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aldiss, brian w - heliconia primavera.pdf

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que había oído, alguien había abierto en alguna parte una alta claraboya al mundo exterior.<br />

¿Advertencia? ¿Tentación? ¿Sólo una broma dramática?<br />

Tal vez las tres cosas, pensó, puesto que son tanto más inteligentes que yo. Siguió de prisa tras<br />

la figura del sacerdote. Un instante más tarde, sintió, más que vio, que la luz de detrás se<br />

desvanecía. La claraboya se había cerrado. Estaba nuevamente en una completa oscuridad.<br />

Por fin llegaron al extremo opuesto de la grieta gigantesca, Yuli oyó que el sacerdote acortaba el<br />

paso. Sin vacilar, Sataal fue hacia una puerta y golpeó con los dedos. Luego de una pausa, la<br />

puerta se abrió. Una lámpara de aceite flotó en el aire, sobre la cabeza de una mujer anciana que<br />

olisqueaba constantemente. Los hizo pasar a un corredor de piedra antes de cerrar la puerta<br />

detrás de ellos.<br />

Había alfombras en el suelo, y varias puertas. En ambas paredes, a la altura de la cintura, se<br />

extendía una estrecha franja en bajorrelieve que Yuli hubiese querido mirar más de cerca. Pero<br />

no se atrevía. No había otra decoración. La mujer que olisqueaba golpeó una de las puertas.<br />

Cuando alguien respondió dentro, Sataal abrió y le indicó a Yuli que entrara. Inclinándose, Yuli<br />

pasó junto al brazo estirado de su mentor, y entró en la habitación. La puerta se cerró. Fue la<br />

última vez que vio a Sataal.<br />

La habitación estaba amueblada con piezas sueltas de piedra, cubiertas de tapices de colores, e<br />

iluminada por una lámpara doble de brazo de hierro. Había dos hombres sentados ante una mesa<br />

de piedra con unos documentos; sin sonreír, alzaron la vista. Uno era un capitán de milicias;<br />

tenía en la mesa el yelmo con la insignia de la rueda, junto al codo. El otro era un sacerdote<br />

ceniciento y delgado, de expresión más bien amistosa, que parpadeó como si la mera visión de<br />

Yuli lo sorprendiera.<br />

—¿Yuli del Exterior? Si has llegado hasta aquí, has dado un paso en el camino que lleva a ser<br />

sacerdote del Gran Akha —dijo el sacerdote en voz aflautada—. Soy el padre Sifans, y en<br />

primer término he de preguntarte si tienes algún pecado que perturbe la paz de tu mente y que<br />

desees confesar.<br />

A Yuli le había desconcertado que Sataal lo hubiese abandonado tan bruscamente, sin susurrar<br />

siquiera una despedida, aunque comprendía que debía olvidar ahora las cosas mundanas como el<br />

amor y la amistad.<br />

—Nada que confesar —respondió hoscamente, sin mirar al sacerdote delgado.<br />

—Mírame, joven. Soy el capitán Ebron, de la Guardia Norte. Tú has entrado en Pannoval con<br />

un trineo tirado por asokins. El tiro de asokins era el tiro de Garrona. Había sido robado a dos<br />

conocidos comerciantes de esta ciudad, llamados Atrimb y Prast, de Vakk. Los cuerpos se<br />

encontraron a pocas millas de aquí, atravesados por lanzas, como si les hubiesen dado muerte<br />

mientras dormían. ¿Qué dices de ese crimen?<br />

Yuli miró el suelo.<br />

—No sé nada.<br />

—Pensamos que lo sabes todo. Si el crimen se hubiese cometido dentro del territorio de<br />

Pannoval, la pena sería de muerte. ¿Qué dices?<br />

—No tengo nada que decir.<br />

—Está bien. No puedes ser sacerdote mientras tengas esa culpa en la conciencia. Has de<br />

confesar tu crimen. Te encerrarán hasta que hables.<br />

El capitán Ebron dio una palmada. Entraron dos soldados que se echaron encima de Yuli. Este<br />

se debatió un momento, probando fuerzas; le torcieron dolorosamente los brazos y salió sin<br />

resistirse más.<br />

El Santuario, pensó, repleto de soldados y de sacerdotes... Pues sí que estoy en apuros. Qué<br />

necio he sido. Una víctima. Oh, padre, me has abandonado...<br />

Jamás había sido capaz de olvidar a aquellos dos hombres. El doble asesinato le pesaba en el<br />

corazón, aunque siempre trataba de recordar que habían intentado matarlo. Muchas noches,<br />

acostado, en Vakk, miraba la bóveda distante y volvía a ver los ojos del hombre que se<br />

incorporaba e intentaba arrancarse la lanza.<br />

La celda era pequeña, húmeda y oscura.<br />

Cuando se recobró de la sorpresa de encontrarse solo, examinó cautelosamente el lugar. La<br />

prisión no tenía otras comodidades que un canalón maloliente y un banco largo y bajo para<br />

dormir. Yuli se sentó en él y hundió la cara en las manos.

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