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No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

104<br />

<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

Dejando atrás <strong>un</strong> largo corredor de blancos muros <strong>que</strong> com<strong>un</strong>icaba las dependencias<br />

privadas del palacio con la Gran Biblioteca, la reina accedió a <strong>un</strong>a de sus salas<br />

sec<strong>un</strong>darias y, a través de nuevos pasillos cuya intensa blancura llegaba a conf<strong>un</strong>dir la<br />

vista cual <strong>un</strong> laberinto, pasó a los archivos del Estado.<br />

Sosígenes, en actitud dubitativa y acaso enojada, intentaba seguir su rápido avance.<br />

De vez en cuando veíase obligado a detenerse -tanto puede el azote divino llamado<br />

gota- y ella le imitaba, en signo de gentileza, pese a <strong>que</strong> no podía evitar <strong>un</strong> gesto de<br />

excitación. Pero <strong>un</strong> diálogo mudo se estaba desarrollando entre ambos; y el inevitable<br />

motivo del mismo era Marco Antonio. Su nombre sonaba de nuevo en a<strong>que</strong>l palacio <strong>que</strong><br />

había conseguido excluirle por completo. Su nombre volvía a amenazar. De hecho,<br />

cualquier adivino de los <strong>que</strong> Cleopatra consultaba diariamente podría pronosticar<br />

f<strong>un</strong>estos augurios a partir de a<strong>que</strong>lla reaparición. Y a<strong>un</strong><strong>que</strong> las palabras de la<br />

superchería eran las últimas <strong>que</strong> Sosígenes estaría dispuesto a escuchar -y mucho<br />

menos a atender- deseó ardientemente <strong>que</strong> cualquiera de a<strong>que</strong>llos insensatos acudiese<br />

con sus magias a exorcizar los posibles excesos de la reina.<br />

¡Extraña es la sabiduría alejandrina! Educada en la razón, cimentada en el justo<br />

criterio, no se impide a sí misma dejar paso libre a cualquier elemento <strong>que</strong> la razón<br />

olvidó catalogar.<br />

Sólo así era posible <strong>que</strong> en a<strong>que</strong>l gran recinto del saber, en la biblioteca <strong>que</strong><br />

catalogaba los momentos más preciosos del pensamiento humano, <strong>un</strong> sabio consejero<br />

educado en la lectura de Aristóteles pudiese esperar con vehemencia los conjuros de<br />

<strong>un</strong>os hechiceros negros <strong>que</strong> tenían fama de atravesar con cuchillos maléficos el corazón<br />

de los enemigos del amor.<br />

Y cuando en <strong>un</strong>a de las detenciones a <strong>que</strong> el apurado paso de la vejez le obligaba<br />

intentó Sosígenes abordar abiertamente el tema de Marco Antonio, la reina se revistió<br />

con su máscara de esfinge, sonrió como ella -es decir, no sonrió- y dijo escuetamente:<br />

-Es <strong>un</strong>a suerte <strong>que</strong> los cronistas no sigan los dictados del corazón. Si se hubieran<br />

acogido al olvido como hizo la reina de Egipto, hoy careceríamos de la información <strong>que</strong><br />

precisamos.<br />

Sosígenes se limitó a asistir con prof<strong>un</strong>do asombro a los altibajos de a<strong>que</strong>l corazón<br />

<strong>que</strong>, a fin de cuentas, ya no era tan joven como para permitírselos.<br />

Antes de penetrar en la gran sala de lectura, Sosígenes se inclinó con extremo respeto<br />

-y no menos extrema dificultad- ante <strong>un</strong>a hornacina en forma de concha <strong>que</strong> contenía el<br />

busto de <strong>un</strong> anciano <strong>que</strong> sonreía discretamente y lanzaba destellos de sabiduría a través<br />

de <strong>un</strong>os ojos vacíos. Era Zenódoto, el primer bibliotecario de a<strong>que</strong>lla magna institución.<br />

El hombre a quien Alejandría debía la gloria de haber sistematizado los dos grandes<br />

poemas de Homero, haciéndolos más asequibles al lector moderno.<br />

«Los dioses de la sabiduría están ebrios como el Dionisos <strong>que</strong> protege a Marco Antonio<br />

-pensó Sosígenes, con la debida nostalgia por <strong>un</strong> tiempo mejor-. Si de estas salas salió<br />

<strong>un</strong> día la primera gramática griega, hoy sólo sirven para <strong>que</strong> las mujeres vengan a<br />

dilucidar sus as<strong>un</strong>tos sentimentales. La razón de la sinrazón, en resumen.»<br />

Pero no eran éstas las intenciones de Cleopatra Séptima. O no lo eran<br />

exclusivamente. Y a buen seguro <strong>que</strong> el discreto Sosígenes lo sabía también.<br />

Alg<strong>un</strong>os jóvenes <strong>que</strong> se encontraban clasificando los volúmenes de geografía (<strong>un</strong>a de<br />

las grandes especialidades de la institución) se inclinaron respetuosamente al paso de la<br />

reina y su consejero. Y en pleno aturdimiento, <strong>un</strong>o de ellos llegó al extremo de colocar<br />

los brazos a la altura de las rodillas, como se hacía en tiempos pasados.<br />

Pero Cleopatra distaba mucho de apreciar las fruslerías del protocolo. Con firme<br />

decisión dirigía sus pasos a las salas donde se conservaban los anales y cronologías de la<br />

historia contemporánea.

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