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aldiss, brian w - heliconia primavera.pdf

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hélico, y que ahora se paseaban delgados por la ciudad. Entre ellos se contaba Oyre.<br />

La fiebre la había atacado en la calle. Cuando Dol Sakil la atendió, Oyre tenía ya el cuerpo<br />

dolorido y rígido. Dol la cuidó sin preocuparse por sí misma. Esta descuidada indiferencia era<br />

un aspecto conocido del carácter de Dol. A pesar de los vaticinios, no enfermó, y vivió para ver<br />

cómo Oyre pasaba por el ojo de la aguja, más delgada, casi esquelética. La única precaución que<br />

tomó fue enviar a su hijo, Rastil Roon, a vivir con el marido y el hijo de Amin Lim. Ahora el<br />

niño había regresado.<br />

Las dos mujeres y el niño pasaban las horas en casa. La impresión de un final, y de una<br />

espera, no era desagradable. El aburrimiento tenía muchas mansiones. Jugaban con el niño a<br />

juegos sencillos que las transportaban a la infancia. Una o dos veces Vry se reunió con ellas,<br />

pero en ese tiempo Vry tenía un aire abstraído. Hablaba sólo de asuntos de trabajo y de sus<br />

propias aspiraciones. En una ocasión estalló en un discurso, y confesó sus relaciones con Raynil<br />

Layan, de quien no habían tenido hasta entonces nada bueno que decir. El asunto la exasperaba;<br />

sentía con frecuencia disgusto; odiaba al hombre cuando no estaba con ella, pero caía en sus<br />

brazos apenas lo veía.<br />

—Todas nosotras lo hemos hecho, Vry —comentó Dol—. Solamente que tú lo has<br />

postergado un poco, por eso te duele más.<br />

—No todas lo hemos hecho bastante —dijo Oyre, serena—. Ya no tengo deseos. Los he<br />

perdido... Lo que ahora deseo es el deseo. Quizá lo recupere, si recupero a Laintal Ay. —Miró<br />

el cielo azul por la ventana.—Pero estoy tan desgarrada —dijo Vry, que no quería apartarse de<br />

sus propios problemas—. Jamás estoy tranquila como antes. Ya no me reconozco.<br />

Vry no había mencionado a Dathka, y las otras mujeres evitaron el tema. El amor que la<br />

empujaba hacia Raynil Layan le habría dado más felicidad si no estuviese tan preocupada por<br />

Dathka; no sólo lo recordaba a menudo; ahora, además, él la perseguía obsesivamente. Vry tenía<br />

miedo de lo que pudiera ocurrir y había convencido sin dificultad al nervioso Raynil Layan de<br />

que se encontraran en un cuarto secreto, y no en las casas de ellos. En ese cuarto secreto ella y<br />

su amante de barba hendida tenían una cita diaria, mientras la ciudad se ocupaba de la plaga y el<br />

ruido de los cascos de los animales entraba por la ventana abierta.<br />

Raynil Layan quería cerrar la ventana, pero ella no lo permitía.<br />

—Los animales pueden transmitirnos la enfermedad —protestaba él—. Veámonos de aquí,<br />

querida mía, alejémonos de la peste y de las demás preocupaciones.<br />

—¿Cómo sobreviviríamos? Éste es nuestro sitio. Aquí, en esta ciudad, y uno en brazos del<br />

otro.<br />

Raynil Layan respondió con una sonrisa inquieta: —¿Y si nos contagiáramos?<br />

Ella se dejó caer en la cama, de modo que sus pechos brincaron ante los ojos de él.<br />

—Entonces moriríamos abrazados, apretados, haciendo el amor. No pierdas el ánimo, Raynil<br />

Layan, aliméntate del mío. Derrámate sobre mí una vez y otra y otra. —Vry le acarició con la<br />

mano las nalgas velludas y enganchó una pierna alrededor de la cintura del hombre.<br />

—Eres una marrana insaciable —dijo él con admiración, mientras se apretaba contra ella.<br />

Dathka se sentó al borde de la cama, con la cabeza en las manos. Como él no decía nada, la<br />

muchacha acostada tampoco habló; apartó los ojos y alzó las piernas hasta el pecho. Cuando él<br />

se levantó y empezó a vestirse, con la brusquedad de quien acaba de tomar una decisión, ella<br />

dijo en voz ahogada: —No tengo la peste, ¿sabes?<br />

Él la miró con amargura, pero no respondió, y continuó vistiéndose de prisa.<br />

Ella volvió la cabeza, apartándose de la cara los largos cabellos.<br />

—¿Qué te ocurre, Dathka?<br />

—Nada.<br />

—No eres gran cosa como hombre.<br />

Él se calzó, aparentemente más preocupado por las botas que por ella.<br />

—No te quiero, mujer, no eres la que quiero. Métete eso en la cabeza y vete de aquí.<br />

De un armario empotrado en la pared sacó una labrada daga curva. El brillo de la daga<br />

contrastaba con los oscuros paneles carcomidos de la puerta del armario. La guardó en el<br />

cinturón. Ella preguntó adonde iba. Dathka no le contestó. Cerró la puerta con violencia y bajó<br />

ruidosamente la escalera.

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