Laberinto de sueños - Libros de Rosa Villada
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-¿Qué te pasa? –preguntó Teresa casi gritándole, con gran urgencia en la voz. -No lo sé –respondió el joven en un susurro, mientras mantenía la postura encogida- me duele mucho. Con cara de pánico, Teresa le ayudó a tumbarse en el sofá. Ella sí sabía lo que le estaba pasando: El hechizo había empezado a actuar.
Capítulo XI Gabriel Olmo sujetaba con su mano izquierda la figura de cera que representaba a Raimundo Carbajal. Con la mano derecha sostenía un alfiler que iba clavando, una y otra vez, bajo el ombligo de la figurita. El santero realizaba su hechizo alumbrado por la luz de una vela negra, mientras miraba fijamente la foto de Raimundo que le habían facilitado, y murmuraba unas palabras ininteligibles. Junto a él, se encontraba el reloj que Diego Castillo había conseguido quitarle a Raimundo, al cambiárselo por otro de mucho más valor. No era ésta la primera vez que Gabriel Olmo hacía un sortilegio mortal. Ya lo había realizado en otras ocasiones y, a excepción de una sola vez, siempre con éxito. El poder que demostraba para culminar este tipo de hechizos, y su falta de escrúpulos para hacerlos, no le granjeaba mucho cariño por parte de otros santeros. Aunque sí un gran respeto. O quizás habría que decir temor. Gabriel Olmo era un santero temido por todos. Su aspecto físico era impresionante. Medía casi dos metros y su complexión era fuerte, pero su cuerpo se mantenía flexible y ágil, hasta el punto de que parecía mucho más joven de los 40 años que acababa de cumplir. Su piel era muy morena, así como su pelo, que llevaba siempre muy corto. Pero lo que más llamaba la atención de él era su nariz aguileña y sus ojos penetrantes. Su mirada era terrible. Sólo con ella podía poner la piel de gallina a cualquiera. Él lo sabía y la utilizaba para hacerse temer. Ya desde niño la fiereza de sus ojos llamaba la atención, y provocaba que sus compañeros le temieran. Nadie quería jugar con él. Su padre, un marinero borracho que le pegaba continuamente, al igual que hacía con su mujer, le dijo un día que con esa mirada nunca le querría nadie. “Sólo puedes conseguir que te tengan miedo. Tienes cara de
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-No lo sé –respondió el joven en un susurro, mientras mantenía la postura encogida-<br />
me duele mucho.<br />
Con cara <strong>de</strong> pánico, Teresa le ayudó a tumbarse en el sofá. Ella sí sabía lo que le<br />
estaba pasando: El hechizo había empezado a actuar.