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aldiss, brian w - heliconia primavera.pdf

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había sostenido a la comunidad durante siglos de invierno, había perdido el favor general. ¿No<br />

podía ser—sugerían los Pin— que ese cambio de dieta hiciese a los humanos más susceptibles<br />

a la picadura de la garrapata, al virus parásito de la garrapata? Había muchas discusiones, a<br />

menudo agitadas. Una vez más hubo apresurados que reclamaban una expedición ilegal a la<br />

superficie de Heliconia, a pesar del peligro.<br />

La fiebre de los huesos no era siempre una enfermedad mortal. Se observó, además, que<br />

había distintas formas de caer enfermo. Algunos se daban cuenta de que la enfermedad estaba<br />

cerca y tenían tiempo de sentir miedo o de rendir cuentas a Wutra, según la disposición de cada<br />

uno; otros se desplomaban sin aviso mientras trabajaban o hablaban con los amigos, o paseaban<br />

por el campo, y aun cuando hacían el amor. Ni el contagio repentino ni la agravación insidiosa<br />

garantizaban la supervivencia. De todos modos, sólo la mitad se recuperaba. En cuanto al resto,<br />

afortunado era el cadáver que encontraba una tumba, como los pacientes del hospital de Ma<br />

Escantion; muchos, en el terror generalizado que asaltaba a las comunidades afectadas, eran<br />

abandonados como carroña, y poblaciones enteras huían de sus hogares, y descubrían que la<br />

peste acechaba en los caminos.<br />

Así había sido siempre desde que había seres humanos en Heliconia. Los sobrevivientes de<br />

la epidemia perdían un tercio de su peso normal, aunque «normal» es, en este contexto, un<br />

término relativo. Nunca recuperaban el peso perdido, ni sus hijos, ni los hijos de sus hijos. Por<br />

fin había llegado la <strong>primavera</strong>; luego vendría el verano, cuando el ectomorfismo acompañaba a<br />

la adaptación. Las formas más delgadas persistían durante muchas generaciones, aunque con<br />

efectos gradualmente menos marcados. Mucho más tarde reaparecía la grasa subcutánea,y la<br />

enfermedad se mantenía latente en las células nerviosas de los que habían sobrevivido.<br />

Este statu quo continuaba hasta el final del verano del Gran Año. Entonces golpeaba la<br />

Muerte Gorda.<br />

Como para compensar tan extremos contrastes dimórficos estacionales, en Heliconia los dos<br />

sexos eran de similar estatura y peso corporal y cerebral. Ambos pesaban en promedio, en la<br />

adultez, unos doce staynes, la vieja medida oldorandina. Si sobrevivían a la fiebre de los huesos,<br />

enflaquecían hasta pesar unos escasos ocho staynes, o menos. La generación siguiente se<br />

ajustaba a esta nueva estructura. Luego las generaciones sucesivas aumentaban muy lentamente<br />

de peso, hasta que los estragos de la obscena Muerte Gorda provocaban otro cambio dramático.<br />

Aoz Roon fue uno de los que sobrevivieron al primer ataque de la epidemia en ese ciclo.<br />

Muchos cientos de miles, después de él, estaban condenados a sufrir y salvarse o a morir.<br />

Algunos, ocultos en puntos remotos de los desiertos del mundo, escapaban por completo a la<br />

peste. Pero los descendientes se encontraban en desventaja en un mundo nuevo. Eran tratados<br />

como monstruos y tenían pocas probabilidades de subsistir. Las dos grandes enfermedades<br />

causadas por la garrapata del phagor eran en realidad una sola enfermedad; esa única<br />

enfermedad, esa Siva de las enfermedades, esa destructora y salvadora, traía una espada<br />

sangrienta que ayudaría a que la humanidad sobreviviese en las extravagantes condiciones del<br />

planeta.<br />

Dos veces cada dos mil quinientos años terrestres, la población <strong>heliconia</strong>na tenía que pasar<br />

por el ojo de la aguja, la peste de la garrapata. Era el precio de la supervivencia y del continuo<br />

desarrollo. De esa carnicería, de esa aparente disonancia, brotaba una armonía subyacente, como<br />

si entre los gritos de agonía, y desde las más profundas fuentes del ser, se alzase el murmullo de<br />

que todo estaba inefablemente bien.<br />

Sólo lo creían quienes podían creer. Cuando desapareció el chasquido de los músculos<br />

estirados, se oyó una rara música acuática. En el desierto estéril del dolor apareció una fluidez,<br />

que se manifestó ante todo en el oído de Aoz Roon. Cuando recuperó la vista sólo se le apareció<br />

una colección de formas redondeadas, manchadas, estiradas o de tono oscuro y uniforme. No<br />

tenían significado, ni él lo buscaba. Simplemente se quedó allí, con la espalda arqueada, la boca<br />

abierta, esperando a que los globos oculares dejaran de movérsele para poder enfocar la vista.<br />

Aquellas armonías líquidas le ayudaron a recuperar la conciencia. Aunque era incapaz de<br />

coordinar los movimientos del cuerpo, comprendió oscuramente que tenía los brazos<br />

aprisionados. Unos pensamientos inconexos le pasaron por la mente. Vio ciervos que corrían; se<br />

vio a sí mismo corriendo, saltando, golpeando; una mujer reía, él estaba montado, el sol

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