aldiss, brian w - heliconia primavera.pdf

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08.05.2013 Views

frías. Pero esa noche el viento que penetraba por mil rendijas lo congelaba todo. Aoz Roon presidía su primer consejo como Señor de Oldorando. El último en llegar fue el anciano maestro Datnil Skar, cabeza de la corporación de curtidores. Era también el consejero de mayor edad. Subió lentamente hacia la luz, temiendo a medias alguna emboscada. Los viejos miran siempre con suspicacia los cambios de gobierno. Dos velas ardían en unos tiestos en el centro del suelo lujosamente cubierto de pieles. El fuego llameante se inclinaba hacia el oeste, hacia donde se elevaban dos gallardetes de humo. A la luz indecisa, el maestro Datnil vio a Aoz Roon, sentado en una silla de madera, y a otras nueve personas en cuclillas sobre las pieles. Seis eran los maestros de las otras seis corporaciones; se inclinó ante cada uno después de saludar a Aoz Roon. Los otros eran los cazadores Dathka y Laintal Ay, sentados juntos, bastante a la defensiva. A Datnil Skar no le agradaba Dathka por la sencilla razón de que el joven había abandonado su corporación para adoptar la estéril vida de los cazadores; ésta era la opinión de Datnil Skar a quien tampoco le gustaba el carácter silencioso de Dathka. La única hembra presente era Oyre, que mantenía la mirada incómodamente fija en el suelo. Estaba oculta en parte por la silla del padre y por las sombras que bailaban sobre la pared. Todos estos rostros eran familiares para el viejo maestro, así como los más espectrales alineados en los muros debajo de las vigas: los cráneos de los phagors y otros enemigos de la aldea. El maestro Datnil se sentó en una alfombra, sobre el suelo, al lado de los demás hombres de las corporaciones. Aoz Roon dio una palmada y desde el piso superior descendió una esclava trayendo una bandeja con una jarra y once tazones de madera; el maestro Datnil advirtió, cuando le sirvieron el rathel, que los tazones habían pertenecido antes a Wall Ein. —Bienvenidos —saludó Aoz Roon, alzando el tazón. Todos bebieron el líquido dulce y turbio. Aoz Roon habló. Dijo que se proponía gobernar con más firmeza que sus predecesores. No toleraría los desmanes. Consultaría como antes al consejo; el consejo reuniría como antes a los maestros de las siete corporaciones. Defendería a Oldorando contra todos los enemigos. No permitiría que las mujeres ni los esclavos perturbaran la decencia pública. Aseguraría que nadie muriera de hambre. Permitiría que la gente consultara a los coruscos cuantas veces quisiera. Pensaba que la academia era una pérdida de tiempo, puesto que las mujeres tenían trabajo que hacer. La mayor parte de lo que dijo no tenía sentido, o sólo significaba que se proponía gobernar. Hablaba, era imposible no advertirlo, de un modo peculiar, como sí luchara con demonios. Con frecuencia clavaba los ojos en algún sitio, aferrado a los brazos del sillón como si combatiera contra un tormento interior. De este modo, aunque las observaciones eran en sí triviales, la forma de pronunciarlas era horrorosamente original. El viento silbaba y la voz subía y caía. —Laintal Ay y Dathka serán mis principales funcionarios, y se ocuparán de que mis órdenes se cumplan. Son jóvenes y sensatos. Muy bien, maldito sea, ya hemos hablado bastante. Pero el maestro de la corporación encargada de las bebidas interrumpió con voz firme: —Te mueves, señor, con demasiada rapidez para nuestras lentas entendederas. Algunos querríamos, quizás, ponderar por qué nombras como asistentes a dos jóvenes, cuando tenemos hombres maduros que podrían servir mejor. —He hecho mi elección —respondió Aoz Roon, frotándose contra el respaldo del sillón. —Pero quizás la has hecho apresuradamente, señor. No has tenido en cuenta a otros hombres quizás más adecuados... ¿Qué piensas de los hombres de tu propia generación, como Eline Tal y Tanth Ein? Aoz Roon dejó caer el puño sobre el brazo del sillón. —Necesitamos juventud, entusiasmo. Ésa es mi decisión. Ahora podéis marcharos. Datnil Skar se puso de pie lentamente y dijo: —Perdón, señor, pero una despedida tan apresurada daña tu mérito, no el nuestro. ¿Estás enfermo? ¿Sufres de algún dolor? —Eddre, hombre, vete cuando te lo piden, ¿o no puedes? Oyre. —La costumbre es que el consejo de maestros beba a tu salud, brindando por tu reino, señor... La mirada del señor de Embruddock subió a las vigas y volvió a descender.

—Sé, maestro Datnil, que vosotros los ancianos tenéis el aliento corto y las palabras largas. Ahorrádmelas. Marchaos, ¿queréis?, antes de que os reemplace. Gracias, pero ahora fuera todos, a respirar ese aire maldito. —Pero... —¡Fuera! —gimió Aoz Roon y apretó los brazos contra el cuerpo. Un grosero adiós. Los ancianos del consejo partieron murmurando, hinchando con indignación los carrillos desdentados. No era un buen presagio. Laintal Ay y Dathka se fueron, moviendo la cabeza. Apenas estuvo a solas con su hija, Aoz Roon se arrojó al suelo, rodó, gimió, pataleó y se rascó. —¿Has traído esa grasa de ganso con medicamentos de la señora Datnil, muchacha? —Sí, padre. —Oyre sacó una caja de cuero que contenía una sustancia grasa. —Tendrás que frotarme. —No puedo hacer eso, padre. —Por supuesto que puedes, y lo harás. Los ojos de ella relampaguearon. —No lo haré. Ya has oído. Llama a tu esclava. Para eso está, ¿no es cierto? O buscaré a Rol Sakil. Él se puso en pie de un salto y la agarró. —Lo harás tú. No puedo permitir que nadie vea cómo estoy, o correrá el rumor. Lo sabrán todo, ¿comprendes? Lo harás tú, maldición, o te romperé el cuello. Eres tan intratable como Shay Tal. Ella lloriqueó y él agregó, con renovada furia: —Cierra los ojos, si eres tan remilgada. Hazlo con los ojos cerrados. No tienes por qué mirar. Pero hazlo pronto, antes de que me salga de mis casillas. Mientras empezaba a arrancarse las pieles, con los ojos todavía llenos de locura, él dijo: —Y te unirás con Laintal Ay, para que estéis tranquilos. No quiero discusiones. Ya he visto cómo te mira. Un día, os tocará a ambos el turno de gobernar Oldorando. Dejó caer los pantalones, y quedó desnudo ante la muchacha. Ella cerró con fuerza los ojos, apartando el rostro, disgustada por esa humillación. Pero no pudo dejar de ver el cuerpo firme, delgado, sin pelo, que parecía retorcerse debajo de la piel; estaba cubierto hasta el cuello de llamas rojas. —¡Vamos, fillockas, idiota! ¡Duele horriblemente, maldita seas, me muero! Ella extendió la mano y empezó a untar con la grasa viscosa el pecho y el estómago del hombre. Más tarde, Oyre se alejó escupiendo maldiciones, salió corriendo del edificio y se detuvo con el rostro alzado contra el viento glacial, con náuseas de disgusto. Así fue el comienzo del reinado del padre de Oyre. Un grupo de madis yacía en sus informes vestiduras, durmiendo incómodamente. Se encontraban en un quebrantado valle a incontables kilómetros de Oldorando. El centinela dormitaba. Estaban rodeados por muros de esquistos. Atacada por la escarcha, la roca se quebraba en finas lascas que crujían bajo los pies. No había vegetación, si se exceptuaba alguna desmedrada zarza ocasional, cuyas hojas eran demasiado amargas aun para el omnívoro arango. Los madis habían sido sorprendidos por la densa niebla que invadía con frecuencia las tierras altas. Al caer la noche, permanecieron donde estaban, desganados. En ese momento, Batalix ya había amanecido sobre el mundo; pero la oscuridad y la tiniebla reinaban aún en ese frío valle, y los protognósticos dormían un sueño inquieto. Era un grupo de diez madis adultos, amontonados en la oscuridad. Tenían con ellos un bebé y tres niños. Había además diecisiete arangos, robustos animales parecidos a cabras, de pelaje grueso, que satisfacían la mayor parte de las humildes necesidades de los nómadas. La familia madi era institucionalmente promiscua. Las exigencias de la vida eran tales que el acoplamiento se cumplía sin discriminaciones y no se conocía el tabú del incesto. Los cuerpos

—Sé, maestro Datnil, que vosotros los ancianos tenéis el aliento corto y las palabras largas.<br />

Ahorrádmelas. Marchaos, ¿queréis?, antes de que os reemplace. Gracias, pero ahora fuera todos,<br />

a respirar ese aire maldito.<br />

—Pero...<br />

—¡Fuera! —gimió Aoz Roon y apretó los brazos contra el cuerpo.<br />

Un grosero adiós. Los ancianos del consejo partieron murmurando, hinchando con<br />

indignación los carrillos desdentados. No era un buen presagio. Laintal Ay y Dathka se fueron,<br />

moviendo la cabeza.<br />

Apenas estuvo a solas con su hija, Aoz Roon se arrojó al suelo, rodó, gimió, pataleó y se<br />

rascó.<br />

—¿Has traído esa grasa de ganso con medicamentos de la señora Datnil, muchacha?<br />

—Sí, padre. —Oyre sacó una caja de cuero que contenía una sustancia grasa.<br />

—Tendrás que frotarme.<br />

—No puedo hacer eso, padre.<br />

—Por supuesto que puedes, y lo harás.<br />

Los ojos de ella relampaguearon.<br />

—No lo haré. Ya has oído. Llama a tu esclava. Para eso está, ¿no es cierto? O buscaré a Rol<br />

Sakil.<br />

Él se puso en pie de un salto y la agarró.<br />

—Lo harás tú. No puedo permitir que nadie vea cómo estoy, o correrá el rumor. Lo sabrán<br />

todo, ¿comprendes? Lo harás tú, maldición, o te romperé el cuello. Eres tan intratable como<br />

Shay Tal.<br />

Ella lloriqueó y él agregó, con renovada furia: —Cierra los ojos, si eres tan remilgada. Hazlo<br />

con los ojos cerrados. No tienes por qué mirar. Pero hazlo pronto, antes de que me salga de mis<br />

casillas.<br />

Mientras empezaba a arrancarse las pieles, con los ojos todavía llenos de locura, él dijo: —Y<br />

te unirás con Laintal Ay, para que estéis tranquilos. No quiero discusiones. Ya he visto cómo te<br />

mira. Un día, os tocará a ambos el turno de gobernar Oldorando.<br />

Dejó caer los pantalones, y quedó desnudo ante la muchacha. Ella cerró con fuerza los ojos,<br />

apartando el rostro, disgustada por esa humillación. Pero no pudo dejar de ver el cuerpo firme,<br />

delgado, sin pelo, que parecía retorcerse debajo de la piel; estaba cubierto hasta el cuello de<br />

llamas rojas.<br />

—¡Vamos, fillockas, idiota! ¡Duele horriblemente, maldita seas, me muero!<br />

Ella extendió la mano y empezó a untar con la grasa viscosa el pecho y el estómago del<br />

hombre.<br />

Más tarde, Oyre se alejó escupiendo maldiciones, salió corriendo del edificio y se detuvo con<br />

el rostro alzado contra el viento glacial, con náuseas de disgusto.<br />

Así fue el comienzo del reinado del padre de Oyre.<br />

Un grupo de madis yacía en sus informes vestiduras, durmiendo incómodamente. Se<br />

encontraban en un quebrantado valle a incontables kilómetros de Oldorando. El centinela<br />

dormitaba.<br />

Estaban rodeados por muros de esquistos. Atacada por la escarcha, la roca se quebraba en<br />

finas lascas que crujían bajo los pies. No había vegetación, si se exceptuaba alguna desmedrada<br />

zarza ocasional, cuyas hojas eran demasiado amargas aun para el omnívoro arango.<br />

Los madis habían sido sorprendidos por la densa niebla que invadía con frecuencia las tierras<br />

altas. Al caer la noche, permanecieron donde estaban, desganados. En ese momento, Batalix ya<br />

había amanecido sobre el mundo;<br />

pero la oscuridad y la tiniebla reinaban aún en ese frío valle, y los protognósticos dormían un<br />

sueño inquieto.<br />

Era un grupo de diez madis adultos, amontonados en la oscuridad. Tenían con ellos un bebé<br />

y tres niños. Había además diecisiete arangos, robustos animales parecidos a cabras, de pelaje<br />

grueso, que satisfacían la mayor parte de las humildes necesidades de los nómadas.<br />

La familia madi era institucionalmente promiscua. Las exigencias de la vida eran tales que el<br />

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