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supiese qué hacer. No muy lejos, los demás phagors venían a la carrera. Gris se alejaba al<br />
galope. La situación era tan desesperada como antes.<br />
Llamó a Cuajo, pero el mastín estaba agazapado, temblando, y no quiso moverse.<br />
Cuando el phagor se incorporó, Aoz Roon echó a correr hacia el río, con la lanza en la mano.<br />
Podía nadar hasta la isla; ésa era su única esperanza.<br />
Antes de llegar a la costa advirtió el peligro. El agua estaba negra por los lodos que<br />
arrastraba, a causa de la inundación, y llevaba también animales muertos y ramas, y contra todo<br />
eso tendría que luchar nadando.<br />
Vaciló. Mientras tanto, el phagor cayó sobre él.<br />
Aoz Roon recordó una lucha similar en otro tiempo, antes de aquella vergonzosa fiebre.<br />
Había vencido entonces. Pero este otro adversario... no era joven, lo sintió instintivamente,<br />
mientras le apretaba un brazo y lo pateaba con la bota. Lo arrojaría al río antes de que los demás<br />
se acercaran.<br />
Pero no fue tan fácil. El phagor tenía aún una fuerza enorme. Uno de ellos cedió un poco de<br />
terreno, luego el otro. Aoz Roon no consiguió alzar la lanza ni echar mano al cuchillo.<br />
Luchaban y gemían, moviéndose a saltos o con pasos rápidos, y el adversario trataba de emplear<br />
los cuernos.<br />
Aoz Roon gritó de dolor cuando el phagor le retorció el brazo. Dejó caer la lanza. Mientras<br />
gritaba, consiguió liberar un codo. Lo alzó contra el mentón del monstruo, vivamente. Ambos<br />
retrocedieron unos pasos, y se metieron hasta las rodillas en el agua. Aoz Roon llamó<br />
desesperadamente al perro, pero Cuajo se movía de un lado a otro y ladraba ferozmente para<br />
contener a los tres phagors que se aproximaban a pie.<br />
Un gran árbol vino bamboleándose y girando en la corriente. Una rama emergió como un<br />
brazo, goteando; golpeó al hombre y al phagor que luchaban entrelazados. Ambos cayeron y<br />
fueron arrastrados hacia abajo por una fuerza irresistible en el agua turbulenta. Otra rama<br />
emergió a la superficie, y también ella se hundió en remolinos amarillentos.<br />
Durante cuatro horas, Batalix mordisqueó el flanco de Freyr, como un perro ensañado con un<br />
hueso. Sólo entonces desapareció del todo la luz más brillante. En las primeras horas de la tarde<br />
una sombra de acero cayó sobre la tierra. Nada se movía, ni siquiera un insecto.<br />
Freyr desapareció del mundo durante tres horas, sustraído del cielo diurno. Reapareció,<br />
apenas parcialmente, al ocaso. Nadie podía asegurar que volviera a estar entero. Densas nubes<br />
cubrían el cielo de horizonte a horizonte. Así murió el día, un día alarmante. Niños o adultos,<br />
todos los seres humanos de Oldorando se fueron esa noche a la cama llenos de aprensión.<br />
Luego se levantó el viento, dispersando la lluvia, inquietando aún más a todos.<br />
Había habido tres muertes en la vieja ciudad —una, un suicidio— y algunos edificios se<br />
habían incendiado o ardían aún.<br />
La luz de un incendio, avivada por el viento, iluminaba una franja de agua de lluvia junto a la<br />
gran torre. Los reflejos se proyectaban en el techo de la habitación donde Oyre estaba echada en<br />
cama, sin dormir. El viento silbaba, un postigo golpeteaba, las chispas ascendían en la chimenea<br />
de la noche.<br />
Oyre esperaba, hostigada por los mosquitos que acababan de aparecer en Oldorando. Cada<br />
semana traía algo que nadie había conocido nunca.<br />
La luz fluctuante del exterior se unió a las manchas del techo para dejar entrever a Oyre la<br />
imagen momentánea de un anciano de largo pelo enmarañado, envuelto en una túnica. Ella<br />
imaginaba que no podía verle el rostro, pues el hombro le ocultaba la cabeza. Estaba haciendo<br />
algo. Las piernas se le movían junto con las ondas que el viento provocaba afuera en la charca.<br />
Caminaba en silencio entre las estrellas.<br />
Cansada del juego, Oyre miró hacia afuera preguntándose que habría sido de su padre.<br />
Cuando volvió a mirar, descubrió que se había equivocado: el anciano estaba mirándola por<br />
encima del hombro. Tenía el rostro manchado y arrugado por la edad. Andaba ahora más<br />
rápidamente, y el postigo golpeaba marcando el ritmo de sus pasos. Marchaba a través del<br />
mundo hacia ella. Una terrible erupción le cubría el cuerpo.<br />
Oyre se incorporó. Un mosquito zumbó junto a su oído. Se rascó la cabeza y miró a Dol, que<br />
respiraba pesadamente.<br />
—¿Cómo estás, muchacha?