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aldiss, brian w - heliconia primavera.pdf

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imposible evitar en presencia de los habitantes del mundo inferior.<br />

Aunque Amin Lim había estado una vez en pauk, el terror de volver a ver a su padre le había<br />

bastado. Esa dimensión estaba ahora cerrada; no volvería a visitar el mundo inferior hasta que<br />

llegara la llamada final.<br />

—Pobre, pobrecilla —dijo, mientras acariciaba la cabeza de su amiga y le miraba los<br />

cabellos grises, con la esperanza de aliviarle la travesía del reino negro, que estaba debajo de la<br />

vida.<br />

Aunque el alma no tenía ojos, podía sin embargo ver en un medio donde el terror<br />

reemplazaba la visión.<br />

Miraba hacia abajo mientras empezaba a caer a un espacio más grande que el cielo nocturno.<br />

En ese espacio Wutra no podía penetrar. Era aquélla una región que el inmortal Wutra no<br />

conocía. El dios de rostro azul, de mirada impávida, de cuernos delicados, pertenecía a la gran<br />

batalla glacial que se desarrollaba en todas las demás regiones. Esta era el infierno, pues faltaba<br />

él. Cada estrella que brillaba allí era una muerte.<br />

No había otro olor que el miedo. Cada muerte tenía una posición inmutable. No ardían los<br />

cometas; era el reino de la entropía absoluta y sin cambios, de la muerte de los acontecimientos<br />

del universo; y la vida sólo podía responder a ella con terror. Como hacía ahora el alma.<br />

Las octavas de tierra corrían sobre el territorio de la realidad. Podían compararse a senderos,<br />

aunque se parecían más a murallas entrecruzadas que dividían infinitamente el mundo y de las<br />

cuales sólo la parte superior aparecía en la superficie.<br />

La verdadera materia se hundía profundamente en el suelo continuo, penetrando hasta la roca<br />

original sobre la que descansaba el disco del mundo.<br />

En la roca original, en el extremo inferior de las octavas de tierra correspondientes, se<br />

amontonaban los coruscos y los fessupos, como millares de moscas podridas.<br />

La desvaída alma de Shay Tal se sumergió en su predestinada octava de tierra, abriéndose<br />

paso entre los fessupos. Parecían momias: los vientres y las cuencas de los ojos estaban vacíos y<br />

los pies óseos bailoteaban; las pieles eran ásperas como la arpillera vieja, pero transparentes, y<br />

permitían vislumbrar órganos luminosos. Tenían las bocas abiertas como bocas de pescados,<br />

recordando quizá los días en que respiraban aire. Los coruscos menos antiguos sostenían en la<br />

boca unas cosas semejantes a luciérnagas que se deshacían en humo y polvo. Todas esas viejas<br />

criaturas desechadas estaban inmóviles, pero el alma errabunda podía sentir la furia contenida,<br />

una furia más intensa que ninguna otra experimentada antes que la obsidiana los engullera.<br />

Mientras el alma pasaba los veía suspendidos en hileras irregulares que se extendían hasta<br />

sitios adonde no podía viajar en la realidad: Borlien, el mar, Pannoval, la lejana Sibornal, y aun<br />

las glaciales soledades del este. Todos, allí, eran unidades de una gran colección, archivadas<br />

debajo de las octavas de tierra apropiadas.<br />

Para los sentidos vivientes, no había direcciones. Sin embargo, había una dirección. El alma<br />

disponía de su propio velamen. Tenía que estar alerta. Un fessupo no era mucho más<br />

independiente que el polvo; pero la furia acumulada en el eddre lo fortalecía. Era capaz de<br />

devorar un alma que bogase muy cerca y liberarse para volver al mundo, llevando la<br />

enfermedad y el terror dondequiera que fuese.<br />

Atenta al peligro, el alma se hundía en el mundo de obsidiana atravesando lo que Loilanun<br />

había descrito como un vacío con arañazos. Por fin se encontró ante el corusco de la madre de<br />

Shay Tal. Esa cosa entre gris y amarillenta parecía hecha de alambres y ramas delgadas, como<br />

secos jirones de pechos y caderas, y miraba con odio el alma de su hija. Mostraba los viejos<br />

dientes castaños en la floja mandíbula inferior. Sólo era una mancha, pero se le podían ver todos<br />

los detalles, así como los líquenes de una pared pueden representar perfectamente un hombre o<br />

una necrópolis. El corusco emitía quejas incesantes. Los coruscos son el negativo de la vida<br />

humana, y en consecuencia nada de la vida les parece bueno. Ningún corusco cree que la vida<br />

en la tierra ha sido bastante larga, o que ha logrado la felicidad merecida. Ni puede considerar<br />

justo el olvido actual. Anhela un alma viviente. Sólo un alma viviente puede escuchar sus<br />

infinitas lamentaciones.<br />

—Madre, vengo nuevamente a ti como es debido, y escucharé tus quejas.<br />

—Niña despiadada, ¿cuándo has venido por última vez? ¿Cuánto hace? Y de mala gana,<br />

siempre de mala gana, como en aquellos desgraciados días... Yo tenía que haberlo sabido, yo

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