Los disidentes del universo - Biblioteca Mexiquense del Bicentenario
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atos resplandecía, como una piedra en el lodo, una maldición. Otro caso que se deleitó en desacreditar fue el del ensayista inglés Joseph Addison, que si bien había dedicado varias horas de su existencia a elegir las palabras idóneas para culminarla, “Vean con qué tranquilidad puede morir un cristiano”, en realidad había cerrado los ojos por última vez en medio de una borrachera pavorosa, a lo largo de la cual, entre bromas y risotadas, nunca imaginó que tuviera necesidad de pronunciarla, y más bien parece que la oscuridad lo cegó mientras se lamentaba de que ya no hubiera más brandy. Como si confirmaran una hipótesis implícita, a Richter también le complacía relatar el desenlace de autores célebres que aun en las versiones oficiales de sus biógrafos habían completado su vida con el broche de oro de una torpeza. Impugnador de la poesía terminal, detractor de los aforismos de último minuto, estimaba que esas salidas atropelladas, esos deslices no siempre cómicos, dibujaban estampas de una belleza más honda e inclemente, que se acompasaban mejor con el tipo de muerte que promete a todos sus habitantes este planeta aciago. Le gustaba aquel “¡Mierda!” espontáneo y atónito que había soltado Walt Withman; el “Buenas noches” escueto de Lord Byron; el intrincado suspiro con que Hegel reconocía que la única persona que lo había entendido en realidad nunca lo había entendido; la negativa de Henrik Ibsen cuando su enfermera anunció a las visitas que el señor se sentía mucho mejor (“Por el contrario”, había dicho), y el alarde de Dylan Thomas de conservar el equilibrio en un solo pie mientras vociferaba: “He tomado 18 whiskys seguidos, creo que es todo un récord…”. Sin embargo, sus frases favoritas eran aquellas en las que se advertía el descontrol ante el declive de 3 4
las propias capacidades —esa sorpresa malhumorada que tensa los nervios en los momentos en que ya es difícil valerse por sí mismo— pero en las que el moribundo, firme en su actitud de espera, alcanzaba una tesitura iconoclasta, un brío insospechado de intransigencia o sarcasmo. La curiosidad de Tolstoi por saber cómo mueren los campesinos o los patanes; la del Perugino por indagar qué sucede si se cruza el Hades sin haber pasado por el trámite de la confesión, la exasperación sin cortapisas de Léautaud al gritar “Ya dejen de joder” y, por supuesto, la constatación aplastante de Eugene O’Neill, privada de cualquier sutileza metafórica: “Nacer en un cuarto hotel y —¡maldita sea!— morir en un cuarto de hotel”. Pero la más valorada de todas, la frase insuperable contra la cual comparaba las demás, flor de la irritación y el hartazgo, declaración rabiosa con la que se condena a aquellos que esperan una revelación en las postrimerías, era la respuesta que dio Karl Marx a su mucama después de que ella lo importunara en el lecho de muerte con la insistencia de si tenía algo que declarar a las generaciones venideras: “¡Largo, desaparece de mi vista! ¡Las últimas palabras son cosa de tontos que no han dicho lo suficiente mientras vivían!” Nadie que no sea un clarividente o un suicida es capaz de anticipar el punto final de su existencia y además estar en condiciones de declamar una máxima. A pesar de que en la antigüedad era frecuente la visita de un cura para que a través de la confesión y el arrepentimiento se garantizara la salvación de un alma, el recurso no siempre daba buenos resultados. Solía suceder que las palabras pronunciadas con este propósito, por más que hubieran sido preparadas con antelación, pulidas pacientemente durante los días interminables de la convalecencia, no fueran en absoluto 3 5
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los nervios en los momentos en que ya es difícil valerse por sí<br />
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espera, alcanzaba una tesitura iconoclasta, un brío insospechado<br />
de intransigencia o sarcasmo. La curiosidad de Tolstoi<br />
por saber cómo mueren los campesinos o los patanes; la <strong>del</strong><br />
Perugino por indagar qué sucede si se cruza el Hades sin haber<br />
pasado por el trámite de la confesión, la exasperación sin cortapisas<br />
de Léautaud al gritar “Ya dejen de joder” y, por supuesto, la<br />
constatación aplastante de Eugene O’Neill, privada de cualquier<br />
sutileza metafórica: “Nacer en un cuarto hotel y —¡maldita sea!—<br />
morir en un cuarto de hotel”. Pero la más valorada de todas, la<br />
frase insuperable contra la cual comparaba las demás, flor de la<br />
irritación y el hartazgo, declaración rabiosa con la que se condena<br />
a aquellos que esperan una revelación en las postrimerías,<br />
era la respuesta que dio Karl Marx a su mucama después de que<br />
ella lo importunara en el lecho de muerte con la insistencia de<br />
si tenía algo que declarar a las generaciones venideras: “¡Largo,<br />
desaparece de mi vista! ¡Las últimas palabras son cosa de tontos<br />
que no han dicho lo suficiente mientras vivían!”<br />
Nadie que no sea un clarividente o un suicida es capaz de anticipar<br />
el punto final de su existencia y además estar en condiciones<br />
de declamar una máxima. A pesar de que en la antigüedad era<br />
frecuente la visita de un cura para que a través de la confesión<br />
y el arrepentimiento se garantizara la salvación de un alma, el<br />
recurso no siempre daba buenos resultados. Solía suceder que las<br />
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