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fue protegida, aunque lo habrían devorado hasta la última falange si se hubiese muerto. Ésa era la costumbre. Una de las hembras se convirtió en la esnoctruicsa de Laintal Ay; se echó a su lado, lo acarició y le absorbió la fiebre. Laintal Ay deliraba, se veía acosado por animales minúsculos como ratones, grandes como montañas. Cuando despertaba en la oscuridad, encontraba una extraña compañera, próxima como la vida misma, dispuesta a todo para salvarlo y devolverle la salud. Sintiéndose como un corusco, Laintal Ay cedía ardientemente a este nuevo modo de ser, en que el cielo y el infierno se expresaban en el mismo abrazo. Por lo que logró entender más tarde, la palabra esnoctruicsa significaba sanadora, dadora, hurtadora y, sobre todo, sensitiva. Estaba tendido en la oscuridad, convulsionado, con los miembros contraídos, sudando sustancia. El virus se encarnizaba, incontrolable, empujándolo a través del terrible ojo de la aguja de Siva. Laintal Ay se convirtió en un paisaje de nervios en el que combatían los ejércitos del dolor. Sin embargo, allí estaba la misteriosa esnoctruicsa, reaparecía una y otra vez: no estaba solo. El don de ella era la salud. A su tiempo, los ejércitos del dolor se retiraron. Las voces de las Ochenta Oscuridades se hicieron gradualmente inteligibles, y Laintal Ay empezó a comprender oscuramente qué le había ocurrido. El extraordinario lenguaje de los nondads no tenía palabras para comida, bebida, amor, hambre, frío, calor, odio, esperanza, desesperación, dolor; aunque aparentemente las conocían los reyes y guerreros que luchaban en la remota oscuridad. En cambio, el resto de la tribu dedicaba las horas libres, que eran muchas, a prolongadas discusiones acerca de lo último. Las necesidades de la vida no tenían palabras porque eran desdeñables; sólo importaba lo último. X Laintal Ay, algo sofocado por el súcubo, nunca dominó suficientemente el lenguaje para comprender lo último. Pero parecía que el tema principal del debate —también costumbre vigente desde muchas generaciones atrás— era decidir si todos tenían que fundirse a sí mismos en un solo ser con el gran dios de la oscuridad, Withram, o cultivar un estado diferente. El discurso acerca de ese estado diferente era largo, y ni siquiera se interrumpía mientras los nondads comían. Laintal Ay nunca imaginó que estaban comiéndose a Oro. No tenía apetito. Las meditaciones acerca del estado diferente pasaban por él como agua. Ese estado era comparado con muchas otras cosas, algunas sumamente incómodas, como la lucha y la luz: el estado impuesto a los reyes y los guerreros, y que podía ser interpretado como individualidad. La individualidad se oponía a la voluntad de Withram. Pero de algún modo, o así parecía continuar el argumento, tan enmarañado como las raíces del sitio donde era discutido, oponerse a la voluntad de Withram era también seguirla. Todo era muy desconcertante, sobre todo cuando uno tenía en los brazos a una pequeña y velluda esnoctruicsa. No fue ella quien murió primero. Todos murieron, silenciosamente, amontonados en las Ochenta Oscuridades. Al comienzo, él sólo advirtió que se unían menos voces a los armónicos del argumento. Luego la esnoctruicsa se puso rígida. El la abrazó estrechamente, con una angustia que no había sentido nunca. Pero los nondads no tenían defensas contra la enfermedad que Laintal Ay les había llevado; recuperarse de esa enfermedad no era una costumbre. Poco después, también ella había muerto. Laintal Ay se incorporó y lloró. Nunca le había visto el rostro, aunque le había tocado muchas veces el pequeño cuerpo delgado, donde parecía habitar tan gran riqueza, reconociéndola en la oscuridad. La discusión acerca de lo último concluyó al fin. Resoplidos, chasquidos y silbidos se desvanecieron en las Ochenta Oscuridades. Nada había quedado decidido. Aun la muerte, en definitiva, había mostrado cierta indecisión al respecto: había sido a la vez individual y común. Sólo el mismo Withram podía decir si estaba satisfecho, o si, a la manera de los dioses, prefería callar. Abrumado por el golpe, Laintal Ay trató de ordenar unos pensamientos dispersos. Sobre las manos y las rodillas, se arrastró entre los cadáveres de sus salvadores, buscando la salida. La terrible y completa majestad de las Ochenta Oscuridades cayó sobre él. Se dijo, tratando de proseguir la discusión: «Soy un individuo, cualesquiera que fuesen los
problemas de mis queridos amigos los nondads. Sé que soy yo mismo; no puedo dejar de serlo. Por lo tanto, he de estar en paz conmigo mismo. No tengo por qué someterme a un perenne debate. En mi caso, todo está claro. Eso por lo menos lo sé, pase lo que pase. Soy mi propio dueño; y esta convicción ha de ser mi guía, tanto si vivo como si muero. Es inútil buscar a Aoz Roon. No es mi dueño. Yo lo soy. Ni Oyre tiene tanto poder sobre mí para que yo tenga que exiliarme. Las obligaciones no son esclavitudes...» Y así sucesivamente, hasta que las palabras mismas empezaron a perder sentido. El laberinto entre las raíces no parecía tener salida. En muchas ocasiones, cuando un túnel angosto ascendía, Laintal Ay se arrastraba lleno de esperanzas, sólo para descubrir en el fondo un cadáver acurrucado, sobre cuyas entrañas los roedores llevaban a cabo una variedad peculiar de debate. Cuando pasó por una cámara que se ensanchaba, tropezó con un rey. En la oscuridad, el tamaño tenía menos importancia que a la luz. El rey parecía enorme cuando se irguió, rugiendo y extendiendo las garras. Laintal Ay rodó, gritando y pateando, mientras intentaba sacar la daga y se le echaba encima, y la terrible cosa informe lanzaba dentelladas buscándole el cuello. Un codazo en un ojo quitó entusiasmo al atacante, por el momento. Laintal Ay extrajo la daga, que perdió enseguida en la reyerta. Encontró una raíz. Torció un brazo del rey sobre la raíz, mientras le golpeaba la cabeza, a pesar de los amenazadores colmillos. La furibunda criatura se liberó y volvió a lanzarse contra Laintal Ay, sin perder el brío. Las dos figuras, que el odio convertía en una, se revolvían entre la tierra, la suciedad y los animales que se escurrían. Débil por los estragos de la fiebre de los huesos y por el largo ayuno, Laintal Ay sintió que se le iban las ganas de luchar. Unas garras arañaron los costados del túnel. De repente, algo chocó contra los cuerpos unidos. Salvajes gritos y chasquidos resonaron en la oscuridad. Tan completa era la confusión que Laintal Ay necesitó un momento para comprender que había un tercer combatiente: un guerrero nondad. El guerrero concentraba casi toda su ira sobre el rey. Era como haber caído entre dos puercoespines. Rodando y pataleando, Laintal Ay se apartó de la refriega, encontró la daga, y logró arrastrarse sangrando hasta un rincón oscuro. Alzó las piernas para protegerse el cuerpo y la cara contra un ataque frontal, y vio entonces, encima de su cabeza, una estrecha abertura. Cautelosamente se abrió paso por un túnel apenas mayor que él. Antes de la fiebre jamás hubiera podido pasar; ahora, con contorsiones de serpiente, consiguió emerger a un pequeño hoyo redondo en la superficie de la tierra. Sintió hojas muertas bajo las manos. Se tendió, jadeando, oyendo con temor los ruidos del combate. —La luz de los centinelas —murmuró. En el hoyo había una leve luz gris, como una niebla. Había llegado a la salida de las Ochenta Oscuridades. El temor lo impulsó a seguir la luz. Avanzó reptando, y se puso de pie, tembloroso, junto al desnudo muro cóncavo de un rajabaral. Ahora la luz era una cascada que caía del vasto lago del cielo. Durante largo rato respiró profundamente, mientras se limpiaba cabizbajo la sangre y la tierra de la cara. El rostro salvaje de un hurón lo miró y desapareció. Había visitado el reino de los nondads, y los había matado a casi todos. Recordó vividamente a la esnoctruicsa. Sintió dolor, también sorpresa, y gratitud. Uno de los centinelas estaba sobre él. El otro, Batalix, se encontraba cerca del horizonte, e iluminaba casi horizontalmente la gran floresta silenciosa, dando una siniestra belleza al océano de follaje. Las pieles de Laintal Ay estaban hechas jirones. Las garras del rey le habían abierto unas largas heridas sanguinolentas. Sin esperanzas, llamó una vez a Oro. No esperaba ver de nuevo al miela. El instinto de cazador le advertía que no se quedase donde estaba; si no se movía, sería una presa fácil, y se sentía demasiado débil para afrontar otro combate. Escuchó. Algo se sacudía dentro del rajabaral. Los nondads atribuían grandes virtudes a los árboles en cuyas raíces moraban; se decía que Withram residía en lo alto del rajabaral y que a veces descendía de allí, lanzándose iracundo contra un mundo tan injusto para los protognósticos. ¿Qué haría Withram, se preguntó, cuando todos los nondads murieran? Quizás aun el mismo Withram tuviera que adoptar otra individualidad. —Despierta —se dijo en voz alta, al advertir que estaba divagando. No vio señales de la
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fue protegida, aunque lo habrían devorado hasta la última falange si se hubiese muerto. Ésa era<br />
la costumbre.<br />
Una de las hembras se convirtió en la esnoctruicsa de Laintal Ay; se echó a su lado, lo<br />
acarició y le absorbió la fiebre. Laintal Ay deliraba, se veía acosado por animales minúsculos<br />
como ratones, grandes como montañas. Cuando despertaba en la oscuridad, encontraba una<br />
extraña compañera, próxima como la vida misma, dispuesta a todo para salvarlo y devolverle la<br />
salud. Sintiéndose como un corusco, Laintal Ay cedía ardientemente a este nuevo modo de ser,<br />
en que el cielo y el infierno se expresaban en el mismo abrazo.<br />
Por lo que logró entender más tarde, la palabra esnoctruicsa significaba sanadora, dadora,<br />
hurtadora y, sobre todo, sensitiva.<br />
Estaba tendido en la oscuridad, convulsionado, con los miembros contraídos, sudando<br />
sustancia. El virus se encarnizaba, incontrolable, empujándolo a través del terrible ojo de la<br />
aguja de Siva. Laintal Ay se convirtió en un paisaje de nervios en el que combatían los ejércitos<br />
del dolor. Sin embargo, allí estaba la misteriosa esnoctruicsa, reaparecía una y otra vez: no<br />
estaba solo. El don de ella era la salud.<br />
A su tiempo, los ejércitos del dolor se retiraron. Las voces de las Ochenta Oscuridades se<br />
hicieron gradualmente inteligibles, y Laintal Ay empezó a comprender oscuramente qué le<br />
había ocurrido. El extraordinario lenguaje de los nondads no tenía palabras para comida, bebida,<br />
amor, hambre, frío, calor, odio, esperanza, desesperación, dolor; aunque aparentemente las<br />
conocían los reyes y guerreros que luchaban en la remota oscuridad. En cambio, el resto de la<br />
tribu dedicaba las horas libres, que eran muchas, a prolongadas discusiones acerca de lo último.<br />
Las necesidades de la vida no tenían palabras porque eran desdeñables; sólo importaba lo<br />
último.<br />
X<br />
Laintal Ay, algo sofocado por el súcubo, nunca dominó suficientemente el lenguaje para<br />
comprender lo último. Pero parecía que el tema principal del debate —también costumbre<br />
vigente desde muchas generaciones atrás— era decidir si todos tenían que fundirse a sí mismos<br />
en un solo ser con el gran dios de la oscuridad, Withram, o cultivar un estado diferente.<br />
El discurso acerca de ese estado diferente era largo, y ni siquiera se interrumpía mientras los<br />
nondads comían. Laintal Ay nunca imaginó que estaban comiéndose a Oro. No tenía apetito.<br />
Las meditaciones acerca del estado diferente pasaban por él como agua.<br />
Ese estado era comparado con muchas otras cosas, algunas sumamente incómodas, como la<br />
lucha y la luz: el estado impuesto a los reyes y los guerreros, y que podía ser interpretado como<br />
individualidad. La individualidad se oponía a la voluntad de Withram. Pero de algún modo, o<br />
así parecía continuar el argumento, tan enmarañado como las raíces del sitio donde era<br />
discutido, oponerse a la voluntad de Withram era también seguirla.<br />
Todo era muy desconcertante, sobre todo cuando uno tenía en los brazos a una pequeña y<br />
velluda esnoctruicsa.<br />
No fue ella quien murió primero. Todos murieron, silenciosamente, amontonados en las<br />
Ochenta Oscuridades. Al comienzo, él sólo advirtió que se unían menos voces a los armónicos<br />
del argumento. Luego la esnoctruicsa se puso rígida. El la abrazó estrechamente, con una<br />
angustia que no había sentido nunca. Pero los nondads no tenían defensas contra la enfermedad<br />
que Laintal Ay les había llevado; recuperarse de esa enfermedad no era una costumbre.<br />
Poco después, también ella había muerto. Laintal Ay se incorporó y lloró. Nunca le había<br />
visto el rostro, aunque le había tocado muchas veces el pequeño cuerpo delgado, donde parecía<br />
habitar tan gran riqueza, reconociéndola en la oscuridad.<br />
La discusión acerca de lo último concluyó al fin. Resoplidos, chasquidos y silbidos se<br />
desvanecieron en las Ochenta Oscuridades. Nada había quedado decidido. Aun la muerte, en<br />
definitiva, había mostrado cierta indecisión al respecto: había sido a la vez individual y común.<br />
Sólo el mismo Withram podía decir si estaba satisfecho, o si, a la manera de los dioses, prefería<br />
callar.<br />
Abrumado por el golpe, Laintal Ay trató de ordenar unos pensamientos dispersos. Sobre las<br />
manos y las rodillas, se arrastró entre los cadáveres de sus salvadores, buscando la salida. La<br />
terrible y completa majestad de las Ochenta Oscuridades cayó sobre él.<br />
Se dijo, tratando de proseguir la discusión: «Soy un individuo, cualesquiera que fuesen los