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aldiss, brian w - heliconia primavera.pdf

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No había perdido esas últimas penosas semanas, desde que Laintal Ay se marchara y él<br />

descubriera lo que consideraba la traición de Vry. Había pasado gran parte del tiempo buscando<br />

apoyo entre la juventud de Oldorando, asegurando su posición, haciendo alianzas con los<br />

extranjeros irritados por las restricciones, simpatizando con aquellos —eran muchos— cuya<br />

forma de vida había sido destruida por la introducción de la moneda, que había impuesto unas<br />

duras jornadas de trabajo. El maestro encargado de la acuñación, Raynil Layan, era blanco<br />

frecuente de las críticas.<br />

En el exterior todo estaba tranquilo; no había nadie en la calle lateral, excepto el hombre<br />

encargado de custodiar la puerta. La gente había ido al mercado, a atender las necesidades<br />

cotidianas. La pequeña tienda del boticario, con tantos frascos imponentes y ordenados, estaba<br />

haciendo muy buen negocio. Aún había mercaderes con<br />

XV EL 3EDOR DE LAS HOGUERAS<br />

tiendas y ropas brillantes. Y también personas que caminaban cargadas con bultos,<br />

abandonando la ciudad amenazada antes de que las cosas se agravasen.<br />

Dathka no atendía a nada de esto. Se movía como un autómata con la mirada fija al frente.<br />

La tensión de la ciudad era también su propia tensión. Había llegado a un punto en que ya no<br />

podía tolerarla. Mataría a Raynil Layan, y también a Vry si era preciso, y terminaría con ella.<br />

Torcía la boca dejando los dientes al descubierto mientras ensayaba mentalmente, una y otra<br />

vez, el golpe fatal. Los hombres se apartaban de él, temiendo que aquella mirada fija fuera<br />

indicio de la peste.<br />

Sabía dónde estaba la habitación secreta de Vry: sus espías lo tenían informado. Se dijo: si<br />

yo gobernara, cerraría definitivamente la academia. Nadie se ha atrevido aún a tomar esa<br />

decisión. Yo lo haría. Éste es el momento, con la excusa de que las clases de la academia<br />

difunden la peste. Eso sí que le dolería a Vry.<br />

—Reflexiona, hermano, reflexiona. Reza, reza con los Apropiadores para que la fiebre te<br />

perdone, oye la palabra del gran Ahka de Naba...<br />

Rozó al predicador callejero. También expulsaría a esos necios de las calles, si gobernaba.<br />

Cerca de los establos de mielas de la calle Yuli, se le acercó un hombre que conocía,<br />

mercenario y traficante de animales.<br />

—¿Sí?<br />

—El está arriba ahora, señor. —El hombre indicó con las cejas una ventana alta en una de las<br />

casas de madera frente a los establos. Eran hoteles, casas de huéspedes o tiendas de bebidas que<br />

daban una fachada respetable a los prostíbulos de más atrás.<br />

Dathka asintió brevemente.<br />

Apartó una cortina de cuentas, que tenía atadas flores frescas de orlingo y de escantion, y<br />

entró en una tienda de bebidas. En la habitación oscura no había clientes. De las paredes<br />

colgaban calaveras de animales con sonrisas aserradas. El propietario estaba junto al mostrador,<br />

de brazos cruzados, mirando el espacio. Ya sobornado, bajó la cabeza, de modo que la doble<br />

papada cayó sobre el pecho, como indicando que Dathka podía hacer lo que quisiese. Dathka<br />

pasó junto a él y subió.<br />

En la escalera había un olor rancio, a coles y cosas peores. Aunque avanzaba junto a la<br />

pared, las tablas crujían. Oyó voces junto a la última puerta. Era seguro que Raynil Layan, de<br />

carácter nervioso, habría atrancado la puerta. Dathka golpeó los desvencijados paneles.<br />

—Un mensaje, señor —dijo en voz apagada—. Es urgente. De la Casa de la Moneda.<br />

Con una torcida sonrisa se preparó, escuchando cómo descorrían el cerrojo. Tan pronto como<br />

la puerta empezó a abrirse, la empujó y se precipitó dentro. Raynil Layan cayó hacia atrás,<br />

gritando. Al ver la daga, corrió a la ventana y pidió socorro, una sola vez. Dathka lo tornó por el<br />

cuello y lo arrojó contra la cama.<br />

—¡Dathka! —Vry se sentó en la cama, tiró de una sábana y se cubrió el cuerpo desnudo.—<br />

¡Fuera de aquí, eddre de rata!<br />

Como única respuesta, él cerró la puerta de un puntapié, sin mirar alrededor. Se volvió a<br />

Raynil Layan, que se incorporaba gimiendo.<br />

—Sé que me vas a matar, estoy seguro —dijo el maestro de la acuñación de moneda,<br />

extendiendo una mano temblorosa—. No lo hagas, por favor. No soy tu enemigo. Puedo<br />

ayudarte.

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