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XV<br />
EL HEDOR DE LAS HOGUERAS<br />
Había silencio en Oldorando. Poca gente recorría las calles. La mayoría llevaba algún<br />
remedio cerca de la cara, a veces sosteniéndolo por medio de una máscara contra la boca y la<br />
nariz. Para este fin ciertas hierbas eran muy estimadas. Ahuyentaban la peste, las moscas y el<br />
hedor de las hogueras.<br />
Los dos centinelas, muy altos sobre las casas, brillaban como ojos, separados apenas por el<br />
espesor de un cabello. Debajo de las pizarras y las tejas, la población aguardaba. Se había hecho<br />
todo lo que se podía hacer. Ahora sólo cabía esperar.<br />
El virus se movía de un barrio a otro de la ciudad. Una semana la mayoría de las muertes<br />
eran en el barrio sur, el llamado Pauk, y el resto de la ciudad respiraba más libremente. Luego,<br />
para alivio de los demás distritos, el virus diezmaba el barrio del otro lado del Voral. Pero en<br />
pocos días más la peste visitaba las viejas madrigueras rápida como el rayo, y estallaban<br />
lamentaciones en calles y aun en casas donde ya se habían oído llantos similares.<br />
Tanth Ein y Faralin Ferd, los lugartenientes de Embruddock, con Raynil Layan, maestro de<br />
la casa de moneda, y , Señor de la Pradera del Oeste, habían organizado un Comité de la Fiebre,<br />
integrado también por otros ciudadanos útiles, como Ma Escantion. La encargada del hospital<br />
contaba con la ayuda de un cuerpo auxiliar formado por los peregrinos de Pannoval, los<br />
Apropiadores, que habían permanecido en Oldorando y predicaban contra la inmoralidad. Se<br />
habían dictado leyes para aliviar los estragos de la peste. Un contingente especial de policía se<br />
ocupaba de que se cumplieran.<br />
En todas las calles y senderos se colocaron anuncios de que la ocultación de cuerpos muertos<br />
y el saqueo tenían la misma pena: ejecución por mordedura de phagor, un viejo suplicio que<br />
causaba delicados escalofríos a los ricos mercaderes. En las afueras, a todos los viajeros, se<br />
anunciaba del mismo modo que había peste en la ciudad. Pocos de esos fugitivos que procedían<br />
del este eran tan imprudentes como para ignorar la advertencia: cambiaban de dirección y<br />
evitaban Oldorando. No era seguro que esos anuncios la protegieran también de aquellos que<br />
venían con malas intenciones.<br />
Los primeros carros que se veían en Oldorando, torpes artefactos de dos ruedas, rodaban<br />
estruendosamente por las calles, arrastrados por mielas. Recogían la cosecha diaria de<br />
cadáveres, que se dejaban en la calle envueltos en telas o se echaban afuera sin ceremonia por<br />
las puertas o eran arrojados desnudos por las ventanas. Una madre, un marido, un hijo, amados<br />
en vida, eran terriblemente repugnantes cuando enfermaban y aún peor cuando estaban muertos.<br />
Aunque se ignoraba la causa de la fiebre, había muchas teorías. Todas admitían que la<br />
enfermedad era contagiosa. Algunas llegaban a afirmar que bastaba mirar un cadáver. Otros,<br />
que habían prestado atención a la palabra del Akha de Naba, de pronto persuasiva, creían que la<br />
. causa era la concupiscencia.<br />
Aparte de lo que creyese cada uno, todo el mundo estaba de acuerdo en que el fuego era la<br />
única solución para los cadáveres. Los cuerpos eran transportados en los carros fuera de la<br />
ciudad, y allí arrojados a las llamas. La pira se alimentaba constantemente. El humo y el olor de<br />
la grasa negra entraban en las calles, y a pesar de las ventanas cerradas recordaba a los<br />
habitantes lo vulnerables que eran. Los sobrevivientes se entregaban a uno de los dos extremos,<br />
y a veces a los dos: la mortificación y la lujuria.<br />
Nadie creía que la fiebre hubiese llegado a su punto más alto, y se decía en cambio que aún<br />
sobrevendría algo peor. La esperanza equilibraba estos temores. Porque había una cantidad<br />
creciente de oldorandinos, en particular jóvenes, que sobrevivían a los peores ataques del virus