Laberinto de sueños - Libros de Rosa Villada
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Castillo. Por nada del mundo se quería perder la cara que el presidente del Territorio iba a poner cuando le dijera la noticia. Pensó que tendría que hacer grandes esfuerzos para no reírse en sus morros. Para no decirle en sus propias narices que no siempre se podían controlar todas las cosas, como él pretendía y, sobre todo, si afectaban a las vidas de los demás. Sin poder borrar la sonrisa de su boca, la vidente olvidó por un momento sus muchos achaques, y con una fortaleza interior que no experimentaba hacía mucho tiempo, pensó que la inesperada decisión del santero cubano la reconciliaba con el mundo. Resultaba agradable que, al menos de vez en cuando, alguien tan poderoso como Diego Castillo no se saliera con la suya. Ella había vivido muy de cerca la evolución de aquel personaje, y había sido testigo de cómo la ambición de los primeros años del político se había ido transformando en una extremada arrogancia, hasta hacer de él un ser engreído y soberbio, adicto al poder e incapaz de ponerse en el lugar de los demás. Sin embargo, la determinación que había tomado un hombre, al que Diego ni siquiera conocía, a miles de kilómetros de distancia, iba a provocar que se vinieran abajo todos los oscuros planes del político. Suspirando profundamente, e intentando ponerse seria para que la alegría no se le notase en la voz, Enriqueta descolgó el teléfono y marcó el número privado de Guillermo Maestre. Unos instantes después oyó la voz del hombre de confianza de Diego Castillo, y la vidente le comunicó que debía ver al político, urgentemente. El secretario no se molestó en preguntarle el motivo de la visita, porque tenía orden de no inmiscuirse en las cosas entre Enriqueta y su jefe. Por eso se limitó a decirle que, si era tan urgente lo que le tenía que decir, podía ponerla en contacto telefónico con el presidente, en esos mismos momentos. Pero la vidente insistió en que tenía que ver a Diego personalmente y, además, debía hacerlo cuanto antes. Guillermo le comunicó que el presidente estaba almorzando en esos momentos fuera del Palacio, pero que a las cuatro tenía previsto volver, antes de marcharse a una reunión en el Partido. Ambos convinieron en que la vidente se desplazaría a la sede del Gobierno del Territorio, y esperaría allí para ver a Diego cuando volviera de comer. Para facilitarle el
traslado, Guillermo dijo a Enriqueta que mandaría el coche oficial a recogerla, puesto que el presidente no lo estaba utilizando. Cuando colgó el teléfono, la mujer volvió a experimentar esa especie de satisfacción interna que tenía desde que había recibido la llamada de Gabriel Olmo. Supuso que, después de lo que le iba a comunicar a Diego Castillo, el presidente ya no iba a querer verla más, y prescindiría de sus servicios para siempre. Y este pensamiento, lejos de preocuparle, le produjo cierta liberación. Cada vez se encontraba más vieja y cansada. Intuía que le quedaba poco tiempo de vida y, a lo único que aspiraba era a morir en paz. Estaba más que harta de sus citas semanales con Diego Castillo. Hubo un tiempo en que el político la escuchaba, y ella le aconsejaba los pasos que debía dar en su carrera. A qué enemigos debía evitar, y qué tipo de comportamientos favorecerían su buena imagen pública. Pero hacía varios años que el presidente ya no escuchaba a nadie. Sólo oía el eco de su propia voz, y cuando alguien le criticaba o entorpecía su camino para mantenerse en el poder, sencillamente lo machacaba. Enriqueta se preguntaba ahora qué iba a ser de Diego, si su partido le retiraba la confianza y lo sustituía como candidato por Raimundo Carbajal. Al hacerse esta pregunta, un escalofrío recorrió la espalda de la vidente. Acababa de acordarse de la última vez que echó las cartas al presidente, en ausencia de éste, y de ese arcano número 13 que salió para determinar su futuro. Rememorando aquellos momentos, cuando sacó la figura de la muerte del Tarot, Enriqueta se estremeció y, sin querer pensar más en ello, se dispuso a cambiarse de ropa y a prepararse para cuando Mauricio la recogiera. Cuando Diego Castillo llegó al Palacio, Enriqueta ya estaba aguardándolo. Intentando disimular un gesto de preocupación, el presidente la saludó y se encerró con ella en su despacho. No había más que mirar la cara de la vidente para saber que algo malo ocurría. Sin demora, Diego preguntó a Enriqueta a qué se debía su inesperada visita. Y la mujer, después de mirarle fijamente a los ojos durante unos instantes, le dijo con cara de circunstancias:
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Castillo. Por nada <strong>de</strong>l mundo se quería per<strong>de</strong>r la cara que el presi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong>l Territorio<br />
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había tomado un hombre, al que Diego ni siquiera conocía, a miles <strong>de</strong> kilómetros <strong>de</strong><br />
distancia, iba a provocar que se vinieran abajo todos los oscuros planes <strong>de</strong>l político.<br />
Suspirando profundamente, e intentando ponerse seria para que la alegría no<br />
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Guillermo Maestre. Unos instantes <strong>de</strong>spués oyó la voz <strong>de</strong>l hombre <strong>de</strong> confianza <strong>de</strong><br />
Diego Castillo, y la vi<strong>de</strong>nte le comunicó que <strong>de</strong>bía ver al político, urgentemente. El<br />
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Ambos convinieron en que la vi<strong>de</strong>nte se <strong>de</strong>splazaría a la se<strong>de</strong> <strong>de</strong>l Gobierno <strong>de</strong>l<br />
Territorio, y esperaría allí para ver a Diego cuando volviera <strong>de</strong> comer. Para facilitarle el