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XIII PANORAMA DESDE EL MEDIO ROON En la Estación Observadora Terrestre entendían correctamente la expresión «fiebre de los huesos». Era parte de un complejo mecanismo patológico causado por un virus que las cultivadas familias del Avernus llamaban virus hélico, y que ellas conocían mejor que quienes lo sufrían y morían por él en el planeta. Los estudios de microbiología heliconiana estaban bastante avanzados para que los terrestres supieran que el virus se manifestaba dos veces cada gran año heliconiano de 1.825 años. Estas manifestaciones, aunque los habitantes de Heliconia pensaran lo contrario, no eran casuales. Ocurrían invariablemente durante el período de veinte eclipses que señalaba el comienzo de la verdadera primavera, y después durante el período de seis o siete eclipses que sobrevenía más adelante en el gran año. Los cambios de clima que coincidían con los eclipses desencadenaban las fases simétricas de hiperactividad viral, cuyos efectos eran igualmente devastadores aunque totalmente distintos en los distintos períodos. Para los habitantes del planeta, las dos plagas eran fenómenos diferentes. Estaban distanciadas por cinco pequeños siglos heliconianos (es decir, apenas más de siete siglos terrestres), y tenían nombres diferentes: la fiebre de los huesos y la muerte gorda. La enfermedad provocada por el virus, como una inundación irresistible, afectaba la historia de todos aquellos por cuyas tierras se paseaba. Sin embargo, un virus individual, como una sola gota de agua, era un factor despreciable. Era preciso aumentar diez mil veces el virus hélico para que el ojo humano pudiera verlo. El virus era una bolsa de noventa y siete milimicrones, cubierta parcialmente de icosaedros, hecha de lípidos y proteínas, y que contenía RNA; se parecía, en muchos aspectos, al virus helicoidal pleomórfico responsable de una extinta enfermedad terrestre, las paperas. Tanto los estudiosos del Avernus como los observadores terrestres habían descubierto hacía tiempo la función de este virus devastador. Como el antiguo dios hindú Siva representaba el principio —de doble filo— de la destrucción y de la conservación. Mataba, pero la existencia continuaba desarrollándose a lo largo de esa estela mortal. Sin la presencia del virus hélico en el planeta, ni la vida humana ni la phagoriana hubieran sido posibles. A causa de esa presencia, ninguna criatura terrestre podía poner el píe en Heliconia y sobrevivir. En Heliconia imperaba el virus hélico, que era como un cordón sanitario en tomo del planeta. Hasta este momento, la fiebre de los huesos no había entrado en Embruddock. Pero se acercaba, tan inexorablemente como la cruzada del joven kzahhn Hrr-Brahl Yprt. Los estudiosos del Avernus se preguntaban qué atacaría primero. Otras preguntas ocupaban la mente de quienes vivían en Embruddock. La principal, entre los hombres que estaban cerca de la cumbre en la insegura jerarquía, era cómo alcanzar el poder y cómo conservarlo. Afortunadamente para la humanidad, aún no se ha encontrado respuesta a esta pregunta. Pero Tanth Ein y Faralin Ferd, hombres venales y poco complicados, no tenían interés en el aspecto abstracto de la cuestión. Mientras pasaba el tiempo y alboreaba otro año —el funesto año 26 del nuevo calendario—, y la ausencia de Aoz Roon alcanzaba el medio año, los dos lugartenientes gobernaban interinamente. Esto les convenía. A Raynil Layan le convenía menos. Había ganado autoridad ante los dos regentes y el consejo. Raynil Layan sabía que en Oldorando era necesario, desde tiempo atrás,

un nuevo sistema; si conseguía introducirlo alcanzaría el poder por medios no violentos como él prefería. Como si cediera al fin a la presión de los comerciantes, reemplazaría con dinero el antiguo sistema de trueque. Desde ese momento, nada sería gratis en Oldorando. El pan se pagaría con moneda. Seguros de recibir una parte, Tanth Ein y Faralin Ferd aprobaban el plan de Raynil Layan. La ciudad se expandía continuamente. Ya no se podía confinar el comercio en las afueras; se convertía en el centro de la vida y aparecía, por lo tanto, en el centro de la ciudad. Y merced a la innovación de Raynil Layan, sería sencillo cobrarle un impuesto. —No está bien pagar por la comida. La comida tendría que ser gratis, como el aire. —Pero recibiremos dinero para comprarla. —No me parece bien. Raynil Layan va a medrar con esto —dijo Dathka. y el otro Señor de la Pradera del Oeste caminaban hacia la torre de Oyre, de paso inspeccionando la zona. La responsabilidad de ambos crecía junto con Oldorando. Veían nuevas caras en todas partes. Los miembros del consejo estimaban —retorciéndose un poco las manos— que apenas una cuarta parte de la población había nacido en la ciudad. El resto eran extranjeros, muchos de ellos en tránsito. Oldorando estaba situada en una encrucijada continental cada vez más frecuentada. Lo que pocos meses antes había sido una campiña era ahora un campamento de tiendas y cabañas. Y algunos cambios eran más profundos. El viejo régimen de la caza, a veces duro, a veces sibarítico, desapareció de la noche a la mañana. Laintal Ay y Dathka tenían un esclavo para alimentar a los mielas. La caza escaseaba, los pinzasacos habían desaparecido, y los inmigrantes traían rebaños, lo que implicaba una vida más sedentaria. Las diversiones del bazar habían arruinado la camaradería de la caza. Quienes se complacían en correr como el viento sobre las praderas recientemente descubiertas en los días de Aoz Roon, se contentaban ahora con holgazanear en las calles, mientras se ocupaban de atender o regentar establos, o de transportar mercaderías, o de servir de alcahuetes. Los Señores de la Pradera del Oeste eran responsables del orden en los barrios de la ciudad que crecían al oeste del Voral. Tenían algunos guardias que los ayudaban. Un grupo de esclavos del sur, buenos albañiles, estaban construyendo una torre para ellos. La cantera estaba cerca de los brassimipos. La nueva torre imitaba las antiguas: se erguiría por encima de las tiendas de aquellos a quienes los señores querían dominar, puesto que tendría tres plantas. Después de inspeccionar el trabajo del día e intercambiar bromas con el supervisor, Laintal Ay y Dathka fueron a la ciudad vieja, abriéndose paso a través de la multitud de peregrinos. Había tiendas de lona listas para atender a las necesidades de cada viajero. Cada tienda tenía una licencia extendida por el despacho de Laintal Ay, y exhibía un disco con un número. Aparecieron unos peregrinos. Laintal Ay les cedió paso, retorciendo y apoyando la espalda contra una pared de lona. Movió atrás un pie y encontró el vacío; resbaló y cayó en un hoyo que la tela ocultaba. Sacó la espada. Tres jóvenes pálidos, de torso desnudo, lo miraron horrorizados cuando él les hizo frente. El agujero tenía el tamaño de una habitación pequeña, y un metro de profundidad. Los hombres se habían pintado un sol en el centro de la frente. Dathka apareció en el extremo de la pared de lona y miró divertido la excavación. —¿Qué estáis haciendo? —preguntó Laintal Ay a los tres hombres. Los tres se mantuvieron erguidos, reponiéndose de la sorpresa. Uno dijo: —Éste será un altar dedicado al gran Akha de Naba, y por lo tanto es terreno sagrado. Tenemos que pedirte que te retires inmediatamente. —Estas tierras están a mi cargo —dijo Laintal Ay—. Muéstrame tu licencia para establecerte aquí. Mientras los jóvenes se miraban, otros peregrinos se reunieron alrededor del hoyo, observando y murmurando. Todos vestían ropas blancas y negras. —No tenemos licencia. No vendemos nada. —¿De dónde habéis venido? Un hombre de gran estatura, con la cabeza envuelta en una tela negra, de pie al borde del

un nuevo sistema; si conseguía introducirlo alcanzaría el poder por medios no violentos como él<br />

prefería.<br />

Como si cediera al fin a la presión de los comerciantes, reemplazaría con dinero el antiguo<br />

sistema de trueque.<br />

Desde ese momento, nada sería gratis en Oldorando.<br />

El pan se pagaría con moneda.<br />

Seguros de recibir una parte, Tanth Ein y Faralin Ferd aprobaban el plan de Raynil Layan. La<br />

ciudad se expandía continuamente. Ya no se podía confinar el comercio en las afueras; se<br />

convertía en el centro de la vida y aparecía, por lo tanto, en el centro de la ciudad. Y merced a la<br />

innovación de Raynil Layan, sería sencillo cobrarle un impuesto.<br />

—No está bien pagar por la comida. La comida tendría que ser gratis, como el aire.<br />

—Pero recibiremos dinero para comprarla.<br />

—No me parece bien. Raynil Layan va a medrar con esto —dijo Dathka.<br />

y el otro Señor de la Pradera del Oeste caminaban hacia la torre de Oyre, de paso<br />

inspeccionando la zona. La responsabilidad de ambos crecía junto con Oldorando. Veían nuevas<br />

caras en todas partes. Los miembros del consejo estimaban —retorciéndose un poco las<br />

manos— que apenas una cuarta parte de la población había nacido en la ciudad. El resto eran<br />

extranjeros, muchos de ellos en tránsito. Oldorando estaba situada en una encrucijada<br />

continental cada vez más frecuentada.<br />

Lo que pocos meses antes había sido una campiña era ahora un campamento de tiendas y<br />

cabañas. Y algunos cambios eran más profundos. El viejo régimen de la caza, a veces duro, a<br />

veces sibarítico, desapareció de la noche a la mañana. Laintal Ay y Dathka tenían un esclavo<br />

para alimentar a los mielas. La caza escaseaba, los pinzasacos habían desaparecido, y los<br />

inmigrantes traían rebaños, lo que implicaba una vida más sedentaria.<br />

Las diversiones del bazar habían arruinado la camaradería de la caza. Quienes se complacían<br />

en correr como el viento sobre las praderas recientemente descubiertas en los días de Aoz Roon,<br />

se contentaban ahora con holgazanear en las calles, mientras se ocupaban de atender o regentar<br />

establos, o de transportar mercaderías, o de servir de alcahuetes.<br />

Los Señores de la Pradera del Oeste eran responsables del orden en los barrios de la ciudad<br />

que crecían al oeste del Voral. Tenían algunos guardias que los ayudaban. Un grupo de esclavos<br />

del sur, buenos albañiles, estaban construyendo una torre para ellos. La cantera estaba cerca de<br />

los brassimipos. La nueva torre imitaba las antiguas: se erguiría por encima de las tiendas de<br />

aquellos a quienes los señores querían dominar, puesto que tendría tres plantas.<br />

Después de inspeccionar el trabajo del día e intercambiar bromas con el supervisor, Laintal<br />

Ay y Dathka fueron a la ciudad vieja, abriéndose paso a través de la multitud de peregrinos.<br />

Había tiendas de lona listas para atender a las necesidades de cada viajero. Cada tienda tenía una<br />

licencia extendida por el despacho de Laintal Ay, y exhibía un disco con un número.<br />

Aparecieron unos peregrinos. Laintal Ay les cedió paso, retorciendo y apoyando la espalda<br />

contra una pared de lona. Movió atrás un pie y encontró el vacío; resbaló y cayó en un hoyo que<br />

la tela ocultaba. Sacó la espada. Tres jóvenes pálidos, de torso desnudo, lo miraron horrorizados<br />

cuando él les hizo frente.<br />

El agujero tenía el tamaño de una habitación pequeña, y un metro de profundidad.<br />

Los hombres se habían pintado un sol en el centro de la frente.<br />

Dathka apareció en el extremo de la pared de lona y miró divertido la excavación.<br />

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Laintal Ay a los tres hombres.<br />

Los tres se mantuvieron erguidos, reponiéndose de la sorpresa. Uno dijo: —Éste será un altar<br />

dedicado al gran Akha de Naba, y por lo tanto es terreno sagrado. Tenemos que pedirte que te<br />

retires inmediatamente.<br />

—Estas tierras están a mi cargo —dijo Laintal Ay—. Muéstrame tu licencia para establecerte<br />

aquí.<br />

Mientras los jóvenes se miraban, otros peregrinos se reunieron alrededor del hoyo,<br />

observando y murmurando. Todos vestían ropas blancas y negras.<br />

—No tenemos licencia. No vendemos nada.<br />

—¿De dónde habéis venido?<br />

Un hombre de gran estatura, con la cabeza envuelta en una tela negra, de pie al borde del

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