aldiss, brian w - heliconia primavera.pdf
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Mientras descendían los sucios escalones de piedra, Vry dijo resignada: —Rezongando de nuevo, tan regularmente como el Silbador de Horas. Realmente, algo le preocupa. —¿Dónde está el estanque de que hablabas? No me gustaría caminar mucho en mi estado. —Te gustará, Amin Lim. Es un poco más allá del campo del norte, e iremos despacio. Espero que Oyre ya esté allí. El aire era tan denso que ya no transportaba la fragancia de las flores, y parecía tener un olor metálico propio. Los colores eran deslumbrantes a esa luz actínica, y los gansos lucían una blancura sobrenatural. Pasaron entre las grandes columnas de los rajabarales. Los rígidos cilindros se adaptaban mejor a la geometría del paisaje invernal; el contraste con la vegetación creciente era excesivo. —Hasta los rajabarales están cambiando —dijo Amin Lim—. ¿Desde cuándo echan vapor por las copas? Vry no lo sabía ni estaba particularmente interesada. Oyre y ella habían descubierto una laguna de aguas termales de la que hasta ese momento no habían hablado a nadie. En un estrecho valle al que se accedía por el extremo opuesto de Oldorando, habían brotado unas fuentes nuevas, algunas con aguas casi hirvientes, que se precipitaban al encuentro del Voral en una nube de vapor. Y una de ellas, encerrada entre las rocas, fluía por un camino distinto, hasta formar una laguna escondida, rodeada de verdura y abierta al cielo. Era hacia esa piscina que Vry guiaba a Amin Lim. Cuando apartaron los arbustos y vieron una figura de pie junto al agua, Amin Lim chilló y se llevó la mano a la boca. Oyre estaba desnuda en la costa. La piel húmeda le brillaba y el agua le goteaba de los grandes pechos. Sin mostrar ninguna timidez, se volvió y saludó con excitación a sus amigas. Junto a ella estaban las pieles de miela. —¿Por qué habéis tardado tanto? El agua está estupenda hoy. Amin Lim permanecía inmóvil, todavía con la boca cubierta. Nunca había visto a una persona desnuda. —No es nada —dijo Vry, riendo ante la expresión de Amin Lim—. Y el agua es una maravilla. Me desnudaré. Mírame. Mírame si te atreves. Corrió hasta donde estaba Oyre y empezó a quitarse la túnica de color gris y cereza. Era fácil quitarse y ponerse las pieles de miela. En un instante Vry apareció desnuda; su figura delgada contrastaba con la opulenta belleza de Oyre. Reía encantada.—Ven, Amin Lim, no tengas miedo. Un baño le hará bien al bebé. Oyre y ella saltaron juntas al agua. El agua devoró las piernas de las mujeres, que chillaron de alegría. Amin Lim no se movió de donde estaba, y chilló de horror. Habían devorado un enorme banquete, comiendo frutas amargas después de los trozos de carne. Tenían las caras grasientas y brillantes. Los cazadores estaban más gruesos que en la estación anterior. La comida era demasiado abundante. Era posible matar mielas sin necesidad de correr. Los animales seguían acercándose a retozar entre los cazadores, tocando con sus pieles de colores las pieles de los hermanos muertos. Todavía vestido con pieles negras, Aoz Roon se había retirado a hablar con Goija Hin, el encargado de los esclavos, cuya ancha espalda era aún visible mientras se alejaba hacia las distantes torres de Oldorando. Aoz Roon regresó junto a los demás. Tomó un trozo de costilla que siseaba sobre una piedra y rodó con ella en la hierba verde. Cuajo, el enorme perro, brincaba alrededor, gruñendo, y Aoz Roon terminó por apartarlo de la carne con una rama de fragante dogotordo. Aoz Roon dio un amistoso puntapié a Dathka. —Esto es vida, amigo. Aprovecha y come cuanto puedas antes de que retorne el hielo. Por la roca original, no olvidaré esta estación mientras viva. —Es magnífica. —Eso fue todo lo que Dathka respondió. Había terminado de comer, y estaba sentado con los brazos alrededor de las rodillas, mirando a los mielas; un grupo daba una rápida media vuelta entre la hierba alta, a unos trescientos metros.
—Maldición, nunca dices nada —exclamó de buen humor Aoz Roon, tirando de la carne con sus fuertes dientes—. Hablame. volvió la cabeza hasta apoyar la cara en la rodilla y dedicó a Aoz Roon una mirada conocedora. —¿Qué pasa entre tú y Gorja Hin? La boca de Aoz Roon se endureció. —Es un asunto privado. —De modo que tú tampoco hablas. —Dathka se volvió y miró nuevamente a los mielas, que se movían debajo de unos cúmulos amontonados en el horizonte del oeste. En el aire había una luz verde que borraba los colores brillantes de los mielas. Por fin, como si pudiera sentir la negra mirada de Aoz Roon entre sus hombros, dijo, sin darse vuelta: —Estaba pensando. Aoz Roon arrojó el hueso a Cuajo y se estiró debajo del ramaje florido. —Pues entonces, habla. ¿Qué es eso que piensas, después de toda una vida? —Cómo cazar vivo a un miela. —¿Y qué tendría eso de bueno? —No pensaba en nada bueno, no más que cuando llamaste a Nahkri al terrado de la torre. Siguió un pesado silencio; Aoz Roon no dijo una palabra. Más tarde, cuando retumbó un trueno lejano, Eline Tal repartió un poco de bitel. Aoz Roon preguntó irritado a todo el mundo: —¿Dónde está Laintal Ay? Supongo que vagabundeando de nuevo. ¿Por qué no nos acompaña? Os estáis volviendo todos perezosos y desobedientes. Algunos se llevarán una sorpresa. Se puso en pie y se alejó caminando pesadamente, seguido a respetuosa distancia por su perro. Laintal Ay no estudiaba a los mielas como su silencioso amigo. Andaba detrás de otra caza. Desde aquella noche, cuatro años antes, en que había sido testigo del asesinato del tío Nahkri, el incidente lo perseguía. Había cesado de reprochar el crimen a Aoz Roon, porque ahora comprendía mejor que el señor de Embruddock era un hombre atormentado.—Estoy segura de que se siente castigado por una maldición —le había dicho una vez Oyre a Laintal Ay. —Se le podrían perdonar muchas cosas por el puente del oeste —respondió, pragmáticamente, Laintal Ay. Pero no dejaba de sentirse culpable, y cada vez hablaba menos del tema. El vínculo que lo unía a la hermosa Oyre se había fortalecido y distorsionado aquella noche en que había bebido demasiado ratel. Había llegado al extremo de mostrarse cauteloso con ella. Se había dicho a sí mismo, letra por letra, cuál era la dificultad: «Si he de gobernar Oldorando, como exige mi linaje, he de matar al padre de la muchacha que deseo para mí. Pero esto es imposible.» Sin duda, Oyre comprendía también este dilema. Sin embargo, ella era la mujer de él y de nadie más. Laintal Ay habría luchado a muerte con cualquier hombre que se le hubiera acercado. El instinto de salvaje, que preveía las emboscadas astutas y el momento de descuido anterior al desastre, le hacía ver tan claramente como a Shay Tal que Oldorando era ahora vulnerable a un ataque enemigo. En el arrobamiento del calor, nadie estaba alerta. Los guardias dormitaban en sus puestos. Planteó el problema de la defensa a Aoz Roon, quien le dio una respuesta razonable. Aoz Roon dijo, zanjando la cuestión, que ya nadie viajaba a gran distancia, fuera amigo o enemigo. La nieve hacía fácil que los hombres fueran adonde deseaban; ahora todo estaba cubierto de cosas verdes y las florestas se hacían más densas cada día. El tiempo de las incursiones había pasado. Además, añadió, no había habido ataques de los phagors desde el día en que la madre Shay Tal había realizado el milagro de la Laguna del Pez. Estaban ahora más seguros que nunca. Y tendió a Laintal Ay una jarra de bitel. Laintal Ay no quedó contento con la respuesta. El tío Nahkri se había considerado perfectamente seguro aquella noche, mientras subía los escalones de la gran torre. Dos minutos más tarde, yacía en la calle con el cuello partido. Ese día, cuando los cazadores salieron, Laintal Ay sólo había ido hasta el puente. Allí se había vuelto, en silencio, decidido a hacer una inspección de la aldea, y a imaginar qué ocurriría
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sus fuertes dientes—. Hablame. volvió la cabeza hasta apoyar la cara en la rodilla y dedicó a<br />
Aoz Roon una mirada conocedora.<br />
—¿Qué pasa entre tú y Gorja Hin?<br />
La boca de Aoz Roon se endureció.<br />
—Es un asunto privado.<br />
—De modo que tú tampoco hablas. —Dathka se volvió y miró nuevamente a los mielas, que<br />
se movían debajo de unos cúmulos amontonados en el horizonte del oeste. En el aire había una<br />
luz verde que borraba los colores brillantes de los mielas.<br />
Por fin, como si pudiera sentir la negra mirada de Aoz Roon entre sus hombros, dijo, sin<br />
darse vuelta: —Estaba pensando.<br />
Aoz Roon arrojó el hueso a Cuajo y se estiró debajo del ramaje florido.<br />
—Pues entonces, habla. ¿Qué es eso que piensas, después de toda una vida?<br />
—Cómo cazar vivo a un miela.<br />
—¿Y qué tendría eso de bueno?<br />
—No pensaba en nada bueno, no más que cuando llamaste a Nahkri al terrado de la torre.<br />
Siguió un pesado silencio; Aoz Roon no dijo una palabra. Más tarde, cuando retumbó un<br />
trueno lejano, Eline Tal repartió un poco de bitel. Aoz Roon preguntó irritado a todo el mundo:<br />
—¿Dónde está Laintal Ay? Supongo que vagabundeando de nuevo. ¿Por qué no nos acompaña?<br />
Os estáis volviendo todos perezosos y desobedientes. Algunos se llevarán una sorpresa.<br />
Se puso en pie y se alejó caminando pesadamente, seguido a respetuosa distancia por su<br />
perro.<br />
Laintal Ay no estudiaba a los mielas como su silencioso amigo. Andaba detrás de otra caza.<br />
Desde aquella noche, cuatro años antes, en que había sido testigo del asesinato del tío<br />
Nahkri, el incidente lo perseguía. Había cesado de reprochar el crimen a Aoz Roon, porque<br />
ahora comprendía mejor que el señor de Embruddock era un hombre atormentado.—Estoy<br />
segura de que se siente castigado por una maldición —le había dicho una vez Oyre a Laintal Ay.<br />
—Se le podrían perdonar muchas cosas por el puente del oeste —respondió,<br />
pragmáticamente, Laintal Ay. Pero no dejaba de sentirse culpable, y cada vez hablaba menos<br />
del tema.<br />
El vínculo que lo unía a la hermosa Oyre se había fortalecido y distorsionado aquella noche<br />
en que había bebido demasiado ratel. Había llegado al extremo de mostrarse cauteloso con ella.<br />
Se había dicho a sí mismo, letra por letra, cuál era la dificultad: «Si he de gobernar<br />
Oldorando, como exige mi linaje, he de matar al padre de la muchacha que deseo para mí. Pero<br />
esto es imposible.»<br />
Sin duda, Oyre comprendía también este dilema. Sin embargo, ella era la mujer de él y de<br />
nadie más. Laintal Ay habría luchado a muerte con cualquier hombre que se le hubiera<br />
acercado.<br />
El instinto de salvaje, que preveía las emboscadas astutas y el momento de descuido anterior<br />
al desastre, le hacía ver tan claramente como a Shay Tal que Oldorando era ahora vulnerable a<br />
un ataque enemigo. En el arrobamiento del calor, nadie estaba alerta. Los guardias dormitaban<br />
en sus puestos.<br />
Planteó el problema de la defensa a Aoz Roon, quien le dio una respuesta razonable.<br />
Aoz Roon dijo, zanjando la cuestión, que ya nadie viajaba a gran distancia, fuera amigo o<br />
enemigo. La nieve hacía fácil que los hombres fueran adonde deseaban; ahora todo estaba<br />
cubierto de cosas verdes y las florestas se hacían más densas cada día. El tiempo de las<br />
incursiones había pasado.<br />
Además, añadió, no había habido ataques de los phagors desde el día en que la madre Shay<br />
Tal había realizado el milagro de la Laguna del Pez. Estaban ahora más seguros que nunca. Y<br />
tendió a Laintal Ay una jarra de bitel.<br />
Laintal Ay no quedó contento con la respuesta. El tío Nahkri se había considerado<br />
perfectamente seguro aquella noche, mientras subía los escalones de la gran torre. Dos minutos<br />
más tarde, yacía en la calle con el cuello partido.<br />
Ese día, cuando los cazadores salieron, Laintal Ay sólo había ido hasta el puente. Allí se<br />
había vuelto, en silencio, decidido a hacer una inspección de la aldea, y a imaginar qué ocurriría