Laberinto de sueños - Libros de Rosa Villada
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Teresa rechazó la oferta de Raimundo para llevarla en su coche al hostal donde se hospedaba, aunque sí aceptó que le pidiera un taxi. Él la despidió con un beso en la mejilla, en la puerta de su apartamento. Cuando la joven cogió el ascensor, Raimundo, que aún estaba a medio vestir, se dirigió canturreando hacia la ducha. Atrás habían quedado olvidados los fuertes dolores de la noche anterior y de esa misma mañana. En su mente sólo había espacio para Teresa. “Creo que le propondré que se case conmigo” –dijo dirigiéndose al espejo, antes de meterse en la bañera- Cuando Teresa llegó al portal, el coche que le habían pedido ya la estaba esperando. Ella le dio la dirección al taxista y, al cabo de unos minutos, se bajaba en la puerta de lo que era su hogar en la Gran Ciudad. Antes de entrar en el hotel, la joven miró a su alrededor buscando una farmacia. En una esquina divisó un rótulo en el que parpadeaba una cruz verde. Se dirigió hasta allí y cuando llegó su turno pidió unos preservativos. Una señora de cierta edad que llevaba un diminuto perro chihuahua en los brazos, la miró de arriba abajo sin ningún recato -Es por mi trabajo ¿sabe? –le dijo Teresa bajando la voz, y acercando su boca al oído de la vieja- tengo el sida y no quiero contagiar a nadie por mi culpa. La señora se alejó discretamente de su lado, mientras el mancebo de la farmacia, un muchacho con el pelo engominado y de punta, le refería a Teresa los distintos sabores y colores de preservativos, para que ésta eligiera. -Me da igual –dijo ella- dame los que más te gusten. -Mi novia dice que estos de frambuesa están dabuten –respondió el muchacho, mientras le envolvía una caja a Teresa, ante la mirada escandalizada de la anciana. Al llegar a su luminosa y acogedora habitación, Teresa miró el reloj y se dejó caer encima de la cama, sintiendo un repentino agotamiento. Necesitaba darse una ducha y, sobre todo, poner en orden sus ideas y meditar sobre todo lo que había pasado entre Raimundo Carbajal y ella. Lo prioritario –pensó- era obtener el semen de Raimundo para poder hacer el contraembrujamiento lo antes posible. Lo más probable es que esa misma noche el hechizo provocara nuevos dolores, de forma que los
cuerpos físico y etéreo del joven estuvieran cada vez más debilitados. Eso favorecería, en días posteriores, el éxito del hechizo mortal. Al pensar en la posibilidad de que Raimundo pudiera morir, Teresa sintió cómo se le ponía la piel de gallina y, nuevamente, experimentó una gran desolación por la ausencia de su abuela. “La vida es extraña –dijo en voz alta- y yo me encuentro totalmente perdida”. Acurrucada en la cama, se tapó con la colcha y cerró los ojos, buscando una luz interior que pudiera alumbrarla en esos momentos. ¿Qué pasaría si no podía evitar la muerte de Raimundo? –se preguntó- Cuando leyó la carta que su abuela le había enviado a “El Brujo”, y decidió regresar desde Galicia hasta la Gran Ciudad, Raimundo era un desconocido para ella y, en realidad, no le importaba lo que pudiera pasarle. No es que le diera lo mismo que el joven viviera o muriera. No era eso, pero no tenía ninguna implicación emocional con él y, por tanto, aceptaba de buen grado lo que el destino le tuviera reservado. Ella iba a hacer su trabajo de forma impecable, pero como los resultados no estaban en su mano, tampoco se preocupaba más. Ahora, sin embargo, era distinto. Aquel hombre con quien había hecho el amor, le había proporcionado algo que nunca antes había experimentado. Había despertado en ella el deseo sexual y también, por qué no reconocerlo, el anhelo de experimentar el amor. Ese sentimiento pleno y lleno de contradicciones, sobre el que tanto le había alertado su abuela. Resultaba evidente que si la vida de Raimundo discurría hacia el norte, la suya iba hacia el sur, y que jamás lograrían encontrarse más allá de las circunstancias que ahora les habían unido. Sin embargo, ella le estaba agradecida por lo que el joven le había dado, y quería ayudarlo de verdad a que conservase su vida. Manteniendo los ojos cerrados y la postura fetal que tenía en esos momentos, Teresa no fue capaz de relajar su mente. Sintió como si un montón de pensamientos desbocados se agolpasen en sus sienes, intentando salir a la superficie y, sin poder controlarse, empezó a llorar desconsoladamente. Las lágrimas aliviaron la presión de su cabeza y, poco a poco, empezó a encontrarse mejor hasta que cayó rendida en un profundo sueño.
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Teresa rechazó la oferta <strong>de</strong> Raimundo para llevarla en su coche al hostal don<strong>de</strong> se<br />
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que aún estaba a medio vestir, se dirigió canturreando hacia la ducha. Atrás habían<br />
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En su mente sólo había espacio para Teresa. “Creo que le propondré que se case<br />
conmigo” –dijo dirigiéndose al espejo, antes <strong>de</strong> meterse en la bañera-<br />
Cuando Teresa llegó al portal, el coche que le habían pedido ya la estaba<br />
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joven miró a su alre<strong>de</strong>dor buscando una farmacia. En una esquina divisó un rótulo en<br />
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-Es por mi trabajo ¿sabe? –le dijo Teresa bajando la voz, y acercando su boca al oído<br />
<strong>de</strong> la vieja- tengo el sida y no quiero contagiar a nadie por mi culpa.<br />
La señora se alejó discretamente <strong>de</strong> su lado, mientras el mancebo <strong>de</strong> la farmacia, un<br />
muchacho con el pelo engominado y <strong>de</strong> punta, le refería a Teresa los distintos sabores<br />
y colores <strong>de</strong> preservativos, para que ésta eligiera.<br />
-Me da igual –dijo ella- dame los que más te gusten.<br />
-Mi novia dice que estos <strong>de</strong> frambuesa están dabuten –respondió el muchacho,<br />
mientras le envolvía una caja a Teresa, ante la mirada escandalizada <strong>de</strong> la anciana.<br />
Al llegar a su luminosa y acogedora habitación, Teresa miró el reloj y se <strong>de</strong>jó<br />
caer encima <strong>de</strong> la cama, sintiendo un repentino agotamiento. Necesitaba darse una<br />
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Raimundo para po<strong>de</strong>r hacer el contraembrujamiento lo antes posible. Lo más probable<br />
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