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aquella antigua ciudad maldita que antes había sido llamada Hrrm-Bhhrd Ydohk.<br />
En ese antiguo campo de batalla, donde el hombre y el phagor se habían encontrado con una<br />
frecuencia de la que ellos nada sabían, Laintal Ay y el explorador sibornalés aprestaban las<br />
espadas para atacar al primer phagor que subiera la cuesta. Detrás de ellos los rajabarales<br />
continuaban atronando. Aoz Roon y la criada estaban agazapados junto a un tronco, esperando<br />
sin interés los acontecimientos. Skitocherill depositó en el suelo el cuerpo rígido de la mujer,<br />
tierna, muy tiernamente, protegiéndole la cara del enceguecedor doble sol que ascendía hacia el<br />
cenit. Luego corrió a unirse a sus compañeros, mientras desenvainaba la espada.<br />
El ascenso desordenó la línea de phagors y los más rápidos llegaron a la cima. Cuando sobre<br />
la cuesta aparecieron la cabeza y los hombros del jefe, Laintal Ay se precipitó contra él. La<br />
única esperanza que les quedaba era poder despacharlos uno por uno. Había contado treinta y<br />
cinco o más phagors, y se negaba a considerar las probabilidades en contra.<br />
El phagor alzó el brazo armado con la lanza. El brazo se inclinó hacia atrás en un ángulo<br />
desconcertante para un ser humano, pero Laintal Ay se deslizó por debajo de la lanza, y hundió<br />
la espada con el brazo recto. El codo recibió el impacto, mientras la hoja chocaba contra las<br />
costillas de la bestia. De la herida brotó una sangre amarilla y Laintal Ay recordó un viejo<br />
cuento de los cazadores; que los pulmones del phagor estaban siempre debajo de los intestinos.<br />
El lo había comprobado el día que desollara al phagor para engañar al kaidaw.<br />
El phagor echó atrás la larga y huesuda cabeza, mientras los labios se le retraían sobre los<br />
dientes amarillentos en una mueca de agonía. Cayó y rodó por la pendiente, y quedó tendido<br />
abajo entre la niebla que se retiraba.<br />
Pero los demás habían llegado a la cumbre y estrechaban filas. El explorador sibornalés<br />
combatía valientemente, susurrando de vez en cuando una maldición en su lengua natal. Con un<br />
grito, Laintal Ay se lanzó otra vez al ataque.<br />
El mundo estalló.<br />
El ruido fue tan violento y próximo, que la lucha se detuvo inmediatamente. Se oyó una<br />
segunda explosión. Unas piedras negras volaron encima de ellos; la mayoría fue a caer en el<br />
extremo lejano del valle. En seguida, el pandemónium.<br />
Cada una de las partes se dejó llevar por sus propios instintos: los phagors se inmovilizaron,<br />
los humanos se arrojaron al suelo.<br />
Eligieron bien el momento. Hubo nuevas explosiones simultáneas. Las piedras negras<br />
volaban por todas partes. Varias golpearon a los phagors, empujándolos hacia el fondo del valle,<br />
desparramando los cuerpos. El resto de los phagors dio media vuelta y corrió cuesta abajo,<br />
rodando, resbalando, pensando sólo en escapar. Las aves vaqueras huyeron chillando,<br />
desvaporidas.<br />
Laintal Ay permaneció tendido, cubriéndose los oídos con las manos, mirando temeroso<br />
hacia arriba. Los rajabarales se abrían desde la copa, como toneles que reventaban soltando las<br />
duelas. En el otoño del último gran año de Heliconia habían retraído las enormes ramas<br />
cargadas de frutos juntándolas en la parte superior del tronco, cerrando la abertura con una capa<br />
de resina hasta el próximo equinoccio de <strong>primavera</strong>. Durante los siglos invernales, las bombas<br />
internas habían aspirado el calor del profundo subsuelo a través de las raíces, preparando así el<br />
momento de esta poderosa explosión.<br />
El árbol más próximo a Laintal Ay estalló con furioso estruendo en una enorme erupción de<br />
semillas. Algunas volaban hacia arriba; la mayor parte se dispersaba en todas direcciones. La<br />
violencia de esa eyaculación arrojaba los proyectiles negros a un kilómetro de distancia. Había<br />
vapor por todas partes.<br />
Cuando volvió el silencio, once rajabarales habían estallado. A medida que la ennegrecida<br />
corteza caía a los lados, una copa más delgada, blanquecina, cubierta de follaje verde, asomaba<br />
en el interior.<br />
El follaje verde crecería hasta que las hojas brillantes techaran ese bosque de columnas<br />
pulidas, protegiendo las raíces de los terribles soles que arderían en el cielo cuando Heliconia se<br />
acercara más a Freyr, incomodando a hombres, bestias y plantas. Muchos morían o vivían a la<br />
sombra de los rajabarales, pero ellos tenían que proteger su propia forma de vida.<br />
Esos rajabarales eran parte de la vegetación del nuevo mundo, el mundo que había nacido<br />
cuando Freyr irrumpiera en los nublados cielos de Heliconia. Lo mismo que los nuevos