No digas que fue un sueño - Terenci Moix
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No digas que fue un sueño 105 Terenci Moix Deseaba una relación exacta de los acontecimientos acaecidos en la vida de Marco Antonio durante los últimos cuatro años. Y el archivero fue a buscar entre los numerosos nichos de alabastro donde se almacenaban los estuches de piel que, a su vez, contenían la documentación deseada. Una vez a solas con Cleopatra, Sosígenes comentó: -Se anuncian malos tiempos si la reina pierde el control de sí misma ante la sola mención del romano. -Por el contrario, se anuncian tiempos prósperos -dijo ella secamente. -No puede molestarme que me mientas a mí... pero es lamentable que aceptes mentirte a ti misma. -Me necesita. Y ésta es una palabra nueva en Antonio. -Cuando tú le necesitaste no acudió en tu ayuda. Y también era una palabra nueva en Cleopatra. -Todo cuanto concierne al amor es nuevo y viejo al mismo tiempo, mi buen Sosigenes. Siempre aprenderemos del amor, porque el amor no se presenta nunca bajo el mismo rostro. Sus enseñanzas son inagotables. Yo creía que las dominaba cuando era amada por Antonio. ¡Qué gran error el mío! No empecé a conocer el verdadero sentido del amor hasta que Antonio me abandonó. Y resulta extremadamente curioso que lo conociese gracias al dolor, no a los goces. -Recuerda las horas injustas de la aflicción, Cleopatra. -Cierto es que lo viví, pero acaso no llegué a apurarlo. Fue una sensación tan lacerante, un tormento tan intenso que pensé haber colmado la medida. Pero mi convencimiento no era sino un empeño desesperado por salir de aquel pozo inconmensurable. Ahora sé que el pozo tiene un fondo mucho más profundo del que yo creí tocar. Y que la copa del dolor no llega a colmarse nunca, por más que la llenemos. Regresó el archivero, presa de cómica agitación. Sus pasos resultaban torpes -mucho más al avanzar aprisa- y era tan bajo de estatura que estaba a punto de desaparecer bajo los enormes estuches de cuero. Respiró aliviado cuando ya hubo sacado los pergaminos que la reina solicitaba, extendiéndolos ante ella sobre una gran mesa de mármol cuadrado. Pero su alivio desapareció bajo una nueva urgencia que le obligó a perderse de nuevo entre los archivos. -Tráeme ahora los documentos más recientes sobre el que se hace llamar César Octavio Augusto. A solas con Soslgenes, la reina recobró su expresión severa. Su mirada dejó de expresar sentimientos y se convirtió en un archivo más. -Olvida cuanto hemos hablado, buen Sosígenes. Porque a partir de estos momentos mi interés por Antonio se limita a los datos que exponen estas crónicas y, mientras dejaba pasar las páginas con cierta negligencia, añadió-: ¡Un hombre encerrado en un estuche de cuero! ¿Es posible que, a largo plazo, el resumen de nuestra vida se limite a ser un dato mejor o peor archivado? -En el mejor de los casos. En la mayoría, ni siquiera un número. -Con sólo volver la página aparece la grandeza y la miseria del hombre por quien tanto llegué a sufrir. Aquí, cuando era tribuno. Aquí, cuando persiguió a los asesinos de César. Aquí, cuando se unió a Octavio y Lépido para formar el triunvirato. -Todavía no ha expirado, reina mía. -Lo sé. Omito intencionadamente estos fragmentos porque en ellos está mi propia crónica: ¡el día en que Antonio conoció a Cleopatra!
No digas que fue un sueño 106 Terenci Moix Dejó pasar las páginas con elegante negligencia. En un solo instante transcurrió la totalidad de aquel tiempo feliz que pudo parecer eterno. Y al llegar a la fecha en que Antonio se casó con Octavia, la reina tomó asiento y leyó cuidadosamente todos los datos. Meditó, después, sobre ellos y pidió a Sosfgenes que los leyese a fin de que pudiera emitir una opinión. Pero la vista del anciano estaba excesivamente fatigada y las condiciones de luz no eran las más favorables a aquella hora de la tarde. Se limitó a exclamar: -¡Zorra romana! -Los hombres, ya seáis niños, jóvenes o viejos, tenéis la fea costumbre de despreciar al enemigo sin duros cuenta de que, al hacerlo, rebajáis vuestra propia estatura. Pero yo te digo que es más digno de la reina de Egipto tener a una contrincante de su altura que a una vulgar zorra. Dejemos las cacerías para Antonio. Por fortuna, sus mujeres tenemos miras más elevadas. En cuanto a Octavia, no envidio su suerte. Es hermosa, cultivada e inteligente; pero Roma, en lugar de utilizarla para algo positivo, se limita a tenerla como pacificadora en las guerras familiares. ¿Guerras, he dicho? Simples pendencias. Carecen de grandeza. El nombre de Octavia iba apareciendo constantemente en los documentos referidos a Antonio. Pero la reina de Egipto no sintió celos como hubiera hecho años atrás. -¡Pobre mujer! -exclamó-. Antonio le hizo otro hijo antes de mandarla a Roma. Tres veces preñada en nombre de una alianza política. Si su dignidad no fuese tan conveniente a la mía de enemiga, pensaría que es estúpida. Allí estaba Octavia, inscrita en unos textos que pretendían ser objetivos... si alguna vez lo fueran los textos de la historia. Aparecía como una estatua lejana, petrificada en su condena a la dignidad, inexpresiva en la obligación de mostrarse admirable a todas horas. Sin embargo, el férreo molde que contenía su humanidad rompíase en ocasiones y su intervención en algún asunto, en cualquier negocio, producía un desgarro y le otorgaba la grandeza de las grandes lecciones morales. En su última intervención se mostró sublime. Sucedió que estando a punto de iniciar un nuevo ataque contra los partos, Antonio sintióse molesto por ciertas calumnias que había vertido Octavio. Dispuesto a defenderse mediante la acción, ordenó aparejar trescientos navíos y se dirigió a Italia. Octavia, todavía encinta, suplicó a su esposo que le permitiese mediar en el conflicto. Se entrevistó con su hermano en ruta hacia Tarento, donde esperaba el ejército de Antonio. Roma tenía los ojos puestos en aquel encuentro. Y dicen que Octavia, al suplicar por la paz, lloró amargamente, pues la adversidad había hecho que de los dos imperátors que se repartían el mundo, el uno fuese su hermano y el otro su esposo. Y añadió: -Si triunfan los peores consejos y estalla la guerra, es incierto quién de vosotros será el vencedor y quién el vencido. Pero en ambos casos, mi suerte será miserable. Tales palabrar, tuvieron el poder de conmover a Octavio y aplacar las iras de Antonio. Y en las playas de Tarento los barcos equipados para la guerra ofrecieron el hermoso aspecto de la reconciliación en nombre de la paz. Los generales y sus respectivos aliados intercambiaron muestras de amistad y, lo que a efectos prácticos era más importante, se cedieron importantes cantidades de material bélico. Así se separaron. Octavio fue a preparar sus campañas contra Pompeyo, que continuaba amenazándole desde Sicilia, y Antonio pasó de nuevo a las costas asiáticas, no sin antes dejar en manos de Octavia a sus tres hijos y a los que tuviese de Fulvia. Al conocer estos sucesos, Cleopatra dedicó encendidos elogios a Octavia. Y comprendió lo merecido de su reputación, si bien era incapaz de compartir sus
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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
Deseaba <strong>un</strong>a relación exacta de los acontecimientos acaecidos en la vida de Marco<br />
Antonio durante los últimos cuatro años. Y el archivero <strong>fue</strong> a buscar entre los numerosos<br />
nichos de alabastro donde se almacenaban los estuches de piel <strong>que</strong>, a su vez, contenían<br />
la documentación deseada.<br />
Una vez a solas con Cleopatra, Sosígenes comentó:<br />
-Se an<strong>un</strong>cian malos tiempos si la reina pierde el control de sí misma ante la sola<br />
mención del romano.<br />
-Por el contrario, se an<strong>un</strong>cian tiempos prósperos -dijo ella secamente.<br />
-<strong>No</strong> puede molestarme <strong>que</strong> me mientas a mí... pero es lamentable <strong>que</strong> aceptes<br />
mentirte a ti misma.<br />
-Me necesita. Y ésta es <strong>un</strong>a palabra nueva en Antonio.<br />
-Cuando tú le necesitaste no acudió en tu ayuda. Y también era <strong>un</strong>a palabra nueva en<br />
Cleopatra.<br />
-Todo cuanto concierne al amor es nuevo y viejo al mismo tiempo, mi buen<br />
Sosigenes. Siempre aprenderemos del amor, por<strong>que</strong> el amor no se presenta n<strong>un</strong>ca bajo<br />
el mismo rostro. Sus enseñanzas son inagotables. Yo creía <strong>que</strong> las dominaba cuando era<br />
amada por Antonio. ¡Qué gran error el mío! <strong>No</strong> empecé a conocer el verdadero sentido<br />
del amor hasta <strong>que</strong> Antonio me abandonó. Y resulta extremadamente curioso <strong>que</strong> lo<br />
conociese gracias al dolor, no a los goces.<br />
-Recuerda las horas injustas de la aflicción, Cleopatra.<br />
-Cierto es <strong>que</strong> lo viví, pero acaso no llegué a apurarlo. Fue <strong>un</strong>a sensación tan<br />
lacerante, <strong>un</strong> tormento tan intenso <strong>que</strong> pensé haber colmado la medida. Pero mi<br />
convencimiento no era sino <strong>un</strong> empeño desesperado por salir de a<strong>que</strong>l pozo<br />
inconmensurable. Ahora sé <strong>que</strong> el pozo tiene <strong>un</strong> fondo mucho más prof<strong>un</strong>do del <strong>que</strong> yo<br />
creí tocar. Y <strong>que</strong> la copa del dolor no llega a colmarse n<strong>un</strong>ca, por más <strong>que</strong> la llenemos.<br />
Regresó el archivero, presa de cómica agitación. Sus pasos resultaban torpes -mucho<br />
más al avanzar aprisa- y era tan bajo de estatura <strong>que</strong> estaba a p<strong>un</strong>to de desaparecer<br />
bajo los enormes estuches de cuero. Respiró aliviado cuando ya hubo sacado los<br />
pergaminos <strong>que</strong> la reina solicitaba, extendiéndolos ante ella sobre <strong>un</strong>a gran mesa de<br />
mármol cuadrado.<br />
Pero su alivio desapareció bajo <strong>un</strong>a nueva urgencia <strong>que</strong> le obligó a perderse de nuevo<br />
entre los archivos.<br />
-Tráeme ahora los documentos más recientes sobre el <strong>que</strong> se hace llamar César<br />
Octavio Augusto.<br />
A solas con Soslgenes, la reina recobró su expresión severa. Su mirada dejó de<br />
expresar sentimientos y se convirtió en <strong>un</strong> archivo más.<br />
-Olvida cuanto hemos hablado, buen Sosígenes. Por<strong>que</strong> a partir de estos momentos<br />
mi interés por Antonio se limita a los datos <strong>que</strong> exponen estas crónicas y, mientras<br />
dejaba pasar las páginas con cierta negligencia, añadió-: ¡Un hombre encerrado en <strong>un</strong><br />
estuche de cuero! ¿Es posible <strong>que</strong>, a largo plazo, el resumen de nuestra vida se limite a<br />
ser <strong>un</strong> dato mejor o peor archivado?<br />
-En el mejor de los casos. En la mayoría, ni siquiera <strong>un</strong> número. -Con sólo volver la<br />
página aparece la grandeza y la miseria del hombre por quien tanto llegué a sufrir. Aquí,<br />
cuando era trib<strong>un</strong>o. Aquí, cuando persiguió a los asesinos de César. Aquí, cuando se <strong>un</strong>ió<br />
a Octavio y Lépido para formar el tri<strong>un</strong>virato.<br />
-Todavía no ha expirado, reina mía.<br />
-Lo sé. Omito intencionadamente estos fragmentos por<strong>que</strong> en ellos está mi propia<br />
crónica: ¡el día en <strong>que</strong> Antonio conoció a Cleopatra!