Los disidentes del universo - Biblioteca Mexiquense del Bicentenario
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autorizadas, reaparecía con una versión alternativa de lo que<br />
“verdaderamente había dicho” tal o cual personaje, una versión a<br />
veces risueña pero casi siempre deplorable de los últimos esfuerzos<br />
<strong>del</strong> músculo al parecer menos exhausto en un moribundo.<br />
¿Qué clase de hombre era Johannes Richter como para interesarse<br />
en esos capítulos ligeramente morbosos de la agonía de los<br />
hombres? ¿Qué conseguía al demostrar que un filósofo ilustre<br />
ya privado de sus facultades como Immanuel Kant, tras recobrar<br />
el habla después de varios días de convalecencia, al momento de<br />
llevarse a la boca una cucharada de cierto brebaje había exclamado<br />
“Me sabe mal”, o “¡Basta!” en lugar de “Todo está bien”,<br />
que es la frase que consignan la mayoría de sus biógrafos?<br />
Creo ya haber mencionado que Richter se ganaba la vida en una<br />
agencia de pompas fúnebres, y que por lo tanto su cotidianidad y<br />
sus escrúpulos debían de girar no sólo en torno al manejo de despojos<br />
mortales, sino también a la condescendencia en materia<br />
de adioses últimos. Pocos como él podían estar tan empapados<br />
de frases solemnes y sermones, de lágrimas retrospectivas y alocuciones<br />
de alivio o de tristeza, y es factible que en los oscuros<br />
corredores de la funeraria, mientras daba el undécimo pésame<br />
de la noche de una forma que no se escuchara maquinal, de<br />
tanto escuchar la evocación de las últimas palabras <strong>del</strong> difunto<br />
hubiera desarrollado una aversión hacia la patética búsqueda de<br />
belleza lacónica, una especie de instinto para identificar la tergiversación<br />
y el afán de volver inmortal aquella frase desmayada<br />
de cuando se acaba la cuerda. Para sí mismo, sin faltar al respeto<br />
a los asistentes al velorio, se preguntaba por qué casi nunca esa<br />
frase final resultaba ser un conjuro, una barbaridad propiciada<br />
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