Laberinto de sueños - Libros de Rosa Villada
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demás, nunca podrás llegar a ser realmente libre, porque siempre estarás condicionado por el exterior. Gabriel creía que esta forma de pensar de su maestra implicaba un criterio moral. Para él, lo más importante era no juzgar. Su brujería era fría e impersonal. Abstracta, ni buena ni mala. Eran los demás, y no él, los que juzgaban los resultados de su magia como positivos o negativos. Él vivía sin valores, sin criterios morales. No servía ni a dios ni al diablo. Sólo servía a la vida, y ésta era una moneda de dos caras, en la que convivían la luz y las tinieblas. Pero él no era quien para juzgarla, ni para estar a favor o en contra de nada. Recordando las largas discusiones que mantenía con su maestra, Gabriel llegó junto al mar y contemplando el movimiento rítmico de las olas, sintió una gran nostalgia por la ausencia de la mujer que le había enseñado los misterios de la existencia. Salpicado por la espuma salada que bañaba el malecón, revivió el momento en que la conoció allí mismo, cuando él era un joven lleno de odio y orgullo. Aquella mujer, no sólo había sido su maestra, sino que era la única persona que le había aceptado tal como era, y le había mostrado cariño durante toda su vida. La añoranza de ese amor desinteresado hizo que a Gabriel se le pusiera un nudo en la garganta al recordar la última discusión que tuvieron, sólo unos días antes de que Esperanza Milagros muriera. Llevaba varios meses sin visitarla, porque cada vez que se veían la anciana le reprochaba que siguiera realizando hechizos mortales. Ese día, harto de sus recriminaciones, y con el único objeto de molestarla, Gabriel le contó, con toda la frialdad que pudo y presumiendo de su poder, cómo muy pronto iba a lanzar otro hechizo mortal contra un tal Raimundo Carbajal, encargado por un rival político. Aunque también él tenía mucho cariño a su maestra, a veces se enfrentaba a ella sólo para no tener que admitir que los reproches de aquella mujer le afectaban más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Era su forma de provocarla, y también una manera de reafirmarse en su autonomía, frente a los criterios de la anciana. Sin embargo, aquel día su maestra no respondió a sus provocaciones, no discutió con él y tampoco intentó persuadirle para que no llevase a cabo aquel hechizo mortal. Recordando ahora la escena, Gabriel se
dio cuenta de que el proceder de la anciana había sido muy raro. Ese día, Esperanza Milagros se quedó callada y dio muestras de estar muy afectada. En esos momentos Gabriel pensó que era la enfermedad la que estaba haciendo mella en el ánimo de su maestra, y ésta se sentía cansada para discutir con él. Pero ahora, al recapitular sobre la extraña reacción de la hechicera, Gabriel pensó que su comportamiento no fue normal y que él no supo entender entonces qué era lo que le pasaba... Y tampoco lo comprendía ahora. Con la mirada perdida en el horizonte, Gabriel recordó en esos instantes las únicas palabras que pronunció su maestra, mientras esbozaba una ligera sonrisa: “Otra vez el laberinto –dijo- los caminos vuelven a cruzarse”. Hasta ese momento, Gabriel había olvidado por completo aquellas palabras, y ahora se preguntaba qué habría querido decir su maestra. Con esta pregunta rondándole en la cabeza, el santero llegó hasta unas escondidas rocas, en las que solía sentarse frente al mar. Aquel era un lugar al que acudía con frecuencia buscando soledad, fuera de las indiscretas miradas de los turistas que solían pasear por el malecón. Cuando se acomodó, procuró dejar la mente en blanco y adoptó una actitud receptiva, en espera de alguna respuesta a la pregunta que se había instalado en su mente. El sonido de las olas chocando contra las piedras le proporcionó una gran tranquilidad interna. Todo estaba bien. El mundo era perfecto. El agua, siempre en movimiento, iba y venía rítmicamente. Admirando aquel paisaje se podía advertir cómo la fuerza de la vida impregnaba todas las cosas. Una vida que no podía percibir como buena ni mala, pero sí tremendamente poderosa. Y él se identificaba totalmente con esa vida. Con esa fuerza en movimiento que hacía que cada instante fuera distinto del siguiente. Gabriel cerró los ojos y se dejó llevar por el sonido de las olas. Y fue en ese estado de conciencia cuando notó intensamente la presencia de su maestra, como si ella estuviera en ese mismo lugar. Sobresaltado por esta experiencia tan vívida, Gabriel abrió los ojos y miró rápidamente a un lado y a otro buscando a la anciana. Allí no había nadie, sin embargo, tenía la absoluta certeza de que su maestra estaba intentando comunicarse con él, y pensó que para ello utilizaría
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preguntaba qué habría querido <strong>de</strong>cir su maestra.<br />
Con esta pregunta rondándole en la cabeza, el santero llegó hasta unas<br />
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que se había instalado en su mente. El sonido <strong>de</strong> las olas chocando contra las piedras<br />
le proporcionó una gran tranquilidad interna. Todo estaba bien. El mundo era perfecto.<br />
El agua, siempre en movimiento, iba y venía rítmicamente. Admirando aquel paisaje se<br />
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