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Los disidentes del universo - Biblioteca Mexiquense del Bicentenario

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de su Réquiem, que dicen que Mozart murmuró sobre el mismo<br />

lecho de muerte en que lo componía? ¿Por qué los artistas no se<br />

morían diciendo torpezas o banalidades, como había tenido la<br />

decencia de hacer Toulouse—Lautrec, que al cura que lo asistía le<br />

habría dicho “Viejo tonto”, o con desplantes de megalomanía y<br />

<strong>del</strong>irio y necedad evidente, como Vespasiano, que habría dicho:<br />

“Por lo que parece, me estoy convirtiendo en Dios”?<br />

Richter sostenía que el paradigma de estas frases efectistas y<br />

al cabo huecas, que tras haber sido amasadas durante mucho<br />

tiempo terminan por adquirir la solidez <strong>del</strong> cartón, era aquella<br />

que reza: “Que los amigos aplaudan. La comedia ha concluido”.<br />

Con la paciencia de un perverso, con el entusiasmo de un<br />

niño que desvela por enésima vez el mismo truco de magia,<br />

había elaborado una lista de más de veinte personalidades que<br />

habían echado mano de ella, entre las que se contaban Beethoven,<br />

Rabelais y el emperador Augusto. También había observado que<br />

mientras más lejano fuera el deceso, más movedizos resultaban<br />

los detalles en el umbral de la muerte, como si el paso <strong>del</strong><br />

tiempo tuviera el efecto de enriquecer la retórica de los hombres<br />

ilustres. Aun cuando Suetonio dejó escrito que la reacción de<br />

Julio César al recibir los puñales de los conspiradores había sido<br />

un gemido, el sentido histriónico que prevalece en casi todos<br />

los hombres ha hecho que aquel contrariado “¡Tú también, hijo<br />

mío!” reluzca con destellos de neón en el imaginario colectivo,<br />

confusión a la que Shakespeare contribuyó en buena medida al<br />

hacer aún más explícita la condena a Bruto.<br />

Quizá porque le parecía una frase inocente, y no una despedida<br />

cargada de simbolismo, Richter no se había molestado jamás<br />

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