No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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09.05.2013 Views

No digas que fue un sueño 101 Terenci Moix La entereza de la esfinge vaciló por un instante. -¿Añadió algo más? -Añadió: «Mis días sin ella están vacíos». -¿En qué tono lo dijo? -preguntó la reina, ya interesada. -Si ladrase, como vos decíais, le saldrían los gemidos de un perro que perdió a su amo. -Entonces me necesita... Se volvió rápidamente para evitar que el soldado comprobase en su rostro el alcance de sus propias palabras. Se resistía con todas sus fuerzas a que nadie, ni siquiera Sosígenes, asistiera al nacimiento de una dimensión inesperada de sí misma. Y todo su cuerpo tembló al revivir por un instante el calor del de Antonio en otros tiempos. Era imposible que regresase aquel calor de un deseo perdido en el tiempo. En los casi cuatro años que separaban a Cleopatra de sus últimas noches de placer, el cuerpo de Antonio había perdido todos sus privilegios, y acaso su beligerancia. Cuerpo hermoso, sí; masculinidad arrolladora, sí, pero de ningún modo un caso único. Cualquier oficial de la guardia palatina podría ofrecerle hoy el mismo ímpetu, 1a misma apostura con que la deslumbrase Antonio en aquellos días ya lejanos. -Cleopatra, si puedo invocar la amistad que me demostraste en otro tiempo, atiende a mi ruego: ¡vuelve con Antonio! -¿Pretendes conmover a una roca? Sosígenes la miraba de soslayo, sin creerla. -¡Fuisteis los dos tan felices! ¿O ya no lo recuerdas? -Tanto lo recuerdo que merecería ser azotada por ello. Tanto lo olvidé, que ahora siento añoranza de cuando aún lo recordaba con más fuerza. Tanto le quise que es imposible volver a quererle como antes... Sentóse en el trono y ante los escandalizados ojos de Sosígenes dejó de lado las insignias de la realeza. Acto seguido se quitó la doble corona con sus propias manos, sin esperar la ayuda de sus damas. Su cabellera se desplomó sobre el vestido de oro. Sus brazos descansaron en los del trono, también de oro. Y sobre su cabeza se desplegaban las alas del halcón divino, de Horus, desparramando más oro sobre su majestad. -El recuerdo fatiga más que la política -murmuró, dulcernente-. Si estuviésemos discutiendo un asunto de estado me verías erguida, autoritaria, dominante. ¡Reina de oro y a la vez diosa! Pero el recuerdo me sume en un dolor muy vago y demasiado dulce. Y no sé qué decirte que no hayas dicho tú en tu mensaje. «Antonio te llama, Antonio te necesita.» Yo sólo puedo responder: ¿Qué quiere hoy Marco Antonio que su reina no le hubiese dado ya con creces? -Te pide, te suplica, que te reúnas con él en Antioquía. -¿He de correr tras él? -rió la reina-, En verdad que resulta cómico. -No corras, mi reina, Navega, simplemente. Cleopatra y el soldado cambiaron una mirada de inteligencia. Y Sosígenes celebró que el sentido del humor de romanos y alejandrinos coincidiese, por fin, en algún punto. -¡Navegar hasta Siria! ¿Qué tendría de extraño? Otros lo hacen por placer... -El placer no debes descartarlo... tratándose de Antonio... Enobarbo lanzó una risa tan grosera que Sosígenes se vio obligado a intervenir. -Te recuerdo que estás ante el trono de Egipto y no en una taberna romana.

No digas que fue un sueño 102 Terenci Moix --Déjale, Sosígenes. Y dejadme a mí también. --Se disponía a salir, dejando a Enobarbo sin respuesta. Pero antes de alcanzar la escalinata, añadió-: ¿Otra vez el placer que sólo puede proporcionar la puta de Egipto? ¡Ay, Enobarbo! Creí que al ganar en arios Antonio aprendería a ser más exigente con la vida. Por mi parte, no me quejo. Voy aprendiendo a no esperar de los humanos el comportamiento que exigimos a los dioses. Todo lo más, el de los dioses que protegen a Antonio: el de la bebida y el de la fuerza... ¿Querrá que yo llegue bajo el auspicio exclusivo de la diosa de la hermosura? -Quiere que llegue Cleopatra -exclamó el romano, ya impaciente. -Cleopatra llegará, te lo aseguro. Pero dile a Antonio que, durante la espera, se aprenda de memoria este mensaje: «La pasión es irrepetible, el deseo pasajero. También lo es la juventud. Antonio y Cleopatra ya no son jóvenes. ¿Qué podrán darse mutuamente en esta larga hora del crepúsculo?». -Se lo repetiré así, con la misma tristeza que emana de tus palabras. Pero en mis ojos brillará la alegría, porque son desobedientes y, además, estarán anunciando tu llegada. Cuando la audiencia hubo concluido, Cleopatra pidió a Sosígenes que le acompañase a la Gran Biblioteca. Y mientras se despojaba de sus galas, para mejor darse a la comodidad de la consulta, transmitió a Apolodoro, su capitán, el más extravagante de los mensajes. -Buscarás a una tal Trifena, llamada la Bitinia, y la traerás ante mí con urgencia... -Mi reina -exclamó Apolodoro, sin evitar un rubor-, esta mujer es... -Sé perfectamente quién es. Una ramera con un historial que la convierte en reina de su arte. Tráela como te pido... Descubrió la presencia del escándalo en el rostro siempre sereno de Sosígenes. Y en sus manos, una torpeza que le impedía manejar los documentos con la habilidad habitual. -Apolodoro, evitaremos que el buen Sosígenes tenga que avergonzarse en nombre del trono. Di a la ramera que se vista de penitente. Lo cual acallará cualquier habladuría. Cuando quedaron a solas, el buen consejero adoptó un tono decididamente patético. -Sin duda te ha mordido un mono loco, o te ha dado tanto el sol que tu cerebro se ha secado como esos higos que venden los judíos... -Detesto a los monos. En cuanto a mi cerebro está perfectamente. Pero no sé cómo estará el de Antonio. Así, pues, necesito tomar mis defensas. -¿Y han de ser las de una ramera? -Las únicas de que puedo disponer, si mi enemigo se ha convertido en un vulgar sátiro. Aunque habló con tristeza, puso gran decisión en sus palabras. Al fin y al cabo, la mismísima Onfalia tuvo que colocar el sexo en el sitio del cerebro para retener al poderoso Hércules. -Acompáñame, Sosígenes. Necesito conocer el estado actual de Antonio y el lugar que ocupa en el mundo. Mientras Cleopatra caminaba en pos de su pasado, sus doncellas consolaban a la hermosa Balkis, cuyo corazón lloraba por una pasión funesta. Y el gineceo real se llenaba de gemidos prolongados que no eran patéticos como los del amor, sino espantosos, horrísonos como los del odio. Y en vano reflexionaba el ciego Ramose, a los sones de su arpa dorada:

<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

102<br />

<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

--Déjale, Sosígenes. Y dejadme a mí también. --Se disponía a salir, dejando a<br />

Enobarbo sin respuesta. Pero antes de alcanzar la escalinata, añadió-: ¿Otra vez el<br />

placer <strong>que</strong> sólo puede proporcionar la puta de Egipto? ¡Ay, Enobarbo! Creí <strong>que</strong> al ganar<br />

en arios Antonio aprendería a ser más exigente con la vida. Por mi parte, no me <strong>que</strong>jo.<br />

Voy aprendiendo a no esperar de los humanos el comportamiento <strong>que</strong> exigimos a los<br />

dioses. Todo lo más, el de los dioses <strong>que</strong> protegen a Antonio: el de la bebida y el de la<br />

<strong>fue</strong>rza... ¿Querrá <strong>que</strong> yo llegue bajo el auspicio exclusivo de la diosa de la hermosura?<br />

-Quiere <strong>que</strong> llegue Cleopatra -exclamó el romano, ya impaciente.<br />

-Cleopatra llegará, te lo aseguro. Pero dile a Antonio <strong>que</strong>, durante la espera, se<br />

aprenda de memoria este mensaje: «La pasión es irrepetible, el deseo pasajero.<br />

También lo es la juventud. Antonio y Cleopatra ya no son jóvenes. ¿Qué podrán darse<br />

mutuamente en esta larga hora del crepúsculo?».<br />

-Se lo repetiré así, con la misma tristeza <strong>que</strong> emana de tus palabras. Pero en mis ojos<br />

brillará la alegría, por<strong>que</strong> son desobedientes y, además, estarán an<strong>un</strong>ciando tu llegada.<br />

Cuando la audiencia hubo concluido, Cleopatra pidió a Sosígenes <strong>que</strong> le acompañase a<br />

la Gran Biblioteca. Y mientras se despojaba de sus galas, para mejor darse a la<br />

comodidad de la consulta, transmitió a Apolodoro, su capitán, el más extravagante de<br />

los mensajes.<br />

-Buscarás a <strong>un</strong>a tal Trifena, llamada la Bitinia, y la traerás ante mí con urgencia...<br />

-Mi reina -exclamó Apolodoro, sin evitar <strong>un</strong> rubor-, esta mujer es...<br />

-Sé perfectamente quién es. Una ramera con <strong>un</strong> historial <strong>que</strong> la convierte en reina de<br />

su arte. Tráela como te pido...<br />

Descubrió la presencia del escándalo en el rostro siempre sereno de Sosígenes. Y en<br />

sus manos, <strong>un</strong>a torpeza <strong>que</strong> le impedía manejar los documentos con la habilidad<br />

habitual.<br />

-Apolodoro, evitaremos <strong>que</strong> el buen Sosígenes tenga <strong>que</strong> avergonzarse en nombre del<br />

trono. Di a la ramera <strong>que</strong> se vista de penitente. Lo cual acallará cualquier habladuría.<br />

Cuando <strong>que</strong>daron a solas, el buen consejero adoptó <strong>un</strong> tono decididamente patético.<br />

-Sin duda te ha mordido <strong>un</strong> mono loco, o te ha dado tanto el sol <strong>que</strong> tu cerebro se ha<br />

secado como esos higos <strong>que</strong> venden los judíos...<br />

-Detesto a los monos. En cuanto a mi cerebro está perfectamente. Pero no sé cómo<br />

estará el de Antonio. Así, pues, necesito tomar mis defensas.<br />

-¿Y han de ser las de <strong>un</strong>a ramera?<br />

-Las únicas de <strong>que</strong> puedo disponer, si mi enemigo se ha convertido en <strong>un</strong> vulgar<br />

sátiro.<br />

A<strong>un</strong><strong>que</strong> habló con tristeza, puso gran decisión en sus palabras. Al fin y al cabo, la<br />

mismísima Onfalia tuvo <strong>que</strong> colocar el sexo en el sitio del cerebro para retener al<br />

poderoso Hércules.<br />

-Acompáñame, Sosígenes. Necesito conocer el estado actual de Antonio y el lugar <strong>que</strong><br />

ocupa en el m<strong>un</strong>do.<br />

Mientras Cleopatra caminaba en pos de su pasado, sus doncellas consolaban a la<br />

hermosa Balkis, cuyo corazón lloraba por <strong>un</strong>a pasión f<strong>un</strong>esta. Y el gineceo real se llenaba<br />

de gemidos prolongados <strong>que</strong> no eran patéticos como los del amor, sino espantosos,<br />

horrísonos como los del odio.<br />

Y en vano reflexionaba el ciego Ramose, a los sones de su arpa dorada:

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