Los disidentes del universo - Biblioteca Mexiquense del Bicentenario
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El deleite de hacer cola Proyectada en el vacío del plano cartesiano, la cola es ese torpe y largo embutido donde las coordenadas del tiempo y el espacio parecen conspirar en beneficio de nuestro enfado. aNtoN KleiNburg Es difícil saber si la cola será una institución perdurable. Improvisar un orden mediante la costumbre de formarnos unos detrás de otros, mirándonos la espalda en una línea que nunca es recta ni precisamente ordenada, se antoja una práctica frágil, inestable, poco espontánea; que sin embargo, cuando la ocasión se presenta, no deja de mostrar su perfil benigno, su esbozo de civilización. El tumulto, con sus principios motrices fundamentales, los empujones y codazos, es una rutina más natural, acaso rupestre, como si menos que un hábito fuera el tipo de movimiento que rige en general a los cuerpos sólidos. La gráfica del comportamiento humano en 1 4
una estación del metro, por ejemplo, y su dispersión a lo largo del andén, sigue los mismos patrones estadísticos que un saco de maíz al ser vaciado a través de un embudo en un recipiente rectangular —una pecera, digamos—; e incluso aquel sujeto avispado que busca el lugar de menor densidad en el andén y se dirige con paso decidido hacia un extremo, tendría suficientes motivos de reflexión sobre el tema ya apolillado del libre albedrío, si observara que en un experimento de esa naturaleza no falta el grano de maíz que rueda, ciega pero inexorablemente, hacia alguno de los extremos, terminando, sin asomo de satisfacción, muy lejos de la apretujada masa. La cola, o lo que con un eufemismo insoportable otros denominan “la fila” (como si cualquier alusión al apéndice animal se acercara a la grosería, o nos remitiera, por quién sabe qué retorcidas asociaciones, a la forma sinuosa de la serpiente y por lo tanto al pecado y a la perdición), es ya un esfuerzo consciente, un principio, no importa qué tan elemental de estructura, que nos aleja del movimiento de los granos de maíz así sea para colocarnos en el mismo terreno que las hormigas, seres industriosos y simpáticos que han hecho de la fila india el principio supremo de sociabilidad. Frente al problema del choque de voluntades persiguiendo un mismo propósito —casi siempre cruzar una puerta— la cola es ya un indicio de lógica en el seno de lo contingente, que resuelve la aglomeración y el atropello con la justicia incontestable del que llegó primero. Por su lentitud connatural, próxima a lo viscoso, y acaso también por su retorcimiento, la cola está menos emparentada con la serpiente y la hormiga que con el anélido, con la lombriz de tierra, 1 5
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El <strong>del</strong>eite de hacer cola<br />
Proyectada en el vacío <strong>del</strong> plano<br />
cartesiano, la cola es ese torpe<br />
y largo embutido donde las<br />
coordenadas <strong>del</strong> tiempo y el<br />
espacio parecen conspirar en<br />
beneficio de nuestro enfado.<br />
aNtoN KleiNburg<br />
Es difícil saber si la cola será una institución perdurable. Improvisar<br />
un orden mediante la costumbre de formarnos unos detrás de otros,<br />
mirándonos la espalda en una línea que nunca es recta ni<br />
precisamente ordenada, se antoja una práctica frágil, inestable,<br />
poco espontánea; que sin embargo, cuando la ocasión se presenta,<br />
no deja de mostrar su perfil benigno, su esbozo de civilización. El<br />
tumulto, con sus principios motrices fundamentales, los empujones<br />
y codazos, es una rutina más natural, acaso rupestre, como si menos<br />
que un hábito fuera el tipo de movimiento que rige en general a<br />
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