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toleraré que te pongas de parte de ellas. Sigue discutiendo conmigo y te daré una tunda.<br />
Cuando Aoz Roon se marchó, Laintal Ay apoyó la mano en el hombro de Dathka.<br />
—Está peor. Libra una guerra personal con Shay Tal. ¿Qué piensas?<br />
Dathka movió la cabeza,<br />
—No pienso. Hago lo que me dicen.<br />
Laintal Ay miró a su amigo con sorna.<br />
—¿Y qué te han dicho que hagas?<br />
—Que vaya a la plantación de brassimipos. Hemos matado un pinzasaco —respondió,<br />
mostrando una mano lastimada.<br />
—Iré en seguida.<br />
Caminó junto al Voral, contemplando ociosamente a los gansos que nadaban y desfilaban,<br />
antes de seguir a Dathka. Se dijo que comprendía tanto el punto de vista de Aoz Roon como el<br />
de Shay Tal. Para vivir, todos tenían que cooperar, pero... ¿valía la pena vivir si se limitaban a<br />
cooperar? El conflicto lo oprimía y lo impulsaba a marcharse de la aldea, pero sólo lo haría si<br />
Oyre se marchaba con él. Sentía que era demasiado joven para comprender cómo podía<br />
resolverse aquella creciente división. Furtivamente, al observar que nadie lo miraba, sacó del<br />
bolsillo el perro de hueso que le había dado mucho tiempo antes el viejo sacerdote de Borlien.<br />
Lo sostuvo en alto y le movió la cola. El perro se puso a ladrar furiosamente a los gansos<br />
próximos.<br />
Alguien más se encaminaba a los brassimipos, y oyó el ladrido del perro de juguete. Vry vio<br />
la espalda de Laintal Ay entre dos torres. Y no lo interrumpió, pues era reservada de carácter.<br />
Vry caminó junto a las fuentes termales y el Silbador de Horas. Una brisa del este levantaba<br />
el vapor apenas emergía del suelo y lo arrojaba silbando sobre las rocas mojadas. Las pieles de<br />
Vry tenían una perla de humedad en el extremo de cada pelo.<br />
Las aguas corrían gorgoteando, turbias, amarillentas, entre las rocas, llevadas por la furia<br />
hacia alguna parte. Vry se agachó sobre una roca y hundió la mano en un manantial, distraída.<br />
El agua caliente le corrió por los dedos y le exploró la palma.<br />
Vry lamió el líquido. Conocía desde niña ese sabor a azufre. Los niños jugaban allí cerca,<br />
llamándose unos a otros, corriendo sin caer sobre la roca resbaladiza, ágiles como arangos.<br />
Los más atrevidos estaban desnudos, a pesar del aire helado e introducían los cuerpos<br />
andróginos en las hendiduras entre las rocas. El agua y la espuma les caían en cascada sobre los<br />
vientres y hombros.<br />
—Ya viene el Silbador —dijeron a Vry—. Cuidado, señora, o te llevarás un remojón. —<br />
Rieron alegremente ante la idea.<br />
Vry se apartó. Pensó que un extraño que estuviese allí reconocería en los niños un sexto<br />
sentido, que les permitía predecir exactamente el momento en que soplaría el Silbador de Horas.<br />
En ese instante una sólida columna de agua subió al aire, turbia al principio, y luego brillante<br />
y clara. Silbó unas notas ascendentes, siempre las mismas, sostenidas durante un tiempo que no<br />
cambiaba nunca. El agua alcanzaba unos cinco metros de altura, antes de volver a caer. El<br />
viento inclinó el chorro hacia el oeste, azotando las rocas donde Vry había estado un segundo<br />
antes.<br />
El silbido cesó. La columna se hundió nuevamente entre los negros labios de tierra de donde<br />
había brotado.<br />
Vry agitó el brazo, despidiéndose de los niños, y continuó por el sendero entre los<br />
brassimipos. Vry no ignoraba cómo sabían ellos que el geiser estaba a punto de brotar. Todavía<br />
recordaba la excitación de agazaparse desnuda entre las rocas de color pardo, sumergir el cuerpo<br />
en el agua fangosa, con los pies en el barro caliente, y las cosquillas de las burbujas que<br />
reventaban contra la piel. Cuando la hora se acercaba, un temblor sacudía el suelo. Una se<br />
afirmaba contra las rocas y sentía en cada fibra de la carne la energía de los dioses de la tierra,<br />
tensos, listos para una triunfante eyaculación de líquidos ardientes.<br />
El sendero que seguía era usado sobre todo por las mujeres y los cerdos. Sus vueltas y<br />
revueltas lo diferenciaban de los rectos senderos trazados por los cazadores, pues había sido<br />
abierto en gran medida por una voluble criatura: el peludo cerdo negro de Embruddock. Si se<br />
caminaba en línea recta se terminaría por llegar al lago Dorzín; pero el sendero concluía mucho<br />
antes, en el terreno de los brassimipos. Más allá sólo había una desierta extensión de ciénagas y