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Kyale y Tusca. Lámparas de aceite ardían en los nichos, iluminando el camino de Vakk a Reck,<br />
y la muchedumbre ascendía por los estrechos corredores de piedra y se apretaba en las gastadas<br />
escaleras, llamándose unos a otros mientras llegaban a la arena de juegos.<br />
Arrastrado por esa ola humana, Yuli se encontró de pronto ante la gran cámara de Reck, con<br />
luces que parpadeaban en las paredes curvas. Al principio sólo vio un sector de la cámara,<br />
atrapado entre los muros del corredor por donde la gente tenía que pasar. Cuando él se movió,<br />
Akha también se movió a lo lejos, muy alto, encima de las cabezas de la gente.<br />
Yuli dejó de escuchar lo que decía Kyale. Akha lo miraba; la monstruosa presencia de la<br />
oscuridad se había hecho realmente visible.<br />
En Reck sonaba la música, alta y estimulante. Música en honor de Akha. Y allí estaba Akha, de<br />
frente ancha y horrible, y enormes ojos pétreos y ciegos, pero que lo veían todo, iluminados<br />
desde abajo por las lámparas. De los labios dejaba caer una mueca de desdén.<br />
En el desierto no había nada comparable. A Yuli le temblaban las rodillas. Una poderosa voz,<br />
que apenas podía reconocer como la suya propia, exclamó dentro de él: —Oh, Akha, al fin creo<br />
en ti. Tuyo es el poder. Perdóname, y acéptame como siervo.<br />
Y junto a esa voz de alguien que deseaba esclavizarse, otra hablaba al mismo tiempo, más<br />
calculadora. —La gente de Pannoval ha de comprender una gran verdad —decía— y para<br />
alcanzarla convendría seguir a Akha.<br />
Le asombró su propia confusión, que no disminuyó mientras entraba en Reck y veía una parte<br />
mayor del dios de piedra. Naab había dicho que los humanos tenían reservado un papel en la<br />
batalla entre el cielo y la tierra. Yuli sentía esa lucha dentro de sí.<br />
Los juegos eran muy excitantes. A las carreras y el lanzamiento de jabalinas, siguieron las<br />
luchas entre humanos y phagors de cuernos aserrados. Luego vino el tiro al murciélago; Yuli<br />
emergió de su piadosa confusión y miró el excitado bullicio. Tenía miedo de los murciélagos.<br />
La bóveda de Reck estaba atestada de esas criaturas peludas, que colgaban allá arriba con alas<br />
membranosas. Los arqueros se adelantaban por turno y disparaban unas flechas que llevaban<br />
hebras de seda. Los murciélagos heridos caían revoloteando, y eran inmediatamente remitidos a<br />
la olla.<br />
La vencedora fue una muchacha de cabellos negros y largos. Llevaba un vestido rojo vivo<br />
ajustado al cuello y que le llegaba a los pies; tendía el arco y disparaba con más precisión que<br />
cualquier hombre. Se llamaba Iskador, y la multitud la aplaudió con entusiasmo, y nadie más<br />
que Yuli.<br />
Luego hubo combates de gladiadores, hombres contra hombres y hombres contra phagors, y la<br />
sangre y la muerte cubrieron la arena. Pero todo el tiempo, incluso cuando Iskador tendía el arco<br />
y el hermoso torso, Yuli sentía con gran alegría que había encontrado una fe sorprendente. Y<br />
pensaba que la confusión interior se le aclararía con un mayor conocimiento.<br />
Recordó las leyendas que había oído junto al fuego, al lado de su padre. Los mayores hablaban<br />
de los dos centinelas del cielo. Contaban que los hombres de la tierra habían ofendido en cierta<br />
ocasión al dios de los cielos, cuyo nombre era Wutra. Entonces Wutra había despojado a la<br />
tierra de su calor. Y ahora los centinelas esperaban la hora del retorno, cuando Wutra volvería a<br />
mirar con afecto a la tierra, y á ver si los hombres se conducían mejor. En ese caso, suprimiría el<br />
hielo.<br />
Yuli se veía obligado a reconocer que su pueblo era salvaje, como decía Sataal. De otro modo,<br />
¿cómo habría permitido su padre que lo capturaran los phagors? Pero con todo, tenía que haber<br />
alguna verdad en esas leyendas. En Pannoval se conocía una versión más razonada de la misma<br />
historia. Según ella, Wutra era sólo una deidad menor; pero vengativa, y estaba perdida en el<br />
cielo. El peligro que los amenazaba procedía del cielo. Akha era el gran dios de la tierra:<br />
gobernaba las profundidades, donde se sentía seguro. Los dos centinelas no eran benignos; por<br />
encontrarse en el cielo, pertenecían a Wutra, y podían volverse contra la humanidad.<br />
Los versos que había aprendido de memoria empezaban a cobrar sentido. De ellos brotaba la<br />
luz, y Yuli murmuraba con placer lo aprendido con dolor, mirando al mismo tiempo el rostro de<br />
Akha:<br />
El cielo derrama excesos, el cielo no da esperanzas; la tierra de Akha protege contra estas<br />
asechanzas.<br />
Al día siguiente, se presentó humildemente ante Sataal y le dijo que se había convertido.