aldiss, brian w - heliconia primavera.pdf
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estaba asustado: jamás tocaba a nadie, llevaba un ramillete de raige y escantion en que metía frecuentemente la larga nariz, esperando protegerse así de la plaga. —Vosotros los oldorandinos, ¿adoráis a algún dios? —preguntó. —No. Podemos cuidarnos solos. Es verdad que hablamos bien de Wutra, pero expulsamos a todos los sacerdotes de Embruddock, hace varias generaciones. Tendríais que hacer lo mismo en Nueva Ashkitosh, viviríais mejor. —Pura barbarie. Por eso te has contagiado la plaga, por ofender a Dios. —Ayer murieron nueve prisioneros, y seis de vosotros. Rezáis mucho, y de nada os sirve. Skitocherill parecía enojado. Se encontraron en campo abierto, y la brisa les agitaba las ropas. La melodía de la plegaria llegaba hasta ellos desde la iglesia. —¿No admiras nuestra iglesia? Somos una simple comunidad campesina; sin embargo tenemos una iglesia hermosa. Apostaría a que no hay nada así en Oldorando. —Es una cárcel. Pero mientras hablaba, Laintal Ay oyó una melodía solemne, que venía de la iglesia y que parecía hablarle con acentos misteriosos. A los instrumentos se sumaron unas voces altas, —No digas eso. Podría hacer que te azotaran. En la iglesia está la vida. La Gran Rueda de Kharnabhar, el centro sagrado de nuestra fe. Si no fuera por la Gran Rueda, aún seguiríamos entre el hielo y la nieve. —Skitocherill alzó el índice y se trazó un círculo sobre la frente mientras hablaba. —¿Qué es eso? —Es la rueda que nos acerca todo el tiempo a Freyr. ¿No lo sabías? Yo fui allí de niño, en peregrinación. Está en las montañas de Shivenink. No eres un verdadero sibornalés hasta que haces la peregrinación. El día siguiente trajo otras siete muertes. Skitocherill estaba a cargo de la sepultura, con varios prisioneros madis apenas capaces de cavar. Laintal Ay dijo: —Yo tenía una amiga querida que fue capturada por tu gente. Quería ir en peregrinación a Sibornal, para hablar con los sacerdotes de esa Gran Rueda tuya. Creyó que allí podía estar la fuente de la sabiduría. En cambio, fue capturada y vendida a los inmundos phagors. ¿Así tratáis a las personas? Skitocherill se encogió de hombros. —No me eches la culpa a mí. Probablemente pensaron que era una espía de Pannoval. —¿Cómo podían pensar eso? Iba montada en un miela, como quienes la acompañaban. ¿Acaso tienen mielas en Pannoval? Jamás lo he oído. Era una mujer espléndida, y vosotros, bandoleros, la habéis entregado a los phagors. —No somos bandoleros. Sólo queremos vivir en paz aquí, y trasladarnos a otro sitio cuando el suelo se agote. —Quieres decir, cuando se agote la población. Por ejemplo, vendiendo mujeres a cambio de seguridad. El sibornalés sonrió, incómodo, y dijo: —Los bárbaros de Campannlat no dan valor a sus mujeres. —Les damos mucho valor. —¿Gobiernan? —Las mujeres no gobiernan. —Sí en ciertas partes de Sibornal. Aquí mismo puedes ver cómo tratamos a las mujeres. Tenemos sacerdotisas. —No he visto ninguna. —Eso es porque las cuidamos bien. —Skitocherill se inclinó.— Oye, Laintal Ay. Pienso que en verdad no eres mala persona. Confiaré en ti. Sé cómo marchan aquí las cosas. Sé que muchos exploradores han partido y no han regresado. Han muerto de la plaga entre unos miserables matorrales, sin sepultura, y es probable que los cadáveres hayan sido devorados por las aves o los Otros. Y todo empeora continuamente, incluso ahora mismo, mientras conversamos. Soy un hombre religioso, y creo en la plegaria; pero la fiebre de los huesos es tan feroz que ni siquiera la plegaria puede contra ella. Tengo una esposa a quien amo profundamente. Quiero hacer un trato. Mientras Skitocherill hablaba, Laintal Ay, junto a él en una pequeña eminencia, miraba un miserable sector de terreno que descendía hacia un arroyo, bordeado por unos raquíticos
espinos. Los prisioneros arrojaban paletadas de tierra hacia atrás, entre las piedras, mientras siete cadáveres —los de Sibornal envueltos en sábanas— aguardaban sepultura al descubierto. Se dijo: «Puedo comprender que este bloque de grasa quiera escapar, pero ¿qué me importa a mí de él? Ciertamente, no más de lo que significaban para él Shay Tal, Amin Lim y los otros.» —¿Cuál es el trato? —Cuatro yelks, bien alimentados. Yo, mi esposa, su criada, tú. Salimos juntos. Me dejarán pasar sin dificultad. Vamos a Oldorando. Tú conoces el camino, yo te ayudo, me ocupo de que tengas un buen animal. Eres demasiado valioso, y si no aceptas, nunca podrás salir de aquí y menos cuando la situación empeore. ¿Estás de acuerdo? —¿Cuándo piensas partir? Skitocherill metió la nariz en el ramillete de flores y escrutó a Laintal Ay. —Si dices una palabra de esto a alguien te mato. Escucha: la cruzada del kzahhn phagor, Hrr-Brahl Yprt, ha de pasar por aquí antes de la puesta de Freyr, según nuestros exploradores. Nosotros cuatro los seguiremos; los phagors no nos atacarán si nos mantenemos en la retaguardia. La cruzada puede ir adonde quiera; nosotros iremos a Oldorando. —¿Y piensas vivir en un lugar tan bárbaro? —preguntó Laintal Ay. —Antes de contestar tendré que ver hasta qué punto es bárbaro. Y procura no ser sarcástico con tus superiores. ¿Estás de acuerdo? —Llevaré un miela y no un yelk. Lo elegiré yo mismo. Nunca he montado en un yelk. Y quiero una espada de metal blanco, no de bronce. —Está bien. Entonces, ¿trato hecho? —¿Estrechamos nuestras manos? —No toco otras manos. Es suficiente la palabra. Está bien. Yo soy un hombre que teme a Dios; no te traicionaré. Cuídate tú de traicionarme. Haz enterrar esos cuerpos, yo haré que mi mujer se prepare para el viaje. Apenas el alto sibornalés se marchó, Laintal Ay ordenó a los cautivos que abandonaran el trabajo. —No soy vuestro amo. Soy un prisionero como vosotros. Odio a los sibornaleses. Arrojad esos cadáveres al agua y cubridlos de piedras, ahorraréis esfuerzo. Lavaos luego las manos. Todos miraron con suspicacia y no con agradecimiento a ese hombre alto, vestido de lana gris, que hablaba cara a cara con los guardias de Sibornal. Laintal Ay no se inmutó. Si la vida de Shay Tal era barata, toda vida lo era. Mientras hacían lo ordenado, un cuerpo fue despojado de la sábana, y él pudo ver un rostro ceniciento congelado de angustia. Alzaron el cadáver por los pies y los hombros y lo arrojaron al arroyo; la corriente se apoderó codiciosamente de las vestiduras, y las apretó contra el cuerpo, que empezó a rodar sin ceremonia aguas abajo. El arroyo demarcaba el perímetro de Nueva Ashkitosh: en la costa opuesta, detrás de unas barandas inconsistentes, empezaba la tierra de nadie. Una vez concluida su tarea, los madis consideraron la posibilidad de escapar vadeando el arroyo y echando a correr. Algunos abogaban por este plan, de pie al borde del agua, llamando a los otros. Los más tímidos se negaban y gesticulaban, indicando peligros desconocidos. Todos miraban ansiosamente a Laintal Ay, que permanecía de brazos cruzados, y no se movía de donde estaba. Como no podían saber si era mejor que actuasen por separado o todos juntos, se limitaron a discutir entre ellos, moviéndose por la costa o en el agua, pero retornando siempre a un centro común de indecisión. Estas vacilaciones tenían un motivo. La tierra de nadie, del otro lado del arroyo, se estaba llenando de figuras que se movían hacia el oeste. Las aves incomodadas volaban delante de las figuras, giraban en el cielo y luego intentaban volver a posarse. A media distancia, la tierra se alzaba hasta un horizonte bajo, donde se veía una hilera de tambores: copas de viejos rajabarales, despidiendo vapor. Más allá del vapor el paisaje se extendía en unas sierras distantes y serenas a la luz nebulosa. Aquí y allá había megalitos con curiosas incisiones que marcaban las líneas de las octavas de aire y de tierra. Los fugitivos que iban hacia el oeste apartaban el rostro de Nueva Ashkitosh, corno si le tuvieran miedo. A veces estaban solos, pero en general marchaban en grupos, ocasionalmente numerosos. Algunos llevaban animales detrás o phagors con ellos: a veces los phagors eran los dueños de la situación.
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estaba asustado: jamás tocaba a nadie, llevaba un ramillete de raige y escantion en que metía<br />
frecuentemente la larga nariz, esperando protegerse así de la plaga.<br />
—Vosotros los oldorandinos, ¿adoráis a algún dios? —preguntó.<br />
—No. Podemos cuidarnos solos. Es verdad que hablamos bien de Wutra, pero expulsamos a<br />
todos los sacerdotes de Embruddock, hace varias generaciones. Tendríais que hacer lo mismo en<br />
Nueva Ashkitosh, viviríais mejor.<br />
—Pura barbarie. Por eso te has contagiado la plaga, por ofender a Dios.<br />
—Ayer murieron nueve prisioneros, y seis de vosotros. Rezáis mucho, y de nada os sirve.<br />
Skitocherill parecía enojado. Se encontraron en campo abierto, y la brisa les agitaba las<br />
ropas. La melodía de la plegaria llegaba hasta ellos desde la iglesia.<br />
—¿No admiras nuestra iglesia? Somos una simple comunidad campesina; sin embargo<br />
tenemos una iglesia hermosa. Apostaría a que no hay nada así en Oldorando.<br />
—Es una cárcel.<br />
Pero mientras hablaba, Laintal Ay oyó una melodía solemne, que venía de la iglesia y que<br />
parecía hablarle con acentos misteriosos. A los instrumentos se sumaron unas voces altas,<br />
—No digas eso. Podría hacer que te azotaran. En la iglesia está la vida. La Gran Rueda de<br />
Kharnabhar, el centro sagrado de nuestra fe. Si no fuera por la Gran Rueda, aún seguiríamos<br />
entre el hielo y la nieve. —Skitocherill alzó el índice y se trazó un círculo sobre la frente<br />
mientras hablaba.<br />
—¿Qué es eso?<br />
—Es la rueda que nos acerca todo el tiempo a Freyr. ¿No lo sabías? Yo fui allí de niño, en<br />
peregrinación. Está en las montañas de Shivenink. No eres un verdadero sibornalés hasta que<br />
haces la peregrinación. El día siguiente trajo otras siete muertes. Skitocherill estaba a cargo de<br />
la sepultura, con varios prisioneros madis apenas capaces de cavar.<br />
Laintal Ay dijo: —Yo tenía una amiga querida que fue capturada por tu gente. Quería ir en<br />
peregrinación a Sibornal, para hablar con los sacerdotes de esa Gran Rueda tuya. Creyó que allí<br />
podía estar la fuente de la sabiduría. En cambio, fue capturada y vendida a los inmundos<br />
phagors. ¿Así tratáis a las personas?<br />
Skitocherill se encogió de hombros.<br />
—No me eches la culpa a mí. Probablemente pensaron que era una espía de Pannoval.<br />
—¿Cómo podían pensar eso? Iba montada en un miela, como quienes la acompañaban.<br />
¿Acaso tienen mielas en Pannoval? Jamás lo he oído. Era una mujer espléndida, y vosotros,<br />
bandoleros, la habéis entregado a los phagors.<br />
—No somos bandoleros. Sólo queremos vivir en paz aquí, y trasladarnos a otro sitio cuando<br />
el suelo se agote.<br />
—Quieres decir, cuando se agote la población. Por ejemplo, vendiendo mujeres a cambio de<br />
seguridad.<br />
El sibornalés sonrió, incómodo, y dijo: —Los bárbaros de Campannlat no dan valor a sus<br />
mujeres.<br />
—Les damos mucho valor.<br />
—¿Gobiernan?<br />
—Las mujeres no gobiernan.<br />
—Sí en ciertas partes de Sibornal. Aquí mismo puedes ver cómo tratamos a las mujeres.<br />
Tenemos sacerdotisas.<br />
—No he visto ninguna.<br />
—Eso es porque las cuidamos bien. —Skitocherill se inclinó.— Oye, Laintal Ay. Pienso que<br />
en verdad no eres mala persona. Confiaré en ti. Sé cómo marchan aquí las cosas. Sé que muchos<br />
exploradores han partido y no han regresado. Han muerto de la plaga entre unos miserables<br />
matorrales, sin sepultura, y es probable que los cadáveres hayan sido devorados por las aves o<br />
los Otros. Y todo empeora continuamente, incluso ahora mismo, mientras conversamos. Soy un<br />
hombre religioso, y creo en la plegaria; pero la fiebre de los huesos es tan feroz que ni siquiera<br />
la plegaria puede contra ella. Tengo una esposa a quien amo profundamente. Quiero hacer un<br />
trato.<br />
Mientras Skitocherill hablaba, Laintal Ay, junto a él en una pequeña eminencia, miraba un<br />
miserable sector de terreno que descendía hacia un arroyo, bordeado por unos raquíticos