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guardia detrás de una barrera de maderos interpuesta en el paso.<br />
Yuli se detuvo cuando un guardia se acercó. Llevaba un traje de pieles adornado con<br />
piezas de bronce.<br />
—¿Quién eres, muchacho?<br />
—Estoy con mis dos amigos. Hemos salido a comprar pieles, como puedes ver. Vienen<br />
más atrás, con el otro trineo.<br />
—No los veo. —El acento del hombre era extraño. No hablaba el olonets que Yuli había<br />
oído en las Barreras.<br />
—Se habrán rezagado. ¿No conoces el tiro de Garrona? —Hizo restallar el látigo sobre<br />
los animales.<br />
—Así es. Por supuesto. Lo conozco bien. No son gente que uno olvide con facilidad. —<br />
Se hizo a un lado, alzando el fuerte brazo derecho. —Arriba —llamó. La barrera se elevó, el<br />
látigo cayó, Yuli gritó y pasó.<br />
Era la primera vez que veía Pannoval. Respiró profundamente.<br />
Tenía al frente un risco enorme, tan liso que la nieve no se le adhería. En la pared del<br />
risco habían labrado una gigantesca imagen de Akha el Grande. Akha estaba en cuclillas, en la<br />
actitud tradicional, con las rodillas cerca de los hombros y los brazos alrededor de las rodillas,<br />
las manos juntas con las palmas hacia arriba y la llama sagrada de la vida en las palmas. La gran<br />
cabeza culminaba en un nudo de pelo. La cara a medias humana era terrorífica. Incluso las<br />
mejillas dejaban sin aliento al espectador. Sin embargo, los ojos almendrados eran bondadosos,<br />
y en la boca y las cejas se leía serenidad tanto como ferocidad.<br />
Junto al pie izquierdo había una abertura en la roca, empequeñecida por la imagen.<br />
Cuando el trineo estuvo más cerca, Yuli comprobó que era también muy grande, posiblemente<br />
tres veces más alta que un hombre. En el interior vio luces, guardias con extrañas vestiduras y<br />
acentos, y pensamientos extraños en sus mentes.<br />
Cuadró los jóvenes hombros y se adelantó con paso firme.<br />
Así fue como Yuli llegó a Pannoval.<br />
Nunca olvidaría la entrada en Pannoval, ese momento en que abandonó el mundo bajo el<br />
cielo. Deslumbrado, condujo el trineo más allá de los guardias y de un bosquecillo de árboles<br />
escuálidos, y se detuvo bajo la bóveda donde tanta gente se pasaba la vida. Mas allá de la puerta<br />
la niebla se combinaba con la oscuridad y creaba todo un mundo de esbozos, de formas<br />
desdibujadas. Era de noche: las pocas personas que se veían estaban envueltas en gruesas<br />
vestiduras, envueltas a su vez en un halo de niebla, que flotaba sobre ellas y las seguía<br />
lentamente, como un manto deshilachado. En todas partes había piedras, muros de piedra,<br />
mojones, casas, corrales, establos y escaleras de piedra: porque esa gran caverna misteriosa<br />
penetraba en el interior de la montaña, y había sido cortada a lo largo de los siglos en cubos<br />
iguales, separados unos de otros por paredes y escalones.<br />
Con obligada economía, una sola antorcha fluctuaba en lo alto de cada escalinata, y la<br />
llama inclinada por la leve corriente de aire, iluminaba no sólo el entorno sino también la<br />
atmósfera brumosa que el humo hacía todavía más opaca.<br />
El incesante trabajo del agua, durante eones y eones, había abierto en la roca una serie de<br />
cavernas conectadas entre sí, de distintos tamaños y a distintos niveles. Algunas de estas<br />
cavernas estaban habitadas, y ya eran parte del orden humano. Tenían nombre y todo lo<br />
necesario para sostener una vida humana rudimentaria.<br />
El salvaje se detuvo; no podía seguir internándose en esa gran oscuridad mientras no<br />
encontrara un acompañante. Los pocos forasteros que, como Yuli, visitaban Pannoval, se<br />
reunían en una de las cavernas más grandes, que los habitantes conocían como Mercado. Allí se<br />
llevaban a cabo muchas de las tareas necesarias para la comunidad, pues se requería poca o<br />
ninguna iluminación artificial una vez que los ojos se acostumbraban a la penumbra. Durante el<br />
día resonaban allí las voces, y el golpeteo irregular de los martillos. En el Mercado, Yuli pudo<br />
cambiar los asokins y algunas mercancías del trineo por las cosas que necesitaba para su nueva<br />
vida. Tenía que quedarse allí. No había otro lugar adonde ir. Gradualmente se acostumbró a la<br />
oscuridad, al humo, a la mirada maliciosa y la tos de los pobladores. Los aceptó, junto con la<br />
segundad.<br />
Tuvo bastante suerte, pues encontró a un comerciante honesto y paternal llamado Kyale,