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Laberinto de sueños - Libros de Rosa Villada

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levantina. Sin embargo, la urgencia que se <strong>de</strong>tectaba en la voz <strong>de</strong> aquel <strong>de</strong>sconocido<br />

y, sobre todo, el mensaje que le dio <strong>de</strong> parte <strong>de</strong> su padre: “Tiene que confesarle algo<br />

muy importante antes <strong>de</strong> morir”, hizo que Raimundo tomase el primer tren con <strong>de</strong>stino<br />

a la ciudad don<strong>de</strong> había pasado su infancia y su adolescencia.<br />

De forma repentina, los recuerdos acudieron en tropel a la mente <strong>de</strong> Raimundo.<br />

Más que recuerdos eran imágenes vívidas <strong>de</strong> algunos momentos que había pasado<br />

entre las cuatro pare<strong>de</strong>s <strong>de</strong> aquel sótano. ¡Dios, cómo odiaba esa casa! Cómo<br />

aborrecía ese minúsculo espacio maloliente por la humedad, y en el que apenas<br />

entraba la luz. Cuando alguno <strong>de</strong> sus compañeros <strong>de</strong> colegio quería ir a su casa al<br />

terminar las clases, Raimundo siempre ponía alguna excusa, porque no quería que<br />

sus amigos vieran dón<strong>de</strong> vivía. En una ocasión, y ante la imposibilidad <strong>de</strong> evitar que<br />

uno <strong>de</strong> sus amigos fuera hasta allí, le mintió diciendo que no había nadie en su casa<br />

pero que, si quería, podían esperar en la portería a que llegase su familia. Aquel día,<br />

Raimundo se acostó avergonzado porque su padre, sin que nadie le dijera nada, había<br />

intuido la situación y se había comportado ante él y su compañero <strong>de</strong> clase, como si<br />

sólo fuera el portero <strong>de</strong> la finca don<strong>de</strong> vivía, y no su padre. Aunque Raimundo pasó<br />

toda la noche llorando <strong>de</strong> rabia y humillación, nunca hablaron <strong>de</strong> aquello. Tomás no<br />

hablaba casi nunca <strong>de</strong> nada. No había forma <strong>de</strong> discutir con él, y los reproches que le<br />

lanzaba Raimundo, se estrellaban siempre ante un muro <strong>de</strong> silencio. ¡Cómo odiaba los<br />

silencios <strong>de</strong> su padre! ¡Cómo aborrecía sus miradas compasivas y sus maneras<br />

con<strong>de</strong>scendientes! Al reencontrarse ahora con esos sentimientos, continuaron<br />

asomándose a su memoria muchas <strong>de</strong> las vivencias que experimentó en aquel lugar.<br />

Como el juramento que se hizo un día <strong>de</strong> que, cuando saliera <strong>de</strong> aquella casa,<br />

nunca volvería a vivir en un sótano. Jamás volvería a mirar a las personas <strong>de</strong>s<strong>de</strong><br />

abajo. En ningún momento <strong>de</strong> su vida volvería a ver las piernas <strong>de</strong> la gente al mirar<br />

por una ventana. Al recordar el momento en que se hizo ese juramento, las lágrimas<br />

volvieron a asomarse a los ojos <strong>de</strong> Raimundo y nuevamente experimentó la rabia que<br />

sintió entonces. ¡Cómo olvidar aquella noche! Él tendría unos catorce o quince años, y

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