Los disidentes del universo - Biblioteca Mexiquense del Bicentenario

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08.05.2013 Views

termina por alejarse de ella hasta que, precipitándose por la puerta de atrás hacia el infinito, ya no le significa nada. En el sexto movimiento de una Ruy López —quizá la apertura más estudiada y recurrente del ajedrez—, Viktor Kortchnoï se ausentó cierta vez sobre su silla por cerca de una hora y media, para regresar del abismo con la recompensa de una jugada consabida. Efim Bogoljubow, el malhadado aspirante al título mundial durante los años veinte del siglo pasado, demoró una hora y cincuenta y siete minutos mientras meditaba una posición de la que por cierto no salió muy airoso, y hay constancia de que en 1980 el Maestro Internacional Francisco Trois, de Brasil, ocupó la desconcertante cantidad de dos horas y veinte minutos para completar su séptimo movimiento frente a Luis Santos, siendo que al parecer sólo tenía que considerar dos movimientos posibles de su caballo. ¿Cómo entender esos lapsos prolongados de hipnosis, esa niebla súbita de extravío y turbación que aguarda al ajedrecista a la vuelta de un movimiento que nadie juzgaría especial? ¿Qué puede la mente humana, aun la mente aguda y privilegiada del ajedrecista, frente a algo que no tiene indicio alguno de lógica y que es impredecible y desasosegante y de consecuencias funestas? Si consideramos que en los torneos actuales cada jugador cuenta con dos horas para completar los primeros cuarenta movimientos, dejarse llevar por los vuelos de una especulación vagarosa se antoja descabellado, si no suicida, y se aviene muy mal con la imperturbable disciplina a la que debe someterse el jugador de nivel. ¿Cabe describir esa hipnosis como una forma magnificada de la indecisión, como ese punto limítrofe en que la duda se convierte en pasmo y por tanto en inacción? 1 0 0

El inconstante Siegbert Tarrasch, que también era médico, bautizó como amaurosis schacchistica la ceguera repentina en el ajedrez, ese insidioso lapsus en que el jugador pierde la conciencia de una pieza o de una zona del tablero con desenlaces casi siempre lamentables. ¿Habría tal vez que abordar este bloqueo profundo desde el punto de vista de la medicina y entonces bautizarlo como apoplejía schacchistica, es decir, como una variante de la parálisis que deja girando a la mente alrededor de sí misma? ¿No puede ser, simplemente, un revoloteo inoportuno del ala de la imbecilidad ensañándose con aquellas mentes que han pretendido ir más allá de lo que les permite su genio? ¿Y qué es exactamente lo que cruza por la cabeza de los grandes maestros durante tanto tiempo de meditación, qué los subyuga o hechiza con tal improcedencia y los mantiene a kilómetros de distancia del tablero, de ese mismo tablero que sin embargo escrutan de arriba abajo con aire de perplejidad como si se tratara de un jeroglífico? Mikhail Tal, amo de las combinaciones fantásticas y de los sacrificios deslumbrantes, capaz de encontrar vetas inexploradas en las posiciones, en apariencia más anodinas y estancadas, solía dejar que su mirada planeara como una ave de rapiña sobre el tablero en busca del salto de la liebre de lo extraordinario, lo cual sucedía con frecuencia, pero también lo llevaba a internarse en callejones sin salida con los que él mismo se obstaculizaba el análisis. No por nada conocido como El mago de Riga, durante una de esas fugas intempestivas a los márgenes de la realidad, Tal se las ingenió para que su mente se deslizara del frío escenario de Kiev a un pantano del África, y de la tentación de un sacrificio intrépido se sacara de la chistera un 1 0 1

El inconstante Siegbert Tarrasch, que también era médico, bautizó<br />

como amaurosis schacchistica la ceguera repentina en el<br />

ajedrez, ese insidioso lapsus en que el jugador pierde la conciencia<br />

de una pieza o de una zona <strong>del</strong> tablero con desenlaces casi<br />

siempre lamentables. ¿Habría tal vez que abordar este bloqueo<br />

profundo desde el punto de vista de la medicina y entonces<br />

bautizarlo como apoplejía schacchistica, es decir, como una<br />

variante de la parálisis que deja girando a la mente alrededor<br />

de sí misma? ¿No puede ser, simplemente, un revoloteo inoportuno<br />

<strong>del</strong> ala de la imbecilidad ensañándose con aquellas mentes<br />

que han pretendido ir más allá de lo que les permite su genio?<br />

¿Y qué es exactamente lo que cruza por la cabeza de los grandes<br />

maestros durante tanto tiempo de meditación, qué los subyuga<br />

o hechiza con tal improcedencia y los mantiene a kilómetros<br />

de distancia <strong>del</strong> tablero, de ese mismo tablero que sin embargo<br />

escrutan de arriba abajo con aire de perplejidad como si se tratara<br />

de un jeroglífico?<br />

Mikhail Tal, amo de las combinaciones fantásticas y de los<br />

sacrificios deslumbrantes, capaz de encontrar vetas inexploradas<br />

en las posiciones, en apariencia más anodinas y estancadas,<br />

solía dejar que su mirada planeara como una ave de rapiña<br />

sobre el tablero en busca <strong>del</strong> salto de la liebre de lo extraordinario,<br />

lo cual sucedía con frecuencia, pero también lo llevaba a<br />

internarse en callejones sin salida con los que él mismo se obstaculizaba<br />

el análisis. No por nada conocido como El mago de<br />

Riga, durante una de esas fugas intempestivas a los márgenes<br />

de la realidad, Tal se las ingenió para que su mente se deslizara<br />

<strong>del</strong> frío escenario de Kiev a un pantano <strong>del</strong> África, y de la<br />

tentación de un sacrificio intrépido se sacara de la chistera un<br />

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