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LA PROEZA DE LAINTAL AY<br />
La pradera estaba cubierta de flores advenedizas hasta donde se alcanzaba a ver y más lejos,<br />
más allá de donde podía llegar un hombre caminando. Blancas, amarillas, anaranjadas, azules,<br />
verdes, rosadas; un vendaval de pétalos soplaba a lo largo de millas no registradas en ningún<br />
mapa, rompía contra los muros de Oldorando e incorporaba la aldea a sus ráfagas de color.<br />
La lluvia había traído las flores, marchándose luego. Las flores se habían quedado,<br />
extendiéndose hasta el horizonte, estremecidas en cálidas franjas, como si la distancia misma<br />
estuviese manchada de <strong>primavera</strong>.<br />
Una parte de este panorama había sido cercada.<br />
Laintal Ay y Dathka habían terminado de trabajar. Inspeccionaban, con sus amigos, lo que<br />
habían hecho.<br />
Con árboles jóvenes y arbustos espinosos habían construido una cerca. Habían cortado<br />
troncos hasta que la savia les corrió por las espaldas y los brazos. Los árboles habían sido<br />
despojados de ramas y asegurados vertical-mente. Completaban la cerca haces de ramas y<br />
espinos completos. El resultado era casi impenetrable, y alto como un hombre. Encerraba un<br />
espacio de casi una hectárea.<br />
En el centro de ese flamante recinto estaba el kaidaw, desafiando todo intento de montar en<br />
él.<br />
La dueña del kaidaw, la gillota, había quedado donde había caído, pudriéndose abandonada<br />
como era la costumbre. Sólo tres días después se ordenó a Myk y otros dos esclavos que<br />
enterraran el cuerpo, que había empezado a apestar.<br />
Unas flores colgaban como baba de los labios del kaidaw. Había arrancado un bocado de<br />
flores rosadas. En cautividad, no parecían gustarle, porque estaba con la cabeza erguida,<br />
mirando por encima de la estacada, olvidado de masticar. De vez en cuando se desplazaba unos<br />
metros sobre las largas patas, y retornaba al punto de partida, con los ojos blancos y brillantes.<br />
Cuando uno de los cuernos se le enredaba entre los espinos, se liberaba con una impaciente<br />
sacudida de la cabeza. Era bastante fuerte como para atravesar la cerca y galopar hacia la<br />
libertad, pero le faltaban las ganas. Se limitaba a mirar hacia la libertad, suspirando con los<br />
ollares distendidos.<br />
—Si los phagors pueden montar, también podemos nosotros —dijo Laintal Ay—. Yo he<br />
montado en un pinzasaco. —Trajo un cubo de bitel y lo puso junto al animal. El kaidaw lo olió<br />
y retrocedió, alzando vivamente la cabeza.<br />
—Me voy a dormir —dijo Dathka. Fueron sus únicas palabras en muchas horas. Atravesó<br />
reptando la cerca, se estiró en el suelo, alzó las rodillas, unió las manos debajo de la cabeza y<br />
cerró los ojos. Los insectos zumbaban alrededor. Lejos de amansar al kaidaw, Laintal Ay y él<br />
sólo habían conseguido rasguños y magulladuras.<br />
Laintal Ay se secó la frente y se acercó otra vez a la bestia cautiva.<br />
El kaidaw bajó la larga cabeza para mirarlo. Resoplaba suavemente. Observando los cuernos<br />
que le apuntaban, Laintal Ay emitió unos ruidos amistosos, listo para saltar. La gran bestia<br />
sacudió las orejas contra la base de los cuernos y se apartó.<br />
Laintal Ay contuvo el aliento y volvió a adelantarse. Desde que había hecho el amor con<br />
Oyre junto a la laguna, la belleza de la muchacha le cantaba en el eddre. La promesa de nuevos<br />
momentos de amor colgaba como una rama fuera de alcance. Tenía que probarse a sí mismo con<br />
esa imaginaria proeza que ella reclamaba. Despertaba todas las mañanas envuelto en sueños<br />
carnales, como entre flores de dogotordo. Si podía montar y domar el kaidaw ella sería suya.