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centelleaba entre árboles altos como un hombre. Los músculos respondían con sacudidas<br />
espasmódicas, como las de un perro viejo que sueña junto a una hoguera de campaña.<br />
Las formas redondas se resolvieron en rocas. Estaba comprimido entre ellas, como si él<br />
mismo fuera algo inorgánico. Un árbol joven, desarraigado río arriba, descortezado, se<br />
confundía inextricablemente con las rocas y los cantos rodados. El cuerpo retorcido de Aoz<br />
Roon se apoyaba en el árbol con las manos en alguna parte, por encima de la cabeza.<br />
Con penoso cuidado, Aoz Roon enderezó los miembros. Al cabo de un rato, se sentó con tos<br />
brazos apoyados en las rodillas y miró largamente el río bullicioso, escuchando complacido el<br />
ruido del agua. Se arrastró hacia adelante sobre manos y rodillas, sintiendo la piel floja sobre el<br />
cuerpo, hasta el borde del agua: una franja de tierra no más ancha que una mano. Miró con<br />
distraída gratitud el fluir incesante del agua. Llegó la noche. Se tendió con la cara sobre los<br />
cantos rodados.<br />
Llegó la mañana. La luz de los dos soles cayó sobre Aoz Roon. También el calor. Se puso de<br />
pie, aferrándose<br />
a una rama. Sacudió la greñuda cabeza, encantado por la facilidad con que se había movido.<br />
A unos pocos metros, separado de él por un estrecho torrente de agua espumosa, estaba el<br />
phagor.<br />
—Azí que haz vuelto a la vida —dijo el phagor.<br />
A través de los años, a través de los ciclos, desde la antigüedad más remota, era costumbre<br />
en muchas partes de Heliconia, y en particular en el continente de Campannlat, matar al rey de<br />
la tribu cuando daba señales de envejecer. El criterio y la forma de ejecución variaban en las<br />
distintas tribus. Aunque se consideraba que eran Wutra o Akha quienes los ponían en la tierra, la<br />
vida de los reyes era interrumpida bruscamente. Cuando encanecían, o eran incapaces de<br />
decapitar a un hombre de un solo hachazo, o de satisfacer los deseos sexuales de las esposas, o<br />
de saltar cierto abismo o torrente —según el criterio tribal— se les ofrecía una copa<br />
envenenada, o eran estrangulados o muertos por otros métodos.<br />
Del mismo modo, los miembros de la tribu que exhibían síntomas de enfermedades mortales,<br />
que empezaban a estirarse y a gemir, recibían una muerte inmediata. En los viejos tiempos no se<br />
conocía la piedad. El destino era en general el fuego, pues se le atribuían virtudes purificadoras<br />
y junto con el enfermo iban a la pira la familia y los criados. Este salvaje ritual raramente servía<br />
para evitar las epidemias, de modo que los gritos de los quemados llegaban muchas veces a<br />
oídos donde zumbaba ya el primer aviso de la enfermedad.<br />
A través de estas y otras adversidades, las generaciones humanas se civilizaron lentamente.<br />
El primer don de la civilización, sin el cual los hombres no pueden vivir juntos, pues<br />
prevalecería entonces una desesperada anarquía, es la simpatía por el prójimo; la imaginación<br />
capaz de encontrar remedio a distintas deficiencias humanas. Y así habían aparecido hospitales,<br />
y médicos, y enfermeras y sacerdotes, inclinados a aliviar el sufrimiento y no a acabar<br />
brutalmente con él.<br />
Aoz Roon se había recuperado sin esta clase de ayuda. Tal vez lo ayudó su fuerte<br />
constitución. Sin tener en cuenta al phagor, se tambaleó hasta el agua gris, se inclinó<br />
lentamente, recogió un poco de agua en el hueco de las manos, y bebió.<br />
Parte del agua se le escapó entre los dedos, y le cayó sobre la barba, y de ahí una brisa la<br />
empujó goteando, de lado, hacia el caudal original, que la reabsorbió. Esas gotas<br />
insignificantes fueron observadas mientras caían. Millones de ojos miraron las diminutas<br />
salpicaduras. Millones de ojos siguieron todos los gestos de Aoz Roon mientras jadeaba de pie<br />
con la boca húmeda, en la isla angosta.<br />
Los monitores alineados en la Estación Observadora Terrestre vigilaban de cerca muchas<br />
cosas, una de ellas el señor de Embruddock. Era responsabilidad del Avernus transmitir al<br />
Instituto Heliconiano todas las señales recibidas de la superficie de Heliconia.<br />
El receptor del Instituto Heliconiano estaba en Caronte, la luna de Plutón, en los extremos<br />
del sistema solar. El dinero que financiaba el receptor provenía del Canal de Educcimiento,<br />
que transmitía una continua saga de episodios <strong>heliconia</strong>nos a las audiencias de la Tierra y los<br />
demás planetas solares. Vastos auditorios, semejantes a conchas enclavadas en la arena, se<br />
levantaban en todas las provincias, y podían alojar cada uno a diez mil personas. Los domos