Los disidentes del universo - Biblioteca Mexiquense del Bicentenario
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Merrick), acerca de las condiciones en que vivía Julia, sabemos que no guardaba ningún rencor contra su profusa barba y que no cayó en la tentación de conjurarla mediante el remedio transitorio de la navaja o la cera. La exhibición pública de su pilosidad le parecía degradante sólo cuando tenía como escenario el ambiente plebeyo del circo, pero disfrutaba de las cenas con la alta sociedad aun cuando apenas disimularan tener un fin distinto. A diferencia de otros fenómenos de la naturaleza, la estimulaba el contacto con los hombres, especialmente si eran cultos y de sensibilidad artística. Mientras en el circo era rebajada a la condición de accidente y debía soportar ser señalada por individuos soeces que se tapaban los ojos o la insultaban desde el pedestal engañoso de su normalidad, durante las cenas exclusivas se convertía en una dama refinada y llena de talentos, cuyos modales destacaban gracias al contraste que creaban sus pelos. Aunque la sociedad la orillaba, como a todos los seres de su condición, a la marginalidad y el desprecio, el carácter de Julia Pastrana nunca se inclinó hacia lo huraño, y acaso buena parte de su rebeldía espontánea e ingenua contra los mecanismos de exclusión —cuya eficacia depende en primer lugar de la interiorización del espanto, de asimilarse como repulsivo e indeseable—, provenía del tipo de vínculo que había establecido con su marido, quien a la vez que procuraba conseguirle espectáculos donde lo artístico se impusiera a lo degradante, no dejaba de festejar las coqueterías de su mujer, entre ellas su atuendo, cuidando que su barba puntiaguda de algún modo señalara el atrevimiento de su escote. A fin de cuentas fue él quien, apreciando su inusitado pelaje, le permitió realizar lo que más quería en la vida —bailar y viajar—, liberándola del cautiverio de sombras al que suelen resignarse los 7 2
monstruos. Y mientras recorría en calidad de estrella deforme las calles de Nueva York, Londres, Berlín, Moscú, Varsovia, es probable que Julia Pastrana recordara con estremecimiento —un estremecimiento en el que se confundían la nostalgia y la amargura— sus años de empleada doméstica en la casa del gobernador de Sinaloa, aquella tarde lejanísima en que tras ser maltratada por su aspecto se decidió a huir, despedirse para siempre de esa paz incierta que da la conmiseración y la penumbra, y entonces enfrentar los altibajos de felicidad e ignominia que le tenía reservado su destino itinerante. Opacado por la irresistible singularidad de su esposa, no se conserva una sola descripción de la apariencia del señor Lent. En un par de dibujos de la época se reconoce a un sujeto de baja estatura y mirada satisfecha que acompaña a Julia Pastrana, un hombrecillo atildado que por su actitud risueña de presentador de espectáculos y su incuestionable cercanía con la mujer barbuda ha terminado por aceptar el nombre aborrecible de Theodore Lent. No obstante que la mayoría de las giras de La Mujer Indescriptible las realizó a su lado, tampoco ha quedado registro de la fecha en que se conocieron, aunque está fuera de duda que ese momento se verificó en algún punto de Estados Unidos, probablemente en Nueva York o Boston, en 1855. Julia recorría por ese entonces Norteamérica actuando en un sinfín de escenarios —desde museos de historia natural hasta ferias de mala muerte—, de modo que debieron de encontrarse durante una de sus presentaciones, quizás en un baile de gala que algún organizador osado había resuelto aderezar, quién sabe bajo qué pretexto, con la pimienta de la monstruosidad. Bajo la suave luz de los candelabros de gas, en medio del bullicio y la animación 7 3
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Merrick), acerca de las condiciones en que vivía Julia, sabemos que<br />
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la navaja o la cera. La exhibición pública de su pilosidad le parecía<br />
degradante sólo cuando tenía como escenario el ambiente plebeyo<br />
<strong>del</strong> circo, pero disfrutaba de las cenas con la alta sociedad aun<br />
cuando apenas disimularan tener un fin distinto. A diferencia<br />
de otros fenómenos de la naturaleza, la estimulaba el contacto<br />
con los hombres, especialmente si eran cultos y de sensibilidad<br />
artística. Mientras en el circo era rebajada a la condición de accidente<br />
y debía soportar ser señalada por individuos soeces que se<br />
tapaban los ojos o la insultaban desde el pedestal engañoso de<br />
su normalidad, durante las cenas exclusivas se convertía en una<br />
dama refinada y llena de talentos, cuyos modales destacaban<br />
gracias al contraste que creaban sus pelos.<br />
Aunque la sociedad la orillaba, como a todos los seres de su<br />
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Pastrana nunca se inclinó hacia lo huraño, y acaso buena parte de<br />
su rebeldía espontánea e ingenua contra los mecanismos de exclusión<br />
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<strong>del</strong> espanto, de asimilarse como repulsivo e indeseable—, provenía<br />
<strong>del</strong> tipo de vínculo que había establecido con su marido, quien a<br />
la vez que procuraba conseguirle espectáculos donde lo artístico<br />
se impusiera a lo degradante, no dejaba de festejar las coqueterías<br />
de su mujer, entre ellas su atuendo, cuidando que su barba puntiaguda<br />
de algún modo señalara el atrevimiento de su escote.<br />
A fin de cuentas fue él quien, apreciando su inusitado pelaje, le<br />
permitió realizar lo que más quería en la vida —bailar y viajar—,<br />
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