Los disidentes del universo - Biblioteca Mexiquense del Bicentenario
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en un comportamiento que se antoja el colmo del esteticismo, y que apartado por completo del radio de acción del hambre, antes que primitivo cabría calificar de decadente. A pesar de que el poeta inglés era para todos los efectos un ratón de biblioteca que llevó su gusto por los libros al extremo de devorarlos físicamente, no parece que su comportamiento raye en lo aberrante precisamente por cavernícola, ni que oculte un signo de ferocidad o locura rupestre; al contrario, su inclinación a la bibliofagia se antoja un camino poco transitado, pero a su manera práctico —no sabemos si eficaz—, para asimilar la obra de los maestros y convocar la inspiración. El capítulo de las manías y contorsiones de las que se han valido los escritores para arrancar a las musas unas cuantas páginas diarias —a veces tan sólo un adjetivo, el fatigoso cambio de una coma—, es un capítulo variopinto y en ocasiones bufo de la historia de la literatura, que no escapa al fetichismo ni tampoco a la superstición. Hay quienes prefieren escribir de pie (Hemingway, Alfonso Reyes), acostados en la cama (Mark Twain, Capote), caminando (Nietzsche, Robert Walser), completamente desnudos (Daniel Sada), en una letrina (San Juan de la Cruz), en medio del bullicio de las cafeterías (Georges Perec, Cortázar) o en la extraña quietud de los burdeles (Faulkner). Hay otros que sólo pueden hilar una frase medianamente decorosa a altas horas de la madrugada, antes de la salida del sol; o aporreando una máquina de escribir destartalada a la que le falta más de una letra; o con una pluma fuente que fue previamente robada, a la manera de un conjuro, del bolsillo de otro escritor. Como en todo ritual que se precie de serlo, la elección del atuendo también juega un papel decisivo entre las bambalinas del arte. El conde de Buffon se empeñaba en llevar hasta las 4 6
últimas consecuencias la frase más recordada de su Discours sur le style: “El estilo es el hombre mismo”, y no empuñaba la pluma más que ataviado con sus mejores galas, de ser posible en traje de ceremonia. Haydn, en el mismo sentido, no podía componer en absoluto sino era en traje de etiqueta y, lo que es más importante, con una peluca magnífica, debidamente empolvada. Nadie sabe si ese amasijo de pelos blancos y muertos le servía de amuleto o de emblema, en vista de que la familia Esterházy, a la cual servía, lo había confinado a vivir entre los criados como un sirviente más; pero es del todo inverosímil que el postizo obrara benéficamente sobre el cuero cabelludo de una forma no sólo simbólica, y que al cubrir su cabeza con esa suerte de sombrero o penacho que no puede ocultar su condición de corona pilosa, Haydn consiguiera realmente que los acordes no se dispersaran al percutir en las paredes internas de su cráneo. Muchos autores que no están en condiciones de asociar el estilo con la elegancia, ya sea por negligencia o por una inclinación innata hacia lo farragoso y la ampulosidad, se han contentado con seguir a Buffon sólo parcialmente, entendiendo el estilo como un simple reflejo de la personalidad; una extensión a veces maquillada y a veces delatora de uno mismo, en cualquier caso ineludible, que no sería del todo ajena al esfuerzo de la voluntad. El dramaturgo francés Prosper Crébillon optó por un destino miserable y apartado que contrastaba punto por punto con el de Racine —y que constituía su reverso moral y estilístico—, y eran célebres sus ropas andrajosas y la parvada de cuervos que lo acompañaban. Y algo semejante podría decirse de Rafael Cansinos-Assens, fiel compañero de las sombras, de los tugurios infectos y los callejones sin salida, quien frecuentaba a 4 7
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en un comportamiento que se antoja el colmo <strong>del</strong> esteticismo, y<br />
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al contrario, su inclinación a la bibliofagia se antoja un camino<br />
poco transitado, pero a su manera práctico —no sabemos si eficaz—,<br />
para asimilar la obra de los maestros y convocar la inspiración.<br />
El capítulo de las manías y contorsiones de las que se han valido los<br />
escritores para arrancar a las musas unas cuantas páginas diarias<br />
—a veces tan sólo un adjetivo, el fatigoso cambio de una coma—, es un<br />
capítulo variopinto y en ocasiones bufo de la historia de la literatura,<br />
que no escapa al fetichismo ni tampoco a la superstición. Hay quienes<br />
prefieren escribir de pie (Hemingway, Alfonso Reyes), acostados<br />
en la cama (Mark Twain, Capote), caminando (Nietzsche, Robert<br />
Walser), completamente desnudos (Daniel Sada), en una letrina (San<br />
Juan de la Cruz), en medio <strong>del</strong> bullicio de las cafeterías (Georges<br />
Perec, Cortázar) o en la extraña quietud de los bur<strong>del</strong>es (Faulkner).<br />
Hay otros que sólo pueden hilar una frase medianamente decorosa a<br />
altas horas de la madrugada, antes de la salida <strong>del</strong> sol; o aporreando<br />
una máquina de escribir destartalada a la que le falta más de una<br />
letra; o con una pluma fuente que fue previamente robada, a la<br />
manera de un conjuro, <strong>del</strong> bolsillo de otro escritor.<br />
Como en todo ritual que se precie de serlo, la elección <strong>del</strong><br />
atuendo también juega un papel decisivo entre las bambalinas<br />
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