Laberinto de sueños - Libros de Rosa Villada
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-A no ser... –dijo en voz alta mirándose al espejo, mientras terminaba de quitarse la espuma de la cara- a no ser que funcione mi encargo. Y funcionará. Estoy seguro de que funcionará. Este sistema nunca me ha fallado. Aunque jamás había llegado tan lejos –reconoció con cierta preocupación- Con frialdad, mantuvo la mirada al rostro que había reflejado en el espejo, y siguió hablando consigo mismo. -Si, no me mires de esa forma. Tú estuviste de acuerdo. ¿Acaso había otra solución? Sabes muy bien que no la había, que ése era el último recurso. Además, no voy a ser el primero y, seguramente, tampoco seré el último. ¿Qué culpa tengo yo de que las cosas funcionen de esta manera? ¡Tener que recurrir a algo así, después de todo lo que yo le he dado al Partido! Porque no ha sido el Partido el que ha ganado seis elecciones seguidas: he sido yo, Diego Castillo, el que he conseguido las victorias – dijo finalizando el monólogo mientras se metía en la ducha- El contacto con el agua caliente le sentó bien. Últimamente no dormía mucho. Tenía que reconocer que estaba preocupado, y eso le alteraba el sueño. Pero, sobre todo, estaba cabreado. Muy cabreado. La culpa la tenían las encuestas. O mejor dicho, los imbéciles que se las creían. Todas los sondeos le daban como perdedor en las próximas elecciones, y por eso el Partido le obligaba a nombrar un sucesor. No se podían permitir el lujo de perder votos en el Territorio. Estaba en juego el futuro Gobierno de la nación, y era la hora de cambiar de candidato, de poner a alguien más joven que no estuviera quemado. Eso es lo que le habían dicho, sin tener en cuenta que si el Territorio había alcanzado los niveles de progreso que ahora tenía, se lo debían a él, y sólo a él. Mientras salía de la ducha y se dirigía al armario para coger un traje, y una corbata que le hiciera juego con la camisa, Diego recordó la desagradable conversación que mantuvo tiempo atrás con Jaime Espinosa, y la falta de tacto que éste había demostrado para imponer su criterio. La sangre le hirvió en las venas al recapitular sobre aquella reunión. Sobre todo cuando Espinosa puso encima de la
mesa la encuesta del CIS, y otras dos que había encargado el Partido, y le dijo sin tapujos: - No vas a ganar las próximas elecciones, Diego, así que no te empeñes. O te retiras, o te retiramos. Es algo que ya está decidido, no me voy a jugar el futuro Gobierno de la nación perdiendo votos en el Territorio. Tu tiempo se ha acabado, y la gente quiere caras nuevas. Perdona la sinceridad, pero no me voy a andar por las ramas. Tenemos la suerte de contar con el sucesor idóneo: Raimundo Carbajal. Así que, o te retiras y le facilitas el camino o, sencillamente, te retiramos nosotros. Como muy bien sabes la competencia para nombrar candidatos territoriales la tiene la dirección nacional del partido. Eso no hace falta que te lo diga. Y, además de la competencia, tengo los apoyos suficientes para llevar a cabo el relevo. Con tu colaboración o sin ella. Recordando esta conversación, Diego notó cómo la rabia se apoderaba de nuevo de él. Y no sólo sintió repugnancia hacia Jaime Espinosa, sino que también experimentó cierto enfado consigo mismo, por la imagen de debilidad que le ofreció. Y, sobre todo, por haber dado a Espinosa la oportunidad de disfrutar, al negarle lo que él le pedía. -Yo puedo remontar los malos resultados que me otorgan las encuestas –le respondió- no sería la primera vez... -No, esta vez no puedes –le cortó tajantemente el dirigente nacional- Esa es la cuestión. Y, además, ya no queda tiempo. Sólo falta un año para las elecciones, y hay que promocionar al nuevo candidato. Muy pronto cumplirás 25 años como presidente del Gobierno del Territorio. Hemos pensado que esas bodas de plata son un buen momento para anunciar tu próxima retirada y el nombre de tu sucesor. Así hasta parecerá que has sido tú quien lo ha decidido –afirmó Espinosa mientras le daba un golpecito en la espalda, y exhibía una irónica sonrisa- Cómo le odió Diego en esos momentos. Tuvo que contener su ira para no golpearlo allí mismo ¿Pero quien se creía que era? ¿Acaso había olvidado aquel cretino que si había llegado como máximo dirigente a la dirección nacional, no era por méritos propios, sino gracias al dinero y las influencias de su suegro? ¿Quién era Jaime
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Con frialdad, mantuvo la mirada al rostro que había reflejado en el espejo, y siguió<br />
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-Si, no me mires <strong>de</strong> esa forma. Tú estuviste <strong>de</strong> acuerdo. ¿Acaso había otra solución?<br />
Sabes muy bien que no la había, que ése era el último recurso. A<strong>de</strong>más, no voy a ser<br />
el primero y, seguramente, tampoco seré el último. ¿Qué culpa tengo yo <strong>de</strong> que las<br />
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que yo le he dado al Partido! Porque no ha sido el Partido el que ha ganado seis<br />
elecciones seguidas: he sido yo, Diego Castillo, el que he conseguido las victorias –<br />
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El contacto con el agua caliente le sentó bien. Últimamente no dormía mucho.<br />
Tenía que reconocer que estaba preocupado, y eso le alteraba el sueño. Pero, sobre<br />
todo, estaba cabreado. Muy cabreado. La culpa la tenían las encuestas. O mejor<br />
dicho, los imbéciles que se las creían. Todas los son<strong>de</strong>os le daban como per<strong>de</strong>dor en<br />
las próximas elecciones, y por eso el Partido le obligaba a nombrar un sucesor. No se<br />
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Gobierno <strong>de</strong> la nación, y era la hora <strong>de</strong> cambiar <strong>de</strong> candidato, <strong>de</strong> poner a alguien más<br />
joven que no estuviera quemado. Eso es lo que le habían dicho, sin tener en cuenta<br />
que si el Territorio había alcanzado los niveles <strong>de</strong> progreso que ahora tenía, se lo<br />
<strong>de</strong>bían a él, y sólo a él. Mientras salía <strong>de</strong> la ducha y se dirigía al armario para coger un<br />
traje, y una corbata que le hiciera juego con la camisa, Diego recordó la <strong>de</strong>sagradable<br />
conversación que mantuvo tiempo atrás con Jaime Espinosa, y la falta <strong>de</strong> tacto que<br />
éste había <strong>de</strong>mostrado para imponer su criterio. La sangre le hirvió en las venas al<br />
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