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siempre serás un deplorable sacerdote. Y por eso te quiero.<br />
Se separaron. La declaración del sacerdote había perturbado a Yuli. Sí, era un deplorable<br />
sacerdote, como decía Sifans. Un amante de la música, apenas.<br />
Se lavó la cara con agua helada; los pensamientos le ardían en la cabeza. Esas jerarquías de<br />
sacerdotes, si las había, sólo conducían al poder. No a Akha. La fe nunca tenía explicaciones<br />
precisas —de una precisión verbal comparable a la precisión de la música— sobre cómo la<br />
devoción podía mover una efigie de piedra; las palabras de la fe sólo llevaban a una nebulosa<br />
oscuridad llamada santidad. Entenderlo fue para él tan áspero como la toalla con que se secó las<br />
mejillas.<br />
Acostado en el dormitorio, muy lejos del sueño, vio cómo le habían quitado al anciano Sifans<br />
toda vida propia, y verdaderos amores, dejándolo sólo con unos molestos fantasmas de afecto.<br />
No le importaba si los que estaban a su cargo tenían fe o no. Quizá había dejado de preocuparse<br />
mucho antes. Las palabras y los enigmas de Sifans revelaban una profunda insatisfacción.<br />
Bruscamente atemorizado, Yuli se dijo que era mejor morir en el desierto que llevar una vida<br />
mediocre en la sombría seguridad de Pannoval. Aun si eso significaba abandonar el corno y las<br />
notas de «Oldorando». El miedo lo obligó a incorporarse, apartando la manta. Oscuros vientos,<br />
los infatigables habitantes del dormitorio, soplaban por encima de él. Se estremeció.<br />
Con un regocijo similar al que había sentido al entrar en Reck, mucho antes, dijo en voz baja: —<br />
No creo; no creo en nada.<br />
Creía en el poder sobre los demás. Lo veía todos los días. Pero eso era puramente humano.<br />
Quizás había dejado de creer en todo menos en la opresión durante aquel ritual, cuando unos<br />
hombres habían permitido que un odiado phagor arrancara a mordiscos las palabras de la<br />
garganta de Naab. Quizá las palabras de Naab todavía podían triunfar; quizá los sacerdotes se<br />
reformaran hasta que sus vidas tuvieran sentido. Las palabras, los sacerdotes, eran reales. Pero<br />
Akha no era nada.<br />
En la inquieta oscuridad susurró: —Akha, no eres nada.<br />
No murió, y el viento le susurraba aún en los cabellos.<br />
Saltó de la cama y echó a correr. Con los dedos rozando los bajorrelieves de los muros, corrió y<br />
corrió hasta que sintió el cuerpo exhausto y los dedos desollados. Regresó, sin aliento. Quería el<br />
poder y no la sumisión.<br />
La guerra de su mente se había calmado. Volvió a la cama. Mañana actuaría. No más<br />
sacerdotes.<br />
Mientras dormitaba, volvió a soñar. Estaba en una ladera helada. Su padre, capturado por los<br />
phagors, lo había abandonado. El había arrojado la lanza hacia un arbusto, con furia. Lo<br />
recordaba, recordaba el movimiento del brazo, la vibración de la lanza al clavarse entre las<br />
ramas andrajosas, el aire que le penetraba en los pulmones, agudo como un cuchillo.<br />
¿Por qué de pronto recordaba esas insignificancias? Como no era capaz de observarse a sí<br />
mismo, la pregunta quedó sin respuesta mientras él se deslizaba hacia el sueño.<br />
El día siguiente fue el último del interrogatorio de Usilk. Los interrogatorios sólo estaban<br />
permitidos durante seis días consecutivos; después, la víctima podía descansar. Las reglas en<br />
este sentido eran estrictas, y la milicia vigilaba suspicazmente a los sacerdotes en todos estos<br />
asuntos.<br />
Usilk no había dicho nada útil. No respondía a los golpes ni a la adulación.<br />
Estaba de pie ante Yuli, sentado en una adornada silla de inquisidor, labrada en una sola pieza<br />
de madera, y que subrayaba la diferencia entre las situaciones de ambos hombres. Yuli<br />
aparentemente cómodo, Usilk medio muerto de hambre, vestido de harapos, los hombros caídos,<br />
el rostro desvaído y sin expresión.<br />
—Sabemos que te han visitado personas que amenazan la seguridad de Pannoval. Sólo<br />
deseamos saber sus nombres: luego serás libre, y podrás retornar a Vakk.<br />
—Jamás los conocí. Eran una voz en la multitud.<br />
Tanto las preguntas como las respuestas se habían tornado convencionales.<br />
Yuli se levantó de la silla y caminó alrededor del prisionero, ocultando sus emociones.<br />
—Oye, Usilk. No siento odio hacia ti. Respeto a tus padres, como te he dicho. Ésta es nuestra<br />
última entrevista. No volveremos a encontrarnos. Y ciertamente morirás en este lugar miserable,