancia tendría -dijo Cesarión-. Al fin y al cabo el cocodrilo es un animal sagrado y como yo soy divino, si me devorase iría a crear en su barriga el colmo de los prodigios. -Si hablas así tendré que reprenderte. Y cada vez que lo hago me siento una vieja cascarrabias. -No eres otra cosa, buen Totmés. Y, además, un empecinado en cosas vanas. Pues ¿cómo quieres que este niño de la estela me proteja de picaduras si soy yo mismo? Me tomaron el retrato hace pocas semanas. -Verdaderamente nadie gana a mi príncipe en lo presuntuoso y en lo falso. Pues este niño es hermoso como un dios y tú eres feo y horrible como un lagarto ennegrecido por el sol. Pero Totmés era consciente de su mentira. Porque el niño que una noche le entregaron en cierta tumba de Tebas se había convertido en un adolescente prematuro cuyas prendas naturales aparecían realzadas por el ejercicio y un sorprendente equilibrio interior cuyos orígenes no podía precisar siquiera el propio Totmés. Si hasta hacía sólo un año era un niño mofletudo y con tendencia a la obesidad, un inesperado cambio sometía a cada una de sus facciones a un proceso de refinamiento que auguraba un equilibrio perfecto. Y sus cabellos eran negros y rizados y poseían la intensidad de los de la reina Cleopatra, por más que en la estela de Horus apareciese reproducido con la cabeza afeitada y la trenza de la infancia, como exigen los cánones. -¿Sabes qué dicen mis proceptores cuando los dejo para venir a tu encuentro? -Dirán atrocidades. Porque es de humanos envidiar la fortuna ajena y yo soy más afortunado que todos los demás porque estoy más cerca de mi príncipe. -Dicen que eres un cuervo blanco. -No existe tal especie. -Ya lo sé. Esto sería una paloma. Pero cuando interrogué a Euclinio, el filósofo, sonrió con cierta malignidad y me dijo que la especie se encarnaba por primera vez en ti, porque tu posición en palacio te hace ser blanco por fuera y negro por dentro. Ante acuella alusión a su saerado hábito, Totmés sonrió amargamente, pues sabía que su privilegiada situación junto al futuro rey de Egipto le había creado enemigos. -¿Y tú crees lo que dicen? -preguntó tímidamente. -Jamás lo creería de mi mejor amigo -contestó Cesarión con gran energía-. Lo peor que podría pensar de ti, y aun si me lo permites, es que eres más aburrido que un rastrojo del desierto. -Lo dices porque te obligo a estudiar. -Lo digo porque en otro tiempo pensé que, ya que estabas loco sin remedio, por lo menos serías un loco divertido. -¿Recuerdas cuando nos conocimos en aquella tumba de la Sede de la Belleza? -¿Cómo no iba a acordarme? ¡Te portaste de un modo tan ridículo! Me besaste los pies. ¡A mí, a tu amigo! -Entonces no era tu amigo. Sólo era tu vasallo, como tantos miles de egipcios. -¿Qué eres ahora, Totmés? -Sigo siendo el elegido, como llamaban al que estaba destinado a ser tu mentor -sonrió con nostalgia, al tiempo que acariciaba la estela de Horus-Harpócrates-. Pero al pasar los años he comprendido que deberían llamarme el afortunado.
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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
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había acostumbrado a la vida urbana, su vida podía llamarse a la insana encrucijada<br />
donde confluían sirios y armenios, judíos y árabes, griegos y romanos, nómadas del<br />
desierto y negros de Nubia, libios y damascenos, galos y somalíes. La pavorosa<br />
encrucijada donde se mezclaban sacerdotes y marinos, encantadores de serpientes y<br />
traficantes de alfombras, granjeros y prestamistas, mercaderes de camellos y<br />
vendedores de especias, estudiantes de filosofía y damas en busca de devaneos...<br />
Totmés detestaba Alejandría, pero no sólo a causa del mar, como todo egipcio <strong>que</strong> se<br />
estime, ni por<strong>que</strong> el Nilo <strong>que</strong>dase tan lejos, como todo egipcio <strong>que</strong> se precie. Era por<strong>que</strong><br />
a<strong>que</strong>lla ciudad le producía la sensación de no estar en ningún lugar, a<strong>un</strong> estando en<br />
muchos a la vez. De no adorar a ningún dios, a<strong>un</strong> teniendo a su alcance a todos los<br />
dioses inventados por el hombre. De no pertenecer a nadie a<strong>un</strong> cuando la ciudad le<br />
pedía a voz en grito <strong>que</strong> accediese a pertenecerle... como ella pertenecía a todos.<br />
«Menos a Egipto -decidió el sacerdote-. Cerca de él, al borde de él, pero<br />
completamente alejada de su corazón.»<br />
Y suspiró pensando <strong>que</strong> algún día volvería a sentir sobre su rostro la brisa del Nilo y el<br />
aroma penetrante del fango <strong>que</strong> dejan sus aguas al retirarse.<br />
A<strong>que</strong>lla mañana, después de efectuar sus libaciones diarias en el templo de Isis y tras<br />
afeitarse el vello del cuerpo en las dependencias contiguas al altar, Totmés se había<br />
arriesgado a introducirse entre la ingente multitud <strong>que</strong> suele llenar el mercado de los<br />
ídolos. Y después de mucho buscar regresó a palacio cargado con <strong>un</strong>a estela de basalto<br />
lo suficientemente pesada como para hacerle maldecir el momento en <strong>que</strong> decidió<br />
despedir a su litera oficial y entregarse al placer del paseo.<br />
Pero se sacrificaba gustoso pues la estela era <strong>un</strong> obsequio para su príncipe. Y más <strong>que</strong><br />
<strong>un</strong> obsequio era <strong>un</strong>a protección. O acaso la posibilidad de salvarle la vida.<br />
Las doncellas de la reina consideraron <strong>que</strong> se excedía en su celo e incluso se burlaron<br />
de él por lo bajo. Pero ning<strong>un</strong>a pudo negarle <strong>un</strong>a evidencia: el día anterior había<br />
aparecido <strong>un</strong> escorpión j<strong>un</strong>to a la cama del príncipe. Y a<strong>un</strong><strong>que</strong> su picadura no <strong>fue</strong>se<br />
mortal bastaba para producir fiebres espantosas y a<strong>que</strong>lla horrible hinchazón parecida a<br />
la <strong>que</strong> produce la peste en el vientre de los malditos de los dioses.<br />
De modo <strong>que</strong> Totmés decidió recurrir urgentemente a la sabiduría secular de las<br />
madres del Nilo y buscó el amuleto infalible, el <strong>que</strong> constituye la única protección contra<br />
el ata<strong>que</strong> de escorpiones, áspides, ratas e incluso cocodrilos. Pues eran éstos los<br />
animales maléficos <strong>que</strong> aparecían vencidos por el poder del divino Horus en la piedra<br />
negra <strong>que</strong> Totmés cargaba con extrema dificultad por las calles más selectas de<br />
Alejandría.<br />
Cuando se encontraba colocándola bajo los almohadones del lecho de Cesarión, oyó a<br />
sus espaldas la voz del muchacho.<br />
-¡Perverso Totmés! Estás rabioso por<strong>que</strong> dedico más tiempo a los caballos <strong>que</strong> a ti, y<br />
te vengas colocando en mi lecho algún artefacto mortífero. ¿Cómo has conseguido burlar<br />
a los guardias de seguridad de mi madre?<br />
-Por<strong>que</strong> yo soy <strong>un</strong>o de ellos, mi príncipe. El <strong>que</strong> asegura tu <strong>sueño</strong> y tu vida a partir de<br />
este momento.<br />
Cesarión retiró los almohadones. Debajo apareció la estela mágica.<br />
-Pero, Totmés, ¿cómo esperas <strong>que</strong> pueda dormir con este pedrusco bajo mi cabeza?<br />
-Eres irreverente y mereces <strong>que</strong> el divino Horus abandone este amuleto y te deje a<br />
merced de los cocodrilos <strong>que</strong> aplasta con sus pies.<br />
En efecto, el halcón milenario aparecía convertido en el niño Harpócrates, <strong>que</strong> aplasta<br />
a los cocodrilos de los pantanos y estrangula con sus manos a las serpientes <strong>que</strong> se