Los disidentes del universo - Biblioteca Mexiquense del Bicentenario

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estridencia—, rebasa el mero atrevimiento, ya de por sí memorable, de poner en pie criaturas inexistentes. Nada más arduo para la imaginación que una fábrica de monstruos, ni nada más sencillo que suponer, una vez frente a nosotros, que esos monstruos son reales. De modo parecido al minotauro o la sirena, el unicornio o la medusa, que por una limitación de la fantasía incorporan en una misma figura miembros y atributos de animales que ya pueblan la superficie del planeta, García Saldaña, por una limitación en primer lugar física, relacionada con su materia prima, sólo podía contar con formas y texturas preexistentes, conocidas por todos, trilladas. Si en abstracto la combinación de materiales orgánicos puede ser descomunal, tan copiosa como las formas que rotan al interior de un calidoscopio, hay algo en su acoplamiento, en su vecindad a veces tersa y a veces atroz, que no parece funcionar del todo, y que por lo mismo fracasa a la hora de estampar su sello en la cera de la imaginación. En contra de lo que pudiera pensarse, el catálogo de monstruos engendrados por el miedo del hombre no es tan extenso, y en él abundan las repeticiones, las variaciones de unas cuantas figuras y motivos. Ya Jorge Luis Borges, al comienzo de su Manual de zoología fantástica, se había detenido ante esa constatación: “La zoología de los sueños —escribe— es más pobre que la zoología de Dios”. Pero por más reiterativa que sea la postulación de animales híbridos, por más torpeza que impere en el laboratorio de la imaginación, la credulidad humana se distingue por su buena disposición y candidez, por su hospitalidad contraproducente. La conciencia da crédito a todo aquello que se le presenta como 1 4 6

eal y verdadero, y en especial si lo puede tocar, concede por un tiempo y no lo descarta de inmediato. Este rasgo era quizá el que mayormente concernía a García Saldaña: la voluntad de creer, la predisposición humana a aceptar como posible, incluso lo más disparatado y espeluznante, ese mecanismo de la mente a través del cual el asentimiento o la aceptación doblegan y se sobreponen a la perplejidad. Cuando concluyó la elaboración del monstruo que más estimaba entre todos los de su bestiario: el arcanodonte (una criatura con pezuñas de chivo, torso de simio y rostro de jabalí o de hombre, bajo cuyos brazos se adivinaba un cartílago peludo semejante al de los murciélagos, y cuya cola era un remedo, sólo que diez veces más voluminoso, del apéndice lampiño y repugnante de los tlacuaches), no resistió la tentación de averiguar si sus contemporáneos darían crédito a esa figura deliberadamente diabólica, que había sido elaborada con la misma intención de los acertijos: importunar la molicie mental de los hombres mediante la provocación y el desafío. Antes de abandonar su puesto de preservador de animales disecados y desaparecer para siempre, García Saldaña se dio el gusto de introducir, ya fuera por venganza o por simple travesura, el arcanodonte en una vitrina del Museo Nacional de Historia Natural, transformando el Palacio de Cristal de Santa María la Ribera en un repentino Bomarzo. El acarnodonte, flanqueado al parecer por un oso hormiguero que le servía de contrapunto o de mascota, permaneció en exhibición por espacio de tres meses, horrorizando a los visitantes, poniendo a prueba su credulidad, corroyendo los límites de su escepticismo, pero sin que las autoridades del museo estuvieran al tanto de nada. Los niños lo señalaban con el dedo aun cuando no podían contemplarlo a los 1 4 7

estridencia—, rebasa el mero atrevimiento, ya de por sí memorable,<br />

de poner en pie criaturas inexistentes.<br />

Nada más arduo para la imaginación que una fábrica de<br />

monstruos, ni nada más sencillo que suponer, una vez frente<br />

a nosotros, que esos monstruos son reales. De modo parecido<br />

al minotauro o la sirena, el unicornio o la medusa, que por<br />

una limitación de la fantasía incorporan en una misma figura<br />

miembros y atributos de animales que ya pueblan la superficie<br />

<strong>del</strong> planeta, García Saldaña, por una limitación en primer lugar<br />

física, relacionada con su materia prima, sólo podía contar con<br />

formas y texturas preexistentes, conocidas por todos, trilladas.<br />

Si en abstracto la combinación de materiales orgánicos puede ser<br />

descomunal, tan copiosa como las formas que rotan al interior<br />

de un calidoscopio, hay algo en su acoplamiento, en su vecindad<br />

a veces tersa y a veces atroz, que no parece funcionar <strong>del</strong> todo,<br />

y que por lo mismo fracasa a la hora de estampar su sello en la<br />

cera de la imaginación. En contra de lo que pudiera pensarse, el<br />

catálogo de monstruos engendrados por el miedo <strong>del</strong> hombre<br />

no es tan extenso, y en él abundan las repeticiones, las variaciones<br />

de unas cuantas figuras y motivos. Ya Jorge Luis Borges, al<br />

comienzo de su Manual de zoología fantástica, se había detenido<br />

ante esa constatación: “La zoología de los sueños —escribe— es<br />

más pobre que la zoología de Dios”.<br />

Pero por más reiterativa que sea la postulación de animales<br />

híbridos, por más torpeza que impere en el laboratorio de la<br />

imaginación, la credulidad humana se distingue por su buena<br />

disposición y candidez, por su hospitalidad contraproducente.<br />

La conciencia da crédito a todo aquello que se le presenta como<br />

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