Los disidentes del universo - Biblioteca Mexiquense del Bicentenario

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08.05.2013 Views

por acogerse a la poesía del canto del cisne y no tanto a la cruda letanía de la verdad. La frase agónica que lo puso en guardia, la primera ante la cual experimentó el estremecimiento de la incredulidad, fue aquella Mehr licht! (¡Más luz!) pronunciada por Goethe. Pese a que en realidad, tal como fue consignada por su discípulo Eckermann, esa fórmula iba precedida por la solicitud más bien pedestre de que abrieran la ventana para que entrara un poco más de luz, Richter encontraba un no sé qué de demasiado perfecto en aquella súplica, algo engañosamente sublime que despedía ese olor a gato encerrado de la alegoría literaria. Es probable que Richter estuviera al tanto de la tesis de un individuo de Ausburgo que fue recluido en un manicomio por asegurar, siempre que la ocasión se presentaba, y con una obstinación que terminó por destrozar los nervios de todos, que la belleza irreal de esa frase se debía a un error fonético: Mehr Micht! (¡Más no!) en lugar de Mehr licht!, tesis que años después recogería Thomas Bernarhd en El imitador de voces; pero en cualquier caso, tras un sondeo concienzudo en los últimos días de Goethe, la conclusión a la que había llegado se apartaba por completo de aquel incidente referido a las cortinas. Sumido en una hondonada de serenidad, lejos de cualquier pacto señero con Mefistóteles, Goethe le habría pedido a su nuera que acercara su brazo; una petición más bien común tratándose de un enfermo, una petición vulgar, desprovista de dramatismo y exaltación, que al superponerse a la otra, a la inmortal, evidenciaba los excesos a los que puede llevar la confusión entre lo último y lo definitivo. Ya fuera porque experimentaba un rechazo especial hacia los poetas y escritores, ya fuera porque éstos caen más a menudo 3 2

en la tentación del adorno exaltado y el golpe de efecto, tras su zambullida en los capítulos finales de la biografía de Goethe —y su primera victoria— Richter continuó su afición por escudriñar con lupa las últimas palabras que se habían vuelto célebres al interior de este gremio, afición que no sólo lo llevó a descubrir cuán afinado estaba su sentido para detectar la mentira ante lo funesto, sino también lo risible y desesperados que resultaban los esfuerzos por montar una farsa súbita. Pese a que no siempre esas pataletas esteticistas eran urdidas por los propios escritores, le parecía de una vanidad incorregible —quizá surgida por contagio, quizá por conmiseración— el hecho de que sus familiares y amigos se negaran a aceptar la dignidad de una muerte silenciosa, sin desplantes de ingenio, sin la sombra de ese lirismo entrecortado por la falta de aire y el debilitamiento, y todo con el propósito de conseguir que el artista, el incomparable artista, que ni siquiera en el momento de su extinción había dejado de serlo, burlara la muerte con una caravana majestuosa, una caravana lenta y profunda pero un tanto tiesa, dirigida a esa superstición que llamamos posteridad. ¿Por qué diablos nadie quería acordarse de que el viento gélido de la muerte había producido en el genio algo más parecido a un estornudo? Sobre las presuntas palabras que Edgar Allan Poe habría farfullado durante su delirio final, “Dios ayude a mi pobre alma”, descubrió que no le pertenecían, sino que habían sido improvisadas por el médico que lo recibió al borde de la muerte, el doctor Moran, y que mucho menos había dicho, cuando le preguntaron si quería recibir la visita de sus amigos, “Nevermore, nevermore”, como quien imita los graznidos de un cuervo, sino que a duras penas articuló sonidos inconexos entre los que a 3 3

en la tentación <strong>del</strong> adorno exaltado y el golpe de efecto, tras su<br />

zambullida en los capítulos finales de la biografía de Goethe —y<br />

su primera victoria— Richter continuó su afición por escudriñar<br />

con lupa las últimas palabras que se habían vuelto célebres al<br />

interior de este gremio, afición que no sólo lo llevó a descubrir<br />

cuán afinado estaba su sentido para detectar la mentira ante lo<br />

funesto, sino también lo risible y desesperados que resultaban<br />

los esfuerzos por montar una farsa súbita. Pese a que no siempre<br />

esas pataletas esteticistas eran urdidas por los propios escritores,<br />

le parecía de una vanidad incorregible —quizá surgida por contagio,<br />

quizá por conmiseración— el hecho de que sus familiares<br />

y amigos se negaran a aceptar la dignidad de una muerte silenciosa,<br />

sin desplantes de ingenio, sin la sombra de ese lirismo<br />

entrecortado por la falta de aire y el debilitamiento, y todo con<br />

el propósito de conseguir que el artista, el incomparable artista,<br />

que ni siquiera en el momento de su extinción había dejado<br />

de serlo, burlara la muerte con una caravana majestuosa, una<br />

caravana lenta y profunda pero un tanto tiesa, dirigida a esa<br />

superstición que llamamos posteridad. ¿Por qué diablos nadie<br />

quería acordarse de que el viento gélido de la muerte había producido<br />

en el genio algo más parecido a un estornudo?<br />

Sobre las presuntas palabras que Edgar Allan Poe habría farfullado<br />

durante su <strong>del</strong>irio final, “Dios ayude a mi pobre alma”,<br />

descubrió que no le pertenecían, sino que habían sido improvisadas<br />

por el médico que lo recibió al borde de la muerte, el<br />

doctor Moran, y que mucho menos había dicho, cuando le preguntaron<br />

si quería recibir la visita de sus amigos, “Nevermore,<br />

nevermore”, como quien imita los graznidos de un cuervo, sino<br />

que a duras penas articuló sonidos inconexos entre los que a<br />

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