Laberinto de sueños - Libros de Rosa Villada
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Capítulo XVIII Diego Castillo se sentía mal. Desde que Enriqueta Beltrán le había comunicado que no habría hechizo mortal contra Raimundo Carbajal, había empezado a notar una presión en la parte superior del abdomen, que le dificultaba la respiración. Achacó su malestar a la indigestión de la comida, producida sin duda por tan inesperada y desagradable noticia. Antes de salir hacia la sede del Partido, donde debía mantener una reunión con Jaime Espinosa y con Raimundo, Diego se echó agua fría en la cara para aliviar las náuseas y los sudores que estaba sintiendo. Pensó que el aire fresco de esas primeras horas de la tarde le sentaría bien, y le dijo a Mauricio que prefería ir al Partido andando. No sin antes recordar a su chófer que Paloma le aguardaba en su casa, para que la llevase al aeropuerto a recoger a sus hijas, que esa misma tarde llegaban desde Suiza. Sin reaccionar aún del todo por lo que le había comunicado la vieja vidente, Diego salió a la calle y se encaminó lentamente hacia la sede de su Partido. Mientras andaba como un autómata, intentaba analizar la situación y buscar una salida al grave conflicto que se le había creado. Sin dejar de sudar y sintiendo un dolor en el tórax, cada vez más intenso, pensó que la noticia que le había dado Enriqueta cambiaba totalmente su posición y le dejaba indefenso, sin muchas alternativas. No esperaba que Raimundo Carbajal asistiera al día siguiente a la Convención, porque estaba convencido de que, para entonces, el joven estaría muerto y él podría anunciar su candidatura a la reelección como presidente del Territorio. A lo largo de
los últimos días, se había imaginado muchas veces el discurso que iba a pronunciar. Y cómo antes de iniciarlo, pediría un minuto de silencio por la muerte del “compañero Raimundo”. Luego hablaría brevemente de él, y lo definiría como “un valor en alza dentro del Partido”. Después lamentaría que la muerte, siempre cruel, hubiera arrebatado a Raimundo, de forma prematura, una prometedora vida dedicada a la política”. Estaba seguro de que muchos de los presentes se preguntarían quien era el tal Raimundo, y sólo los iniciados sabrían que se estaba refiriendo al que iba a ser su sucesor. Pero aún así, sus palabras serían ovacionadas por todos y, después de los aplausos, él daría muestras, una vez más, de que no había mejor candidato que Diego Castillo para mantener el Gobierno del Territorio. Estaba convencido de que con Raimundo muerto nadie, absolutamente nadie en el Partido, pondría esto en duda. Ni siquiera el cabrón de Jaime Espinosa sería capaz de parar su candidatura, dado el poco tiempo que quedaba para las elecciones. “Y después –se dijo Diego para sus adentros- después ya me encargaré yo del hijoputa ese”. Absorto en estos pensamientos, Diego aceleró el paso para llegar cuanto antes al Partido, al constatar que cada vez se encontraba peor. Mientras recorría con dificultad los pocos pasos que le quedaban para llegar a la sede, empezó a pensar que no había sido una buena idea ir caminando, en lugar de utilizar el coche oficial. Sin querer prestar atención a lo mal que se sentía, quiso concentrarse en el problema que se le había planteado. Pero el creciente malestar que le invadía le impidió hacerlo. Continuó andando a duras penas hacia el Partido, cuya fachada se veía ya desde el lugar donde se encontraba, cuando sintió un fuerte dolor aplastándole el pecho. A pesar de su intensidad, como si un puño enorme le retorciera el corazón, Diego no se detuvo. Casi de forma inmediata, la presión se extendió hacia el hombro y el brazo izquierdo. Aún así, Diego hizo un esfuerzo y, con los dientes apretados continuó andando hasta que llegó a las puertas del Partido. Y allí mismo cayó fulminado en la acera.
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Capítulo XVIII<br />
Diego Castillo se sentía mal. Des<strong>de</strong> que Enriqueta Beltrán le había comunicado<br />
que no habría hechizo mortal contra Raimundo Carbajal, había empezado a notar una<br />
presión en la parte superior <strong>de</strong>l abdomen, que le dificultaba la respiración. Achacó su<br />
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<strong>de</strong>sagradable noticia. Antes <strong>de</strong> salir hacia la se<strong>de</strong> <strong>de</strong>l Partido, don<strong>de</strong> <strong>de</strong>bía mantener<br />
una reunión con Jaime Espinosa y con Raimundo, Diego se echó agua fría en la cara<br />
para aliviar las náuseas y los sudores que estaba sintiendo. Pensó que el aire fresco<br />
<strong>de</strong> esas primeras horas <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> le sentaría bien, y le dijo a Mauricio que prefería ir<br />
al Partido andando. No sin antes recordar a su chófer que Paloma le aguardaba en su<br />
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llegaban <strong>de</strong>s<strong>de</strong> Suiza. Sin reaccionar aún <strong>de</strong>l todo por lo que le había comunicado la<br />
vieja vi<strong>de</strong>nte, Diego salió a la calle y se encaminó lentamente hacia la se<strong>de</strong> <strong>de</strong> su<br />
Partido. Mientras andaba como un autómata, intentaba analizar la situación y buscar<br />
una salida al grave conflicto que se le había creado. Sin <strong>de</strong>jar <strong>de</strong> sudar y sintiendo un<br />
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Enriqueta cambiaba totalmente su posición y le <strong>de</strong>jaba in<strong>de</strong>fenso, sin muchas<br />
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No esperaba que Raimundo Carbajal asistiera al día siguiente a la Convención,<br />
porque estaba convencido <strong>de</strong> que, para entonces, el joven estaría muerto y él podría<br />
anunciar su candidatura a la reelección como presi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong>l Territorio. A lo largo <strong>de</strong>