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problemas de mis queridos amigos los nondads. Sé que soy yo mismo; no puedo dejar de serlo.<br />
Por lo tanto, he de estar en paz conmigo mismo. No tengo por qué someterme a un perenne<br />
debate. En mi caso, todo está claro. Eso por lo menos lo sé, pase lo que pase. Soy mi propio<br />
dueño; y esta convicción ha de ser mi guía, tanto si vivo como si muero. Es inútil buscar a Aoz<br />
Roon. No es mi dueño. Yo lo soy. Ni Oyre tiene tanto poder sobre mí para que yo tenga que<br />
exiliarme. Las obligaciones no son esclavitudes...»<br />
Y así sucesivamente, hasta que las palabras mismas empezaron a perder sentido. El laberinto<br />
entre las raíces no parecía tener salida. En muchas ocasiones, cuando un túnel angosto ascendía,<br />
Laintal Ay se arrastraba lleno de esperanzas, sólo para descubrir en el fondo un cadáver<br />
acurrucado, sobre cuyas entrañas los roedores llevaban a cabo una variedad peculiar de debate.<br />
Cuando pasó por una cámara que se ensanchaba, tropezó con un rey. En la oscuridad, el<br />
tamaño tenía menos importancia que a la luz. El rey parecía enorme cuando se irguió, rugiendo<br />
y extendiendo las garras. Laintal Ay rodó, gritando y pateando, mientras intentaba sacar la daga<br />
y se le echaba encima, y la terrible cosa informe lanzaba dentelladas buscándole el cuello. Un<br />
codazo en un ojo quitó entusiasmo al atacante, por el momento. Laintal Ay extrajo la daga, que<br />
perdió enseguida en la reyerta. Encontró una raíz. Torció un brazo del rey sobre la raíz, mientras<br />
le golpeaba la cabeza, a pesar de los amenazadores colmillos. La furibunda criatura se liberó y<br />
volvió a lanzarse contra Laintal Ay, sin perder el brío. Las dos figuras, que el odio convertía en<br />
una, se revolvían entre la tierra, la suciedad y los animales que se escurrían.<br />
Débil por los estragos de la fiebre de los huesos y por el largo ayuno, Laintal Ay sintió que<br />
se le iban las ganas de luchar. Unas garras arañaron los costados del túnel. De repente, algo<br />
chocó contra los cuerpos unidos. Salvajes gritos y chasquidos resonaron en la oscuridad. Tan<br />
completa era la confusión que Laintal Ay necesitó un momento para comprender que había un<br />
tercer combatiente: un guerrero nondad. El guerrero concentraba casi toda su ira sobre el rey.<br />
Era como haber caído entre dos puercoespines.<br />
Rodando y pataleando, Laintal Ay se apartó de la refriega, encontró la daga, y logró<br />
arrastrarse sangrando hasta un rincón oscuro. Alzó las piernas para protegerse el cuerpo y la<br />
cara contra un ataque frontal, y vio entonces, encima de su cabeza, una estrecha abertura.<br />
Cautelosamente se abrió paso por un túnel apenas mayor que él. Antes de la fiebre jamás<br />
hubiera podido pasar; ahora, con contorsiones de serpiente, consiguió emerger a un pequeño<br />
hoyo redondo en la superficie de la tierra. Sintió hojas muertas bajo las manos. Se tendió,<br />
jadeando, oyendo con temor los ruidos del combate.<br />
—La luz de los centinelas —murmuró. En el hoyo había una leve luz gris, como una niebla.<br />
Había llegado a la salida de las Ochenta Oscuridades.<br />
El temor lo impulsó a seguir la luz. Avanzó reptando, y se puso de pie, tembloroso, junto al<br />
desnudo muro cóncavo de un rajabaral. Ahora la luz era una cascada que caía del vasto lago del<br />
cielo.<br />
Durante largo rato respiró profundamente, mientras se limpiaba cabizbajo la sangre y la<br />
tierra de la cara. El rostro salvaje de un hurón lo miró y desapareció. Había visitado el reino de<br />
los nondads, y los había matado a casi todos.<br />
Recordó vividamente a la esnoctruicsa. Sintió dolor, también sorpresa, y gratitud.<br />
Uno de los centinelas estaba sobre él. El otro, Batalix, se encontraba cerca del horizonte, e<br />
iluminaba casi horizontalmente la gran floresta silenciosa, dando una siniestra belleza al océano<br />
de follaje.<br />
Las pieles de Laintal Ay estaban hechas jirones. Las garras del rey le habían abierto unas<br />
largas heridas sanguinolentas.<br />
Sin esperanzas, llamó una vez a Oro. No esperaba ver de nuevo al miela. El instinto de<br />
cazador le advertía que no se quedase donde estaba; si no se movía, sería una presa fácil, y se<br />
sentía demasiado débil para afrontar otro combate.<br />
Escuchó. Algo se sacudía dentro del rajabaral. Los nondads atribuían grandes virtudes a los<br />
árboles en cuyas raíces moraban; se decía que Withram residía en lo alto del rajabaral y que a<br />
veces descendía de allí, lanzándose iracundo contra un mundo tan injusto para los<br />
protognósticos. ¿Qué haría Withram, se preguntó, cuando todos los nondads murieran? Quizás<br />
aun el mismo Withram tuviera que adoptar otra individualidad.<br />
—Despierta —se dijo en voz alta, al advertir que estaba divagando. No vio señales de la